La mitología griega siempre ha contado con la virtud de hablar de historias que, por más fantásticas que puedan sonar al oído humano, habilitan lecturas de emociones y situaciones terrenales. Es ese alto poder metafórico y universal precisamente el que posibilita que el mito de Fedra pueda tener un anclaje en el tiempo actual y dialogar con los múltiples debates que se abren en torno a los derechos de la mujer y la temática de género.
La actriz Marcela Ferradás deseaba ponerse en la piel de Fedra, esa mujer que sufre por amor hasta enfermarse y desear su propia muerte tras haberse enamorado de su hijastro Hipólito, hijo de Teseo. Para ello, fue en la búsqueda del director Adrián Blanco y juntos escogieron la versión del dramaturgo español Juan Mayorga (Camino del cielo (Himmelweg), El crítico (Si supiera cantar, me salvaría), El cartógrafo). En esa impronta moderna que imprimió Mayorga a ese mito, que fue incluido por primera vez en la obra Hipólito, de Eurípides, en el siglo V antes de Cristo, y luego recreado por otros autores como Séneca, Racine, Unamuno, Sarah Kane y Guillermo Heras, la actriz y el director encontraron la mayor potencia para hablar de lo que buscaban hablar: de la vida de una mujer en un mundo de hombres.
Desde ese concepto como guía, Blanco pensó la interpretación, y por eso no sorprende ver a un elenco puramente masculino, donde incluso el papel de Enone, la nodriza y confidente de Fedra, es interpretada por el actor Horacio Peña. De esa manera, para fortalecer su premisa, el director decidió que Fedra fuera el único personaje representado por una mujer. El texto de Mayorga, en ese aspecto, ofrece diálogos, afirmaciones y situaciones simbólicas y representativas de esa supremacía del hombre que busca exaltar la puesta. Tanto en las voces femeninas, como en las masculinas, se hace evidente la condición de vulnerabilidad e inferioridad de la mujer. “Mi pasión es ilegítima. Me avergüenza, y voy a morir antes de entregarme a ella”, dice Fedra, al tiempo que Enone le recuerda: “Nunca olvides que por alto que estés, Fedra, siempre vas a ser mujer, motivo de odio para todos”. Por su parte, Hipólito, con la interpretación destacada de Francisco Prim, encarna el prototipo del hombre que, preso del mandato de masculinidad, reprime sus emociones y estigmatiza a las mujeres. “No hay peor calamidad que la mujer. La mujer asedia el espíritu del hombre y lo llena de deseos insensatos de los que resultan las peores desgracias”, sentencia en diálogo con Enone.
La debilidad, la insensatez, y la ilegitimidad del deseo femenino afloran como estigmas que se resignifican y encuentran su correlato en una coyuntura donde la desigualdad de género en el disfrute de la vida sexual y afectiva aún no está extinguida. Es por eso que Fedra, antes de reconocer el amor por su hijastro, finge haber sido abusada por Hipólito, como única manera de escapar de la condena pública por adulterio y de la ira de Teseo (Marcelo D´Andrea), a quien nadie condenó ni social ni moralmente cuando raptó a Fedra luego de abandonar a su hermana Ariadna.
Ese mundo configurado por las leyes de los hombres llega a su máxima expresión en la puesta en escena creada por Blanco en el que predominan armamentos y ropas de guerra. Espadas, lanzas y un estafermo son los elementos que contribuyen a que el espacio se defina como un campo de batalla donde el cuerpo de Fedra se disputa como propiedad, trofeo y ofrenda para sacrificio. Por eso, de forma gráfica y elocuente, el director decide que la cama donde la protagonista padece su “pasión ilegítima” adopte la forma de una pira sacrificial. En esa atmósfera marcada por el pulso de la violencia la propuesta escénica de Blanco encuentra su mayor fortaleza.