A Stalin se lo ubica bajo rótulos dignos de un demonio bíblico: el dictador sangriento, el ideólogo insensible, el burócrata de provincias catapultado a la gran política. Pero cientos de libros anotados y subrayados por él muestran que era más que eso. “Fue la figura central de la historia soviética, y lo sigue siendo setenta años después de su muerte. No se puede entender el fallido experimento en la construcción de una utopía comunista en Rusia sin referirse a Stalin”, marca el profesor Geoffrey Roberts. Hace años que el británico se ocupa de rastrear lo que queda de la enigmática Biblioteka, con la esperanza de revelar al ser que se ocultaba tras el mito.

¿Quién fue en realidad Stalin? ¿Obedecía siempre a supuestas razones de Estado, o conservó entre los ríos de sangre una orilla donde regar los brotes secos de su sensibilidad? Roberts sugiere que la lectura puede haber funcionado como un refugio para el “Hombre de Acero”. De hecho, cree que su biblioteca “nos permite espiar en sus pensamientos más íntimos”, porque “abre una ventana hacia su verdadera personalidad”.

 ¡A los libros!

Stalin aseguraba leer unas quinientas páginas por día. Muchos le creyeron. Otros, como su archienemigo León Trotsky, lo ninguneaban y afirmaban que su existencia era “una broma de la historia”. En el medio están los volúmenes que llevan el sello Biblioteka I.V. Stalina: los libros del jerarca. Anotados con crayones azules, verdes y rojos; llenos de subrayados y comentarios. “Hay un elemento de performance en la manera en que Stalin marca y escribe sus libros —señala Roberts—. Pero en general es un proceso espontáneo; la expresión de un intelectual que vivía inmerso en un mundo de ideas”.

Iba de los conceptos a la realidad, a veces con un dejo de sentimentalismo pero — ¡ay!— corto de empatía. En ese aspecto, el “vicio” de Stalin no está tan alejado de algunos economistas que diseñan políticas en base a planillas excel. El “padrecito de las rusias” no hallaba matices entre la teoría y la acción. Si una parte de la sociedad representaba un inconveniente, la consecuencia lógica era meterle plomo u organizar deportaciones masivas.

Y las ideas le llegaban, en parte, a través de libros. “Stalin estaba convencido del poder de las palabras para delinear la conciencia y acción de las personas. Los libros, después de todo, lo habían librado a él de su experiencia como seminarista en la Iglesia Ortodoxa de Georgia —donde comenzó a formarse— y lo habían convertido en un revolucionario que no solo quería cambiar el mundo sino la misma naturaleza humana”, resume Roberts.

El enemigo exacto

Tal vez porque su origen pobre y pueblerino contrastaba con el de otros dirigentes, la lectura de Stalin era, además de sistemática y esquematizante, un intento furioso por educarse. Roberts: “aun cuando lee trabajos de sus oponentes, Stalin se esfuerza por aprender de ellos, y a la vez desea armarse contra sus argumentos”.

Hay garabatos y tachones. Signos de exclamación, preguntas. Sobre todo cuando “el líder” estudia a sus enemigos. “Las páginas están salpicadas de garabatos, pero también hay respuestas razonadas. De ninguna manera se trata de un lector que solo lee a sus adversarios desde un punto de vista negativo. Por lejos, la más frecuente de las anotaciones de Stalin es NB (que significa Nota Bene en latín, algo así como “atención con esto”).

Entre sus libros “escritos por rivales” hay varios de Trotsky. “Sí, en el archivo personal de Stalin se conservan textos de Trotsky —revela el investigador—.Incluso se supone que había más. Las obras de Trotsky que Stalin anotó datan de principios de los años veinte, antes de que estallara el antagonismo entre los dos. Stalin las leyó con gran interés y en muchos pasajes anotó que estaba de acuerdo. El comentario más frecuente que encontramos en los márgenes de Terrorismo y Comunismo —que era una refutación por parte de Trotsky de la crítica que había hecho Karl Kautsky sobre las prácticas soviéticas durante la Guerra Civil Rusa— es “метко”, que significa ‘exacto’”.

(Igual la relación no prosperó. Trotsky tuvo que exiliarse y en 1940 un estalinista le agujereó la cabeza con un pico de escalar. Desde ese incidente no escribió más, ya que murió).

