"¿Qué me recomiendan para ver en Netflix?" La pregunta se repite, incansable, en las redes sociales, confirmando que la plataforma de streaming más popular se ha transformado, para muchos, en una suerte de gran videoclub virtual. En realidad, en el único videoclub del barrio, cuyos extensos anaqueles no suelen incluir demasiados ejemplos del mejor cine que se produce actualmente en el mundo. A pesar de ello, ocultos en el subsuelo de los menús de búsqueda, entre la tercera temporada de la serie más popular y la última “producción original”, suelen aparecer sorpresas que ningún cinéfilo de ley debería pasar por alto.

Es el caso de dos largometrajes recientes, ambos llegados del Sudeste Asiático, que luego de recorrer una gran cantidad de festivales internacionales están ahora a disposición de los usuarios. Al menos de todos aquellos que deseen dejar de lado las estrictas reglas algorítmicas de consumo y opten por acercarse a universos fílmicos geográfica y estéticamente diversos. Es el caso de Cities of Last Things, una coproducción entre Taiwán, China y Francia dirigida por Wi Ding Ho que debutó el año pasado en el Festival de Toronto, y logra cruzar con éxito los modelos del neo noir con elementos de la ciencia ficción y el melodrama.

La filmografía de Wi Ding Ho es interesante: nacido en Malasia y actual ciudadano de Taiwán, el realizador viene dedicando su filmografía a la comedia de alcances populares, tanto en su país adoptivo como en China continental y Tailandia. Su quinto largometraje se aleja de ese territorio para abrazar con creces un estilo que, más allá de las apelaciones al cine de género, se siente deudor de las ansias poéticas de cineastas como Wong Kar-wai

Cities of Last Things está dividida en tres segmentos, todos ellos protagonizados por un mismo personaje central y cuyas diversas temporalidades recorren sendas instancias de su vida, de manera inversamente cronológica, de adelante hacia atrás. Como en Peppermint Candy, del coreano Lee Chang-dong, esa estructura permite que el relato vaya deshilvanando las diversas capas que construyen al (anti)héroe, encontrando en el pasado algunas de las causas de su comportamiento en el presente. Y en el futuro: el primer tercio del film transcurre en un tiempo que todavía no ha llegado, en una ciudad distópica en la cual sus habitantes llevan implantado un chip con toda la información personal y biológica, y las operaciones plásticas que alteran por completo la fisonomía del rostro se han transformado en moneda corriente.

Zhang, un hombre de unos 50 y algo de años, deja su departamento para ejecutar un asesinato por encargo. Antes de eso, el acoso de un proxeneta en la calle lo pondrá en contacto con una prostituta francesa que le recuerda a una joven que conoció en el pasado. El sendero de sangre no terminará con ese “trabajo” y la violencia continuará dentro de las paredes de su hogar, en un primer segmento de corte sombrío, nihilista, que muchos espectadores relacionarán con algún episodio de Black Mirror. Lo que sigue anula esa posible filiación: tiempo antes –tal vez en el presente o en un pasado cercano– un joven Zhang ingresa a la fuerza policial, pero el descubrimiento de un caso de corrupción dentro de las filas, la confirmación de la infidelidad de su esposa y el encuentro con una joven inmigrante francesa (la actriz Louise Grinberg) cambian su vida por completo en el transcurso de una única noche.

El último capítulo de la saga retrocede aún más en el tiempo: Zhang, apenas un adolescente, es detenido por el robo de una motocicleta y debe pasar la noche en la comisaría junto a una mujer que tiene mucho que ver con su propia historia. Siempre atractiva y visualmente impactante (la fotografía en 35mm fue comandada por el galo Jean-Louis Vialard), Cities of Last Things termina envuelta en un halo de tristeza y melancolía que resulta difícil quitarse de encima luego de los títulos de cierre.

Otro notable título asiático reciente, ganador del Leopardo de Oro en la edición 2018 del Festival de Locarno, se incorporó a la plataforma de la N roja durante las últimas semanas. Se trata de Una tierra imaginada (A Land Imagined), segundo largometraje de ficción del realizador nacido en Singapur Siew Hua Yeo, película que se resiste a una categorización facilista, tanto en términos de género como a la hora de definir sus intenciones centrales. Los primeros minutos de proyección indican que se trata de un relato de intriga y suspenso con aires de policial que, al mismo tiempo, encarna en denuncia social, describiendo las paupérrimas condiciones laborales de un grupo de trabajadores de China y Bangladesh – hacinados en minúsculos cuartos colectivos, sus pasaportes retenidos por los patrones– a la espera de su turno laboral, bajo el estricto control de una empresa dedicada a ganarle tierra al mar. El protagonista excluyente parece ser un detective de Singapur, solitario y con problemas de insomnio, que comienza a investigar la misteriosa desaparición de un obrero de origen chino.

“Hace treinta años todo esto era mar”. A poco de llegar al lugar, observando el sitio preciso donde el agua se roza con la arena, el policía pronuncia esa sentencia, que tendrá mucho que ver con uno de los temas centrales del film: la memoria. “¿Cómo recuerdas cómo era esto hace treinta años?”, le responde, en forma de pregunta, su colega en la fuerza. Los primeros veinte minutos de Una tierra imaginada acompañan la investigación hasta que el film, sin corte de montaje y en el mismo plano, cambia radicalmente el punto de vista y comienza a seguir de cerca al personaje del trabajador desaparecido.

Es un momento de gran cine que se produce luego de otra extraña confesión, la primera de una serie de pistas que indican que el realizador ha comenzado a pisar terrenos engañosamente realistas: soñar con lugares del mundo en los que nunca se ha estado y que una visita posterior, años después, son confirmados hasta en sus más mínimos detalles. Esas “tierras imaginadas”, que le dan sentido al título, son también territorios humanos, la esencia de personas a las que no se conoce pero se siente cercanas.

A partir de ese momento, el personaje central pasa a ser el joven trabajador, otro insomne incurable cuyo accidente en un brazo lo pone indirectamente en contacto con un colega oriundo de Bangladesh –con el cual sólo puede comunicarse en un primitivo inglés– y con una joven empleada de un cibercafé que comienza a visitar todas las noches, como una posible cura al lento tránsito de las horas nocturnas.

De a poco, A Land Imagined va desdibujando los límites entre realidad y fantasía, entre las visiones de la vigilia y aquellas ligadas a los sueños, internándose en un laberinto narrativo fascinante y, en más de un sentido, inasible. Lo que termina triunfando no es tanto una idea sobre el estado del mundo –aunque eso también está presente, y no en escasa medida– sino la posibilidad de que la imaginación, la poesía y el trance del baile logren disolver, al menos un poco, al menos por un instante, los males que lo aquejan.