Todas las encuestas, las del gobierno y de la oposición, muestran el enorme descontento de los ciudadanos con el desempeño de la economía en los tiempos del macrismo. Para el gobierno nacional no pueden ser peores los números en esta materia: caída de la actividad económica y del consumo, aumento del desempleo, cierre de miles de pymes y comercios, incremento de la pobreza, endeudamiento externo y sobre todo índices de inflación que no se registraban desde hace muchos años. Sin embargo, el proyecto electoral de Mauricio Macri todavía es muy competitivo y puede ganar las elecciones en el mes de octubre.
Parece extraño, ¿verdad? Un plan económico que no mostró resultados positivos en ningún rubro y que, además, fue acompañado con un ajuste fiscal que llevó al mismo ministro Dujovne a decir en 2018: “Esto nunca se había hecho en Argentina sin que caiga el Gobierno” puede ser premiado nuevamente con el voto popular. Lejos de caer el gobierno, podría continuar cuatro años más.
En una reciente encuesta nacional (dos mil casos presenciales) realizada por el CELAG se recoge un dato impactante: que el 87% de los argentinos dicen que su situación económica familiar en el último mes sigue igual o peor de lo que estaba hace un año. Entonces se instaló en todos los debates de la política argentina la pregunta por esta inconsistencia: ¿pueden los argentinos que han sido castigados de esta manera durante cuatro años premiar al gobierno que lleva adelante semejante plan de ajuste, endeudamiento externo y caída de la economía?
Esta pregunta nos lleva a repensar las motivaciones del voto. Primera constatación: le estamos otorgando a la economía un valor muy determinante en el voto y esto no es así. Ni en Argentina ni en muchos países del mundo. La gente no vota solo con su bolsillo sino que tiene muchas otras motivaciones: el voto es siempre el resultado de un conjunto de componentes muy complejo, a veces contradictorio. Se vota también por tradiciones partidarias, por convicciones ideológicas, valores y creencias, por azar (muchos ciudadanos toman su decisión el día mismo de la elección y de manera casi aleatoria), y también por odio.
Los motivos siempre mezclan pasiones y razones. No existe un voto puramente racional ni puramente emocional. Todos estamos hechos de una mezcla de sentimientos y razones y todos los ciudadanos somos capaces tanto de argumentar nuestra decisión (así sea la de no ir a votar) como de defender acaloradamente nuestros sentimientos hacia los candidatos o partidos. El voto racional sería, por ejemplo, aquél que evalúa el desempeño de un gobierno, lo cruza por sus valores y situación personal y toma la decisión. Pero todos somos más complejos que esto.
En el contexto actual de la cultura política argentina, los sentimientos hacia el kirchnerismo parecen ser una clave ineludible. Más aún, tal vez encontremos allí la principal motivación para explicar el voto de la mayor parte de los argentinos. Las pasiones hoy se vinculan mayoritariamente con el kirchnerismo: a favor o en contra, una porción muy importante y mayoritaria de votantes se definen allí. El amor y el odio tienen la misma fuente: la valoración que tengamos de Cristina Fernández y de su desempeño como presidenta durante ocho años. Néstor fue santificado por propios y extraños por la magia de la muerte. Cristina no: ella carga con todo el pasado reciente para bien o para mal. Alberto Fernández está haciendo todo lo posible para que este odio no sea el eje principal de la elección, al tiempo que Mauricio Macri solo confía en él para sumar votos a los que ya tiene.
Pero estas pasiones se dividieron y funcionan de manera diferente. En esta partición de sentimientos, el amor quedó del lado del Frente de Todos y el odio del lado de Juntos por el Cambio. Cristina, Axel y muchos candidatos kirchneristas despiertan pasiones positivas, trabajan con las esperanzas de futuro y el amor a los candidatos (Axel tiene un spot donde resalta y organiza los besos que recibe de la gente). Macri y muchos candidatos oficialistas cosechan votos que vienen de la identidad con su proyecto ideológico pero también del odio al kirchnerismo. Por eso una de sus estrategias consiste en alimentar el rechazo a las políticas “populistas” y a todo lo que se vincule con el pasado kirchnerista.
Sin embargo, son dos hogueras que arden con distintos combustibles. La mayor dificultad es alimentar las pasiones positivas: alimentar al amor, la esperanza, las ganas de participar. Esto es más difícil que reavivar el odio en las redes, en los comentarios que hacen los lectores en los medios electrónicos. El odio siempre arde fácil; usa algunos materiales nobles y también se alimenta de basura: el rechazo a la corrupción se mezcla con el desprecio hacia los que reciben planes sociales; la exaltación del esfuerzo personal combina fácil con el rechazo a los extranjeros, el turno de doce horas de un taxista enojado con los maestros que “trabajan poco” o los que se endeudan con un crédito UVA hacia los que esperan una vivienda del Estado.
Una vez más, será ésta una elección de pasiones enfrentadas, donde habrá razones e ideologías, convicciones y sueños, creencias y deseos. Pero en el centro estarán las dos hogueras y también será un desafío saber quién será capaz de alimentarlas mejor. La política es un territorio complejo e inestable donde no siempre el amor vence al odio.
* Sociólogo FLACSO-UBA