Me gustas cuando callas

Se sabe que a Stalin le gustaba la poesía. En su juventud había escrito poemas con toques románticos, aunque el interés por publicar versos fue cediendo a medida que crecía su rol en el Estado. En ese trayecto, el niño Iósif se convirtió en el joven “Koba”, sobrenombre inspirado en el bandolero de una novela georgiana; y al final emergió Stalin, que significa “acero”.

“Se podría decir —aventura Roberts— que Stalin mantuvo cierta conciencia poética toda su vida. Como orador y escritor utilizaba un lenguaje simple e inmediatamente comprensible, y lo usaba intensamente. Su prosa tiene una calidad poética. No estoy diciendo que era gran poesía, pero atrajo a muchos intelectuales y artistas”.

Por supuesto que “el padrecito de todas las rusias” conocía a Pablo Neruda, que ganó el premio Stalin de la Paz en 1953. Muy probablemente leyó su Canto a Stalingrado (1942) y su Nuevo canto de amor a Stalingrado (1943). “Más tarde, cuando Stalin murió, Neruda escribió una oda para él que enfureció a mucha gente —informa Roberts—. Pero al momento de escribirla el dictador era todavía considerado un héroe por muchísima gente. Solo cuando Nikita Khrushchev denunció las campañas de terror de Stalin, en 1956, su figura fue desacreditada”.

Lo irónico es que tras la caída del bloque comunista en 1991, la reputación del tovarich más temible no ha hecho más que crecer. “En la Rusia contemporánea, son menos sus detractores que los que tienen una imagen positiva”, confirma el entrevistado.

América Latina roja

Stalin repetía que “los escritores son los ingenieros del alma” y que la “producción de almas es más importante que la producción de tanques”. Como Lenin y Trotsky, pensaba que una buena educación política requería leer no solo los clásicos marxistas sino también los clásicos de la literatura mundial. Ahora bien: en la perspectiva estalinista, era lícito que los censores recortaran el canon cual si fuera un salamín. Y el filo de la burocracia jamás alcanzó los estantes del Jefe, que contenían miles de novelas, obras teatrales y poesía.

Roberts dice que entre los anaqueles encontró un solo libro sobre América Latina: una Historia de la Revolución Mexicana escrita en ruso. El catálogo no está completo, así que a lo mejor había otros. “Hay que recordar que Stalin era dependiente de las traducciones al ruso o al georgiano, y creo que no había mucha bibliografía sobre América Latina en esas lenguas”.

En lo que queda de la biblioteka, Argentina no aparece. Se sabe, sí, que durante la época estalinista la Unión Soviética criticó la neutralidad que el país mantuvo durante casi toda la Segunda Guerra Mundial, lo que explica que luego se opusiera al ingreso argentino en Naciones Unidas: los rusos temían que se formara un gran bloque latinoamericano al servicio de Estados Unidos. El resto es historia conocida.

 

Más que una caricatura

La serie de Netflix Trotsky invitó a revisar una larga lista de simplificaciones derivadas, quizá, de las exigencias de un guion comercial. En la tira, Stalin se pasea por el fondo del decorado como un villano de película muda, trazando una estampa digna de los más berretas manuales lombrosianos. No es que el bigotudo no haya cometido atrocidades; pero mostrarlo fuera de contexto, como un simple mediocre, juega contra la comprensión de un fenómeno complejo. En su libro Stalin’s Wars: From World War to Cold War, 1939-1953, Geoffrey Roberts arremetió contra estas reducciones: “la lección que nos deja el gobierno de Stalin no es una simple fábula moralista sobre un dictador paranoide, vengativo y sangriento. Es la historia de una política y una ideología que buscaba fines a la vez utópicos y totalitarios”. Y si bien es inexacto identificar al estalinismo con el marxismo en su conjunto, hay algo en la actitud de Stalin que se deja leer como una tácita advertencia. En ese sentido, Roberts sostiene que Stalin fue “un idealista preparado para utilizar la violencia que fuera ‘necesaria’ para imponer sus ideas y sus metas”.

