La secuencia que condujo al presente recesivo es conocida y sintética. A fines de 2015 la expansión iniciada a partir de 2003 se había frenado porque el ingreso de dólares no alcanzaba para seguir financiando el crecimiento. Romper ese viejo problema de las economías periféricas demandaba un cambio estructural, pero en vez de eso los votantes eligieron un nuevo gobierno cuyo norte era el mismo que el del puñado de multinacionales que conducen la economía mundial: la libre circulación de capitales y mercancías, la máxima desregulación posible en todos los mercados. Al nuevo rumbo se sumó también una anacrónica sumisión a los intereses de la política exterior estadounidense.
Pero el problema central, a pesar del cambio de dirección, continuaba siendo la provisión de dólares para financiar el desarrollo. Se dijo, quizá también se creyó, que el sólo cambio de gobierno generaría un shock de confianza entre los inversores que acudirían en masa a la plaza argentina. La respuesta en el mundo real fue que sólo llegó el capital financiero. Durante el gobierno anterior el endeudamiento externo, en divisas, había llegado a niveles mínimos y las finanzas globales sabían que el país tenía mucho margen para tomar nueva deuda. A ello se sumó la sobredosis de bicicleta financiera, otro mecanismo para traer dólares.
Mientras tanto, las inversiones productivas, la IED (inversión extranjera directa) se redujeron a mínimos históricos. Nobleza obliga, no es que se creyera que el crecimiento se produciría solamente en base a estas inversiones, pero sí que serían la bandera de largada, la puesta en marcha de un modelo que sería acompañado por el capital local. Sin embargo, sólo para tomar una referencia, si se compara el promedio anual de IED 2016-2018 con los tres años precedentes, 2012-2015, los años del llamado “cepo”, se observa una caída del 14,4 por ciento .
El gobierno que, en teoría, enamoraría a los capitales externos en la práctica sólo los ahuyentó. Desde una perspectiva teórica la interpretación es bastante elemental. La IED no fluye a las economías con políticas amistosas con los mercados, esas que crean las llamadas “condiciones favorables para la inversión”, se dirige siempre a las economías que crecen. Se trata de una regla de oro que todos los hacedores de política de desarrollo deberían tener grabadas a fuego.
En términos macroeconómicos el resultado visible del proceso es que la falta de divisas se resolvió por la vía del endeudamiento y del carry trade. No se trata de mecanismos malos per se. Son los mismos que utilizan todos los países del mundo cuando enfrentan problemas de déficit de cuenta corriente. El problema es que fue un endeudamiento sin contrapartida para generar el repago y que no sirvió ni siquiera para estabilizar la macroeconomía salvo durante algunos pocos meses de 2017.
Un botón de muestra fue la crisis cambiaria que comenzó a desatarse a partir de marzo de 2018, cuando ya era evidente que los mercados financieros internacionales dejarían de prestarle a la Argentina. Parte del endeudamiento se había acumulado bajo la forma de reservas internacionales del Banco Central, lo que significaba que el Central disponía de un gran poder de fuego para controlar una corrida. Sin embargo, la falta de decisión política de la autoridad monetaria, o quizá la impericia técnica o el carácter timorato para la toma de decisiones, se tradujeron en intervenciones tan erráticas como gastar miles de millones de dólares para frenar la cotización y luego simplemente dejar devaluar. Bastante insólito para cualquier presunto observador imparcial.
Repasando la secuencia se tiene que el problema de la escasez de divisas se resolvió transitoriamente por la vía del endeudamiento y el carry hasta que la magnitud de lo adeudado alcanzó un grado tal que cerró los mercados internacionales. La falta de pericia técnica agravó el proceso y desembocó en la megadevaluación de 2018 y la consecuente inestabilidad macroeconómica. Frente al desastre provocado, o como prueba de ello, se volvió al FMI, una decisión quizá tramada desde la asunción de Nicolás Dujovne en Hacienda, pero ya evidenciado, a pesar de las negativas, durante la primera visita de Christine Lagarde a comienzos del año pasado. Desde entonces, el gobierno, que ya aplicaba el mismo set de políticas desregulatorias asociadas a los planes del organismo financiero, pasó a tener el programa de ajuste que siempre había deseado, pero asegurando ahora su continuidad en el mediano plazo. Para quien asuma en diciembre no existirá la posibilidad de pagarle 57 mil millones de dólares cash al organismo y deshacerse de su ruinosa tutela. El megapréstamo del Fondo fue el lamentable comienzo de una larga relación.
Los resultados del programa del FMI/gobierno no se hicieron esperar. Son los mismos de siempre: una recesión profunda que ya lleva más de un año y que se expresa en el cierre cotidiano de empresas, la destrucción y el achicamiento de sectores completos de la economía, el aumento del desempleo junto a la pérdida de empleos de calidad, el parate de la construcción y la obra pública, el derrumbe del consumo y la expansión de la pobreza. Salvo unos pocos nichos de negocios, como el de las firmas que aprovecharon su relación con el Estado para expandirse, cobrar más tarifas o altas tasas de interés aseguradas por el Estado (Grupo Clarín, energéticas, concesionarios viales, bancos), o que explotan la consolidación de un monopolio y no dependen del ciclo interno (Mercado Libre, exportadores) el modelo prácticamente no tiene ganadores y, peor, tampoco rumbo desde la perspectiva del desarrollo, es decir de conjurar el problema básico de la escasez de divisas.
Contrastar estas tendencias de la economía con el apoyo explícito de las entidades empresarias a la continuidad del macrismo sigue siendo un problema para el análisis. Seguramente existe un fuerte componente ideológico, pero se descuenta que si apoyan es porque ganan a pesar de las penurias de las mayorías . Cualquiera sea el caso el número de los ganadores no es compatible con el número necesario para ganar elecciones. En consecuencia fue necesario crear un discurso por fuera de la economía, es decir de la satisfacción de necesidades humanas. Debería votarse al macrismo por “valores”, por ejemplo la institucionalidad, la república, el diálogo o la pluralidad de voces en los medios públicos. Lo notable es que también se trata de cuestiones en las que el régimen presenta un desempeño pobrísimo. Pero la idea está: plata no hay, hay “valores”.