Casi siempre hay entre un 10 y 15 por ciento del electorado que resuelve su voto entre la última semana y la misma jornada de la elección.
No parece que esta vez sea diferente y el Frente de Todos, en primer término porque es el favorito, está obligado tanto a realzar su línea como a no cometer errores serios.
Es irrefutable que las primarias son una gran encuesta nacional, porque no hay competencia interna a cargo determinante alguno.
Pero, al igual que en 2015, no puede negarse lo influyente o decisorio de la tendencia que marcarán.
Al funcionar en los hechos como una primera vuelta y al ser una elección (muy) polarizada, la diferencia entre ganador y segundo se vuelve casi tajante respecto de que pueda confirmarse o no en la ronda de octubre.
La fuerza vencedora el próximo domingo, si alcanzara un porcentual superior al 40 y siendo que eso sólo estaría a mano de Fernández y Fernández, aumentaría sus probabilidades de llegar al 45 para liquidar el pleito dentro de dos meses y medio.
En octubre no se cuentan los votos en blanco, que socorren al primer puesto, aunque también es verosímil que los de Roberto Lavagna y José Luis Espert podrían volcarse prioritariamente al flanco macrista.
La denominada “izquierda”, si es cierto que la elección está tan reñida, tendrá mucho que decir con su 2, 3, 4 por ciento o poco más.
Las similitudes con hace cuatro años se terminan allí.
Hágase abstracción de si era razonable esperanzarse en el proyecto de país encabezado por un conservador furibundo e inundado de firmes sospechas de corruptela durante toda su actividad empresarial.
Si se acepta la figura, con mucha benevolencia: Macri tenía el beneficio de inventario para despertar confianza como ricachón que sería capaz de no robar, porque no le hacía falta, ni de incendiarse sólo a favor de su casta de amparados. La relación era inversamente proporcional al agotamiento y los errores electoral-comunicacionales del segundo turno de Cristina. Esa ecuación, además, torció a favor macrista una parte categórica de los votos de Sergio Massa.
Tampoco podrían hacerse comparaciones con 1995, cuando el menemismo fue ratificado en las urnas.
El modelo de ese tiempo, de muchos puntos de contacto con el actual si es por su club de privilegiados, era cristalino como proyecto extranjerizante que acentuaba las diferencias sociales.
Se remataban las joyas de la abuela, los desequilibrios sociales se acentuaban y ya habían estallado varios escándalos de corrupción.
Sin embargo, las consecuencias que implosionarían cinco años después no estaban a la vista de una clase media fascinada, y extorsionada, con una de las fantasías más espectaculares de la historia política contemporánea: un peso argentino valía lo mismo que un dólar.
Acerca de tal ensoñación masiva, como ahora con la bomba de la deuda externa y antes con Martínez de Hoz durante la dictadura, a pocos de los sectores clave cuando se fija el humor colectivo se les ocurrió ver, o siquiera mirar, aquello que se vendría inexorablemente.
La diferencia con la actualidad es lo obvio de justamente eso porque el presente no ofrece ni la más mínima duda sobre el estadío nacional, aun cuando se repitiera que las grandes mayorías populares no reparan en su rumbo inevitable si se continúa por este camino.
Hoy, Macri carece del estado de virginidad o transa aceptable que (muy poco más de) la mitad de la población le confirió hace cuatro años. O a Menem hace casi veinticinco.
Macri hirió, deterioró, pulverizó, cada quien elija el verbo, a las franjas de clase media que fueron fundamentales en sus victorias de 2015 y 2017. No se salvó ninguna.
La pérdida de empleo registrado es tremebunda, los cuentapropistas de la angustia se cuentan de a centenares de miles, las pequeñas y medianas empresas caen como moscas, el crédito dejó de existir o se saca a tasas usurarias para pagar las facturas de luz y gas.
Hasta en Buenos Aires, la ciudad más rica del país, proliferan en cada avenida los locales cerrados o en alquiler utópico, para no hablar de los barrios que no figuran en la agenda mediática de los mamarrachos preocupados por Venezuela.