De cura a revolucionario 

Las biografías de Stalin —su nombre real era Iósif Vissariónovich Dzhugashvili— coinciden en destacar la formación que obtuvo tras su ingreso como seminarista en la Iglesia Ortodoxa Georgiana. A su padre, un zapatero de pueblo, no le entusiasmaba tener un hijo cura. En cambio su madre vio en el seminario la oportunidad de darle a Iósif una buena educación. Las calificaciones muestran que el muchacho era aplicado hasta que tomó contacto con el marxismo y se dedicó a luchar por la revolución. A partir de ahí los relatos se bifurcan. Para algunos, Stalin participó en varios robos a mano armada con los que aportaba dinero al Partido. Para otros, esa saga tipo far west es una leyenda construida para barnizar de heroísmo a un tipo cuyo mayor talento era la rosca burocrática. Lo cierto es que Stalin pasó de la vida religiosa a la lucha revolucionaria a fuerza de tiros y lecturas, y osciló durante el resto de su vida entre el limbo de las ideas y la administración del Estado.

Hay una anécdota que, aunque probablemente apócrifa, muestra con nitidez esta mezcla de idealismo y espíritu pragmático. Cuando durante la Segunda Guerra Mundial los nazis le comunicaron a Stalin que tenían prisionero a su hijo —el teniente Yakov Dzhugashvili—, le ofrecieron canjearlo por un mariscal alemán. La respuesta fue tajante. “¡Cómo les voy a entregar un mariscal a cambio de un teniente!”, cuentan que dijo Stalin. Yakov, el hijo, murió poco después en el Campo de Concentración de Sachsenhausen.

 

Al fondo del estante 

* El libro más extraño

Un libro soviético de 1945 sobre las constituciones de los países occidentales. Stalin estaba fascinado por la separación de poderes en los Estados Unidos y los roles del Congreso, el presidente y la Suprema Corte. “Extraño interés para un dictador que presidía un sistema de partido único en el que se controlaba la sociedad civil, así como el Estado y la esfera pública”, reflexiona Roberts.

* El comentario más llamativo

A pesar de haber sido el autor de la célebre “Orden 227” —que obligaba a los soldados a no dar “Ni un paso atrás”—, a Stalin le gustaba volver sobre sus huellas. “Leía y marcaba párrafos de sus propios escritos, casi como si le gustara refrescar la memoria sobre sus anteriores pensamientos y formulaciones”, dice Roberts. En efecto, justo después de la Segunda Guerra se publicaron los primeros volúmenes de sus Obras Completas, que abarcaban los años iniciales de Koba en el Partido Bolchevique. “Y es evidente por sus anotaciones que él todavía estaba muy afectado —emocional e intelectualmente— por viejos debates de facciones dentro del Partido”.

* El libro más marcado

Sorpresa. El libro más marcado de la colección es una historia del Imperio Romano escrita por Robert Vipper. Stalin estaba interesado en asuntos como la expansión territorial, la administración de grandes organizaciones y las internas de los grupos de poder. “Le fascinaban las posibles lecciones de la historia, y pasó gran parte de su vida viviendo en el pasado o proyectando el futuro —interpreta Roberts—. Hoy podríamos decir, para usar un término de moda, que a Stalin le faltaba mindfullness, carencia que lo escudaba de las realidades y brutalidades de su régimen”.

 

Sobre Geoffrey Roberts

La investigación de Geoffrey Roberts se centra en unos cuatrocientos libros, panfletos y periódicos que Stalin marcó y anotó. Los textos se conservan en el Archivo Estatal Ruso de Historia Sociopolítica de Moscú. “Desgraciadamente, no contamos con más material porque muchas obras se dispersaron tras su muerte en 1953”.

Para el especialista, haber sido marxista en la juventud fue una brújula: “cuando me acerqué a la colección sentí una gran familiaridad. Tenía ante mí una biblioteca muy parecida a la mía en los años setenta y ochenta. Ahí estaban los temas que también me habían interesado —la economía política, el materialismo dialéctico, la historia de la izquierda y los movimientos revolucionarios, etc. —. Eso hizo que la investigación fuera más fácil”.

Roberts es miembro de la Royal Historical Society británica y también integra la Royal Irish Academy. Es profesor emérito de historia en la Universidad de Cork (Irlanda) y Senior Fellow del Colegio de Estudios Avanzados de Helsinki (Finlandia). En inglés ha publicado, entre otros, El general de Stalin: la vida de Georgy Zhukov (Random House); Las guerras de Stalin 1939-1953 (Yale University) y La Unión Soviética y los orígenes de la Segunda Guerra Mundial (Macmillan). En breve, su investigación sobre la biblioteca personal de Stalin se editará en forma de libro.