No es exagerado decir que Argentina es un país construido por la inmigración. Desde ese relato un tanto mítico que la clase media tiene acerca de sus raíces europeas, hasta la paranoia inmigratoria con respecto a los países limítrofes -y ya no sólo limítrofes- que ataca cada tanto a los medios de comunicación. Todo el panorama de nuestro mundo cultural es el resultado de una compleja construcción, un difícil rompecabezas que trata de combinar como puede las luces adjudicadas al Viejo Continente y eso que Borges supo llamar maliciosamente, en su “Poema conjetural”, el “destino sudamericano”. Y en todo este ir y venir, en toda esta dialéctica “nacional”, una comunidad que lleva más de un siglo confundiéndose con los asuntos del falso nacionalismo que a veces portamos resulta la síntesis más significativa de lo que es ser argentino. Por eso, no hay mejor título para el último trabajo de Fernando Krapp : Una isla artificial, libro de crónicas sobre japoneses en la Argentina que trata de recuperar las complejas experiencias de los issei, nombre puesto a las personas oriundas de Japón que emigraron hacia otros lugares, en otros continentes. Pero, por sobre todo, la historia de las diversas generaciones de nikkei, los hijos de japoneses en nuestro país.

“A través de Federico Bianchini, tomando un café con él, le conté que estaba empezando a filmar una historia sobre japoneses que venía pensando desde que tenía, más o menos, 18 años”, recuerda Krapp, con otro café adelante, repitiendo en la entrevista esa otra escena de origen. “La historia sobre la familia de uno de mis amigos de la infancia me hizo tomar dimensión de toda la riqueza novelesca, por decirlo de algún modo, que había en estos inmigrantes orientales en el país. De la cosa medio faulkneriana que había en el asunto. Federico me dijo que Leila Guerriero hacía rato que quería hacer un libro sobre japoneses en Argentina. Por suerte, al otro día ella me envía un mail proponiéndome precisamente eso: hacer un libro sobre el tema. Y me hizo un click en la cabeza. Pero yo no podía contar esta historia con recursos literarios. ¿Cómo carajo hago? Fue en una entrevista que le habían hecho a Leila en donde encontré la clave. Ella decía que escribir crónicas era como hacer un documental, pero escrito. Me dije a mí mismo: si ya tenía la experiencia de haber hecho ese tipo de películas, podía aprovecharla y tratar de hacer una especie de documental escrito. En lugar de hacer un estilo paper, lo que hice fue viajar”.

El libro arma, además de una historia, un mapa que atraviesa diversos territorios del país: desde Real del Padre en Mendoza, pasando por Oberá en Misiones y terminando en Buenos Aires, en la Ciudad, pero también en la zona sur del Conurbano. ¿Cómo fuiste decidiendo los lugares que tenías que visitar para ver a las comunidades japonesas que residían allí?

-Un amigo estaba haciendo un documental y había viajado a Mendoza para recabar datos. Me había dicho que había grabado en el territorio sur de la provincia y que se había encontrado con una gran colectividad japonesa. Puse en Internet “japoneses en Mendoza”, y lo primero que apareció fue Real del Padre. Así como lo vi, saqué un pasaje y me fui para allá. Es tal cual lo cuento en el libro: llegué, alquilé un auto, me fui para el sur y me encontré, por algo que tiene más que ver con la casualidad, la intuición, que con cualquier otra cosa, con una de las primeras familias que habían llegado de Japón a Brasil. Para mí, eso tenía que ver con algo de poner el cuerpo en la crónica. Obviamente, tenés que trabajar con material escrito, con el cotejo, con tomar notas. Pero en un principio, para mí, había algo en relación al cuerpo. Eso salvaje que tiene la crónica, que es ir y encontrarte con gente.

