La neutralidad daña el cuerpo. No soy neutral. Prefiero estar poseída por el demonio de las razones éticas antes que dejarme penetrar por los suaves placeres del cinismo o de la medida justa. Será que soy loca, y las locas de mi estilo somos barrocas, determinantes e insaciables. Abrazadas por el fuego. Brutales y sinceras. En mi caso, tengo tanta hambre de justicia como de pija. Somos expertas en detectar la falta en el deseo del arribista, el afán mimético de quien se mira al espejo y ve, cual wannabe, el rostro del burgués airbnb, que cierra los ojos ante el testimonio de la miseria extendida hasta sus pies y el hábito de la carga policial contra los que ya han sido expulsados. Ya me estoy volviendo vieja, aunque siempre diosa, y pienso en una época en que la calle creaba ciertas complicidades que, como en las telenovelas, cruzan las clases sociales y hacen de los gozos y las sombras compartidos una vía regia de acceso a un territorio común.
¿Es que ya nos hemos olvidado del deleite putoperonista o filozurdo de aquellas marchas chongas, cuando cruzábamos la mirada con el muchacho dispuesto a poner su orientación sexual entre paréntesis? ¿No era el desamparado, el que no tenía nada más que perder que su propio cuerpo, aquel que nos hacía intercambiar afanes carnales y, a la vez, así como sin quererlo, también ciertas luchas contra enemigos comunes? ¿Es posible -te hablo a vos que por las dudas dudás- que hayas podido adocenarte en la almohada del neoliberalismo, en las caligrafías del Grindr o en los pasillos del mall? Cuando yo era niña, todavía, se escribieron narrativas de maricas acompasando el ritmo de los revolucionarios. Eramos mujeres arañas, y a pesar de tener miedo, y mientras pispéabamos el bulto del torero, nos lanzábamos a la arena del peligro no solo por estar afiliados a un determinado deseo sino, además, porque habíamos hecho nuestras las convicciones de transformar un orden social. Maricas fru frú hubo siempre , burguesía homosexual sobraba, pero en el Frente de Liberación Homosexual se tenía bien en claro cuál era la cifra de los males y el conjuro de las ideas.
Es cierto que la homosexualidad que nos emparienta no es más que un punto de partida para distintas preferencias políticas, pero vamos, cuando llegaba el momento del voto una leía el Libro del Debe y el Haber, e inclinaba la balanza por aquel que nos había abierto las puertas de la polis, o al menos porque sabíamos que no nos estrellaríamos contra la madera. Ya aprendimos estas últimas décadas a no pedir lugares sino a tomarlos, pero sería injusto de nuestra parte no admitir que hay espacios en los que fuimos bienvenidos. No es que la derecha no haya sacado a relucir a alguna mariquita wannabe de zona norte como las Damas de Beneficencia hacen tintinear una alhaja falsa para subastarla, y comprar con lo obtenido mediante engaño polenta y fideos para los pobres, como quería la Susanita de Mafalda. Pero lo cierto es que a la hora de sentarse en las bancas de legisladores votaron mayoritariamente contra nuestros derechos.
Repasemos la biblioteca donde a cada anaquel le corresponde una política pública que nos contuvo en un pasado no lejano y un derecho conseguido: habernos convertido en un país gestor de protocolos anti discriminatorios en las Naciones Unidas, el reconocimiento de parejas del mismo sexo en el Anses, el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, la incorporación de personas trans a oficinas públicas...nadie dice que fue un obsequio; sé que fue el resultado de la movilización de las comunidades lgtbi, pero queridas, del otro lado se derribaron muros de silencio, se abrieron puertas, y metimos nuestro caballo y armamos Troya.
No soy una marica de agallas como Pedro Lemebel, pero en ciertos asuntos me siento convocada a tomar partido, y a veces se me parte el corazón cuando observo el modo en que se cae el país por la pendiente. En el país hay dos ejemplos de fervor político; Jorge Luis Borges creía haberse liberado de todo fanatismo -a pesar de su odio pedestre hacia Perón- y se afilió al Partido Conservador porque, para él, era el único donde poder acomodar su perpleja neutralidad ante el devenir de la historia. En cambio Evita, nacida a contracorriente de todo, necesitaba que un ángel impulsara la historia hacia adelante. Seamos evitistas.
Todos tenemos hoy el demonio del neoliberalismo adentro. Estamos colonizadas por la cultura narcisista, lo que es de por sí una mala noticia, pero les propongo tomara distancia y así conocer su rostro. La única manera de ir a las urnas es refugiadas en un común. La común alianza de nuestra diferencia desde la cual exigir igualdad. Nuestra diferencia está hecha de antiguos dolores y para muchas de presentes injusticias. No seamos neutrales ante esa verdad, y si el deseo se nos presenta bajo la forma de la indiferencia, hagámosle trampa. Reneguemos del deseo individualista y aprendamos que, como el expulsado, podemos sentarnos en la vereda opuesta y emborracharnos con agua.