Dogman
(Italia/Francia, 2018)
Dirección: Matteo Garrone.
Guión: Ugo Chiti, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso.
Fotografía: Nicolai Brüel.
Música: Michele Braga.
Montaje: Marco Spoletini.
Reparto: Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Nunzia Schiano, Adamo Dionisi, Francesco Acquaroli, Gianluca Gobbi, Alida Baldari Calabria.
Duración: 103 minutos.
Distribuidora: Impacto.
Salas: Cines del Centro, Village.
8 (ocho) puntos
Pareciera que luego de la periferia en la que habita Marcello ya no hay más. Un límite. Los edificios arrumbados, con vigas a la vista como si fuesen el esqueleto de un cuerpo roído. El mar circunda. Hay juegos infantiles olvidados, un trencito con óxido. La niñez parece ausente. Llueve y el camino se enlodaza. Las fachadas de los pocos comercios son demodé. El bar ofrece su nombre escrito en un neón desprolijo. La trattoria parece quedada en el tiempo, como un resabio de spaguettis en grupo, en tanto costumbre adherida al cuerpo social. Hay una casa que se dedica a la compra de oro. A su lado, una peluquería canina. "Dogman", se llama. Es de Marcello.
Marcello es pequeñito. El actor Marcello Fonte lo interpreta ensimismado, contraído, con la mirada escurridiza, buenazo pero nada ingenuo. Vive separado de su mujer, tiene una hija pequeña que a veces le visita. Con su ex no hay siquiera intercambio de palabras. A la hija la cuida, la lleva a bucear, le planifica viajes. Para ella pareciera que Marcello pensara un mundo diferente, precisamente más allá de su peluquería canina, que parece de otra época, como si el tiempo se la hubiese tragado y sostenido en una miseria latente. Allí conviven los perros de dueños que vienen de otros lugares, quizás de ese más allá que la periferia impide.
La distancia entre la decrepitud en la que se sobrevive y el fulgor de otra vida posible, aparece de modo hiriente en el concurso de caniches, en donde Marcello hace su mejor esfuerzo y obtiene con su peinado canino un segundo puesto. Un reconocimiento que no deja de situarlo donde debe ser: por debajo y después de alguien más. Por eso, para llegar a esa otra realidad, el robo está al alcance. Alhajas de mansiones o casas adineradas, que luego son malvendidas. De todas maneras, Marcello queda atenazado por estas jugarretas que el destino le juega, porque él no quiere robar, aun cuando se haga un tanto el distraído. Porque si bien lo obligan a participar de alguna fechoría, no pierde la oportunidad de reclamar lo que le corresponde; así, lo que se dibuja es un equilibrio social malherido, en donde Marcello pareciera ser el más débil, contraído como lo es su físico y bajo de estatura.
Ahora bien, Marcello reparte cocaína. Simone (Edoardo Pesce), gigante y granítico, una mole de carne con ojos, es uno de sus clientes. Simone es un bruto sin escrúpulos. Y en el barrio quieren dar una solución final al problema. Cuando los representantes de ese entramado que es el barrio se reúnan entre spaguettis a pensar soluciones, lo que emerge es algo bien raro, en donde el pensar más letal puede decirse desde una complicidad compartida. Una serpiente que espera paciente.
Los personajes están alienados, viven y sobreviven en el juego injusto que les toca. Se sienten presos sin saberlo, buscan modos de sobresalir.
Por su parte, Marcello baña y peina con esmero al perro más simpático así como al más temible. En algún momento, el mismo barrio que a él lo mira de modo amable o por lo menos cómplice, comenzará a darle la espalda, a segregarle y despreciarle. Habrá que tomar medidas. Porque, a recordar, más allá de esa periferia no hay más. Un fin del mundo. Un último lugar donde estar, entre el concreto rajado y el barro.
En este sentido, hay un planteo de fondo que hace de Dogman una película cercana al despertar tribal de Dustin Hoffman en Los perros de paja: caídos los últimos estamentos civilizados, habrá que dejar que aflore lo que queda. El residuo último. La solución desesperada. Marcello parece endeble. Pero también el film de Matteo Garrone hace de él un individuo acorde a lo que el filósofo Thomas Hobbes señalaba, acerca de la perspicacia humana para amoldarse al contexto. Lo irónico estriba en que, con ley o sin ella, para Dogman el hombre es lobo del hombre.
Este acento en el costado natural, originario, bestial, hace de Dogman una película cinematográficamente consciente, porque se sabe consecuente con su inocencia perdida. Al respecto, hay un plano suficiente. Ocurre cuando Marcello y Simone buscan al dealer. Éste trabaja con muñecos de feria, viejos, vaya a saberse para qué los guarda entre sus trastos de taller. Una melancolía que convive como residuo. Cuando se desate la golpiza de Simone, el bruto, el rostro estrellado contra uno de estos muñecos dejará rastros de sangre. El plano permanece quieto sobre esa figura de otra época, que gotea rojo. Sorpresa: son los rasgos de Oliver Hardy. Por detrás, se perfila la figura de Stan Laurel. El Gordo y el Flaco. Reminiscencias de lo que el cine alguna vez fue, en contraste chirriante con esta imagen cruel.
Si se tiene en cuenta que el próximo film de Garrone es Pinocchio (con Roberto Benigni), lo aludido cobra una connotación mayor, seguramente desencantada sobre el devenir del cine, mientras abre suposiciones acerca de cómo el realizador retratará la vida del muñeco de madera: ¿estará la salvación en la mirada infantil? Lo cierto también es que este desencanto ya es elemento consustancial a la poética de Garrone, habida cuenta de títulos como Gomorra y Reality, repartidos entre la organización mafiosa y la supra-realidad televisiva. Sus personajes están alienados, viven y sobreviven conforme al juego injusto que les toca. Lo que no quiere decir que accionen de una manera que altere tales normativas. En todo caso, se sienten presos sin saberlo, buscan modos de sobresalir, y reinciden en el círculo vicioso que les mantiene anestesiados. La violencia, lamentablemente, surge como moneda de cambio. Como garante de la misma escisión social en la que ellos ocupan los peldaños más bajos.
Marcello, personaje patético, con principios que nadie respeta, algo heroico y criminal, surge finalmente como una radiografía inclemente, cuyos puntos suspensivos no prometen resolución feliz posible. Víctima y victimario, Marcello es síntesis de un sentir desesperado, sobre el cine y sobre la vida.