A Macri lo esconden de toda aparición que no sea en un ámbito recoleto, como su presencia y discurso en esa Rural a la que le devolvió el rango de Ministerio, para sentirse a sus anchas. Como el dictador Onganía, en 1968, con desfile en carroza por la pista central y aclamado por la oligarquía con olor a bosta hoy ocupada en reprimir a un grupito de veganos, para beneplácito de algunos que encontraron pretextos de discusión existencial sobre el consumo de carne en el país donde Macri produce hambre.
Eso y el reflote constante de cualquier cosa, lo que venga, para asociar a la oposición con violencias setentistas, al sindicalismo con patotas imperecederas, al debate sobre la timba financiera con demagogias de campaña; a Pindonga, Cuchuflito y Cadorna con los delirios de la faraona egipcia; al aniversario de unas fotocopias de los servicios de inteligencia como el de los cuadernos que cambiaron la historia judicial argentina.
¿Por qué? Porque al futuro no tienen cómo presentarlo salvo con metáforas baratas, como esa de seguir nadando a mitad del río sin mirar para atrás siendo que el atrás ya son ellos en su presente.
Es por eso que la sociedad de los argentinos no tendría manera de excusarse si otra vez vota esto, así sea en números de primera minoría.
No es el futuro lo que podría no verse en medio de Leliqs que mayormente no se sabe qué son; Riesgo País, que tampoco, y un programa ejecutado directamente por las condiciones del Fondo Monetario, a acentuarse de inmediato apenas ganara Macri porque es él quien lo esparce a los cuatro vientos: hará lo mismo que ahora pero más rápido.
Es el presente. Es lo que Macri ya demostró. Lo que oferta profundizar.
Contra eso, y como esta columna se permitió advertirlo sucesivamente, para enojo de mucha gente del palo, la campaña opositora carece de jefatura explícita, brinda flancos muchas veces al pepe, es más desordenada que la tromba concentradamente frívola del oficialismo.
Pero la campaña empezó a mostrar una enjundia que, así fuere en el marco de ese desorden, pone sobre la mesa discusiones que los macristas pretenden eludir. La economía, básicamente, y quiénes son los protagonistas de no querer discutir.
Horror del establishment con su periodismo modosito, entraron en danza las ganancias de la autocracia financiera, el reparto de la riqueza, los remedios para los jubilados, el carácter de las exportaciones, la abstracción del déficit fiscal.
Las eventuales imperfecciones técnicas de algunas propuestas quedan detrás de que el Gobierno se siente incómodo con esos disparadores que le corrieron el arco. Por eso, y porque al presente no puede contrarrestarlo con un futuro que ya tiene pasado, la banda macrista se agrupa en brulotes contra sindicalistas corruptos –más emes que K, en todo caso- y en revivir facsímiles de cuadernos.
Hay también una diferencia nada menor, de relación directa con las emociones. Alberto Fernández, al revés del aguachento Scioli de 2015, tiene “química” de convicción y provocaciones, ayudado por la penetración irresistible que genera Cristina en las presentaciones masivas de su libro.
El cierre del miércoles, en Rosario, probablemente marque un hito de convocatoria vibrante.
De a poco, si se quiere, hay eso. Hay cierta emoción. Los artistas, los científicos, los intelectuales, plantan bandera pero como recuadro de algún entusiasmo o decisión, en las franjas populares, de volver a creer en algo. Aunque fuere por descarte. Como movida única.
No es irrebatible y es un riesgo afirmarlo porque después el archivo pasa facturas. Pero se intuye. Se huele. Como escribió aquí Beto Quevedo tomando el eje del parte-aguas, que sigue siendo Cristina, al Frente de Todos le quedó el amor. Y a Juntos por el Cambio, el odio.
Sirve a la pregunta de cómo podría volver a gobernar Macri con esa potencia en contra. Que ojalá no haga falta.