EL IMPERIO CONTRAATACA

La historia de la inmigración japonesa en la Argentina no puede desprenderse del plan de dos imperios que, como suele suceder en la historia, creían que estaban engañando astutamente al supuesto socio. Con la tardía abolición de la esclavitud en 1888, los hacendados brasileros quedaron sin nadie para trabajar las plantaciones. Las autoridades decidieron establecer un acuerdo con Japón a los fines de tener una solución relativamente rápida a un problema de producción acuciante. Por el lado del Imperio japonés, el plan consistía en armar un ishokumin, un territorio de migración y colonización dentro de Brasil, para, paulatinamente, establecerse y cumplir con las aspiraciones expansionistas niponas. Los campesinos que llegaron a Brasil descubrieron más temprano que tarde que las intenciones nacionalistas que representaban tenían límites muy concretos. Las escuelas y publicaciones directamente organizadas y dirigidas a la comunidad, instancias que formaban parte del acuerdo, fueron rápidamente cerradas, y el duro trabajo esclavo en los cafetales terminó por cansar a la población inmigrante. Los japoneses recién arribados se mudaron pronto a Perú y otros, quizás, los más rezagados, decidieron moverse al sur. A esa oleada inmigratoria de la primera década del siglo XX, sujeta a los avatares brasileños, hay que sumarle una oleada aún más significativa, estrictamente, okinawense, luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, durante el primer gobierno de Perón. Y una tercera un tanto más modesta, con Frondizi como presidente y la legalización de la inmigración japonesa al país.

En el libro hablás de la importancia cultural de oficios como el de la tintorería o la florería. ¿Te parece que hay algo de cierto orientalismo, de construcción estereotipada del otro en esa mirada?

-Sabía que iba a caer en conceptos más orientalistas, por decirlo de algún modo. Como ese exotismo de la ceremonia del té, de la acupuntura. Pero son cosas que la propia comunidad usa como moneda de cambio. No hay otro país en el mundo que haya tenido ese boom de las tintorerías con respecto a la comunidad japonesa. Como digo en el libro, están los chinos en Estados Unidos, que habilitaron esta construcción del oriental como persona limpia, sumado a la idea de que el japonés es una persona elegante, viste bien, y se fue generando un imaginario que ellos usaron para poder afincarse aquí. También esa es la razón por la cual no hay un barrio japonés en la Argentina, como sí lo hay en Brasil. No podían poner una tintorería al lado de la otra. Además, es interesante ver cómo la comunidad se va expandiendo hacia el conurbano. Digo, cómo el ascenso de clase del peronismo hace que se copien las modas, que los obreros empiecen a copiar la ropa de los jefes. Eso hace que se abran tintorerías en el Conurbano, para no tener a todas situadas en Capital Federal. La comunidad japonesa queda, en ese sentido, disgregada en términos espaciales, por el clásico problema de la supervivencia.

Hay cosas en el libro que tienen más que ver con la identidad nuestra, con cosas en lo profundo de la historia argentina. Eso es algo que también me pasaba a medida que avanzaba. Leí varios textos que me ayudaron en el proceso: El crisantemo y la espada de Ruth Benedict, el libro de Renato Ortíz, Lo próximo y lo distante, libros más históricos; pero después volvía a cosas que tenían que ver más con la identidad argentina: Radiografía de la pampa de Martínez Estrada, los libros de Gamerro, de Viñas. Todo para entender por qué había pasado lo que había pasado con los japoneses en el país.

HACERSE CARGO

Una isla artificial es un libro que apunta al corazón de la experiencia de cualquier inmigrante, siempre a medio camino del país dejado y no del todo adaptado al país a donde llegue. Quizás por eso haya un tono melancólico que recorre todo el libro, que tiene que ver precisamente con ese complejo entre-lugar. Tono que a veces se inclina por la tristeza y el desamparo, pero que en otras oportunidades se ilumina con la esperanza de proyectos por venir o de historias que empezaron a salir a la luz en los últimos años, puertas adentro de la comunidad japonesa, pero, también, hacia afuera, en la manera en que comprendemos que ser latinoamericano a veces, más que un destino impuesto, es uno asumido.

