No hay nada más refrescante que un personaje femenino desastroso en medio de tanta ejemplaridad, y Fleabag, la protagonista de la serie homónima, es la reina del desastre. La serie tuvo una primera temporada en Amazon en 2016 y ahora acaba de estrenar la segunda, a cuentagotas: seis episodios en los que Phoebe Waller-Bridge retoma su personaje de treintañera desorientada, una chica que se presentó allá en el primer capítulo después de una noche de sexo casual con un tipo que le agradeció infinitamente haberlo dejado coger por el culo.

Fleabag empezó como un monólogo de 10 minutos para teatro y conservó de ese formato la apelación constante a lxs espectadorxs por parte de una chica que, un poco como todas, vive como si alguien la estuviera mirando. Dueña de un bar que naufraga en un barrio de Londres, cuando empieza, Fleabag acababa de perder a su madre y también a su mejor amiga, se llevaba pésimo con su hermana y con la nueva pareja de su padre (Olivia Colman).

La primera temporada la mostró teniendo malas citas y haciendo de cuenta, con cierto aire de suficiencia, que entendía lo que pasaba en su vida (especialmente con ese novio con el que cortaban y volvían hasta que por fin él no volvió), y un poco horrorizada con su hermana casada con un alcohólico a la que se podía compadecer pero que quizás, dolorosamente, era solo la misma mujer en otro momento de su vida.

Sin comentarlo demasiado, salvo en algunas líneas casi innecesarias donde Fleabag se lamentaba por no ser lo suficientemente feminista, la serie se sumerge en lo que es para muchas la experiencia de los treinta: cierto fracaso profesional, porque obviamente el mundo se encargó de destruir las expectativas de los veinte y porque cuando una se desvela por coger, ¿cómo va a mantener el profesionalismo?

Parejas mediocres, citas malas, amistad, sí, pero no como la solución y refugio contra todo, Fleabag parecía necesitar romperse contra algo. Son pocas las ficciones que se hacen cargo de ese impulso destructivo, a contrapelo del lugar común por el cual las mujeres somos las interesadas en construir y sostener, ya sea parejas, amistades, vínculos.

El personaje de Phoebe Waller-Bridge quería coger, se masturbaba libremente y escondía una tonelada de tristeza. Con la misma mezcolanza pero un poco más encaminada vuelve tres años después, en la segunda temporada, ya con un negocio más o menos exitoso. Por eso esta segunda temporada se centra en el matrimonio de su hermana —con ese mismo personaje barbudo insidioso que interpretó Brett Gelman en Love, donde era el jefe de Gilian Jacobs—, tensado entre la posibilidad de tener un hijo o separarse, y en la relación de Fleabag nada menos que con un cura.

Es acertadísima la elección del cura, aunque parezca convocar un romanticismo anacrónico de amores imposibles, o precisamente porque lo hace y así pone en escena una verdad poco explorada de las relaciones que es su porque sí, su carácter de tanteo, de callejón sin salida. ¿De dónde habrá salido la idea de que las relaciones tienen que “prosperar”, que su destino es la convivencia o la familia y lo contrario es el fracaso?

En los breves seis episodios, como la misma combinación de humor negro y dramatismo de la primera temporada, la serie explora esta cuestión en relación a la búsqueda de orientación y sentido en distintos lugares: son brillantes las conversaciones con una psicoanalista y una empresaria exitosa (Fiona Shaw y Kristin Scott Thomas respectivamente, dos joyas británicas), y luego con el cura en un confesionario, como distintos modos de poner en escena esa posición tan contradictoria y femenina, el “díganme qué hacer” cuando en realidad una ya sabe perfectamente, el intento superficial de hacer buena letra y el deseo de ser arrasadas por el sexo. O toda la gracia y la tristeza de la educación sentimental, en definitiva, de las mujeres en un mundo más libre.