Uno de los temas que abordas en el libro es el de los desaparecidos de esta comunidad durante la última dictadura. ¿Cómo apareció eso en tu investigación?

-El caso de los desaparecidos nikkei es paradigmático. Tiene que ver, en el orden del libro, con el caso del Jardín Japonés. Ahí es donde el caso de la comunidad japonesa en argentina toma una serie de valores muy importantes. Porque ya las nuevas generaciones de japoneses en nuestro territorio comienzan a pelear por ideales en una tierra distinta. Esos 17 desaparecidos, que ahora parece que son 18, tardaron mucho tiempo en manifestarse. Los familiares tardaron mucho en nuclearse y en sacar el tema a la luz. Ahí estaba el choque generacional. Muchos de ellos asumen algo que sus hijos habían asumido, sólo que muchísimos años después. Lo importante que pasó es que se haya valorado ese compromiso político puertas adentro de la colectividad. La historia de Susana Tamashiro también tiene lugar en esto: una militante que estuvo vinculada con los partidos revolucionarios de izquierda, que conoció a Walsh y a los hermanos Viñas, y que completa esta característica de pertenecer al mundo japonés y de haber participado en la lucha latinoamericana por un mundo más justo.

Si yo pongo estas cosas en un libro, obvio que va a tener más visibilidad para afuera. Pero en su momento había sido más importante dejarlo como parte de los asuntos internos en Argentina. Es casi el mismo debate que se dio con el Jardín Japonés: ¿estamos hablando ahí de japoneses o de argentinos? Ese es el corazón del libro. Lo que ves ahí es un conflicto que incumbe a la Embajada de Japón, a la AJA (Asociación Japonesa en la Argentina) y a un proyecto bastante pegado a la lógica del frondizismo: la construcción de un jardín con el espíritu japonés que sirviera para recaudar fondos para armar una mutual y, con el tiempo, un hospital japonés, como aquí existe el Hospital Alemán o el Hospital Italiano. Había un proyecto de país, de pequeño país, de confiar en las instituciones. Pero se terminó convirtiendo en un negocio: lo que pasó en varios espacios con el menemismo. Eso es lo que sucedió con el Jardín Japonés.

Hay algo poético en todo el libro, una suerte de poema que se va armando, de haiku del fracaso. Como si insistiese el rezago de la primera inmigración en los retratados en las crónicas ¿Considerás que algo se va repitiendo en estas personas, algo de lo que quieren sobreponerse, pero que no lo consiguen?

-Es que en realidad es el haiku del fracaso de todos nosotros: de la colectividad italiana, de la colectividad española, que termina votando a Macri. Arrancás hablando de Japón, copado con lo oriental, con los samurais, y terminás hablando del conflicto de las tintorerías, de que Michetti les sacó el negocio cuando quiso instalar la tienda 5 à sec en donde su hermana era presidenta. Muchas de estas empresas, de estos oficios, sufrieron los embates de estos cambios históricos que tienen que ver con lo argentino. El haiku del fracaso se aplica a todas las colectividades, a nosotros como sociedad. Quizás es un poco pesimista. Leila incluso me decía que sentía el libro muy desgarrado. Me puse a buscar otras historias, como la de estas mujeres que llevan adelante la ceremonia del té en pleno centro, y que se sobreponen, incluso, al ruido de los obreros que pican las paredes para arreglar la conexión de gas. Gente que piensa más a futuro, que se las rebusca un poco más. O como la historia de la sushiwoman que fue la responsable de una revolución del paladar, con la llegada del sushi a la Argentina, pero que después cerró sus tres restaurantes con la crisis de 2001. Sin embargo, es también quien le enseña a los mejores sushimen de ahora, dando clases privadas para un grupo selecto de cocineros que mantienen viva esa tradición, al mismo tiempo que la transforman. Esta historia de fracasos, de transformaciones, de proyecciones a futuro cargadas de algo que no se sabe bien dónde va a terminar, es, como dije, el haiku de todos como habitantes de este país. Es un poco el haiku que supimos conseguir.