El lenguaje de la opresión gravita en el cuerpo y en la palabra. Imprime cicatrices con su violencia más explícita o soterrada. Toni Morrison –que murió el lunes a los 88 años- ha pasado a la historia de la literatura no sólo por ser la primera mujer negra en recibir el Premio Nobel de Literatura en 1993. Sus novelas –desde la inicial Ojos azules, en la que explora la alienación de una niña negra que desea ser como Shirley Temple, hasta Beloved y Jazz- enlazan la historia de su raza y la de los Estados Unidos, el país donde nació, con los tópicos que son su marca literaria registrada: la obsesión por las injusticias de raza, de género o de clase –que a veces están tan conectadas que es difícil discernir donde empieza una y termina la otra-, las huellas del esclavismo en la vida cotidiana de las mujeres, la culpa sin origen aparente, el pasado escamoteado que la memoria intentará rescatar en una batalla desigual contra el olvido.
“A los países les gustan los cuentos de la patria porque le da seguridad a las personas. La realidad es una triste verdad donde tenemos mucho que ocultar y avergonzarnos –planteaba Morrison-. Lo que pretendo es mostrar que el conquistador es el que ha escrito siempre, no el que fue conquistado. Yo hice eso en Una bendición, en Amor y en mis otros libros. Busco hacerlo desde el lado del conquistado. Lo que hago es quitar las tiritas para que se vea la cicatriz de la sociedad, la realidad. No hay que tener miedo de mirar al pasado porque sólo así se sabe quiénes somos”.
La gran narradora que encontraba las palabras precisas para quitar las tiritas y dejar al desnudo las cicatrices con una intensidad excepcional nació el 18 de febrero de 1931 en Lorain (Ohio) como Chloe Ardelia Wofford. Hija de un obrero del acero y una ama de casa, le encantaba que su abuela le contara historias de supersticiones y de sus antepasados. En la Universidad Howard de Washington empezaron a llamarla Toni, por su segundo nombre con el que había sido bautizada en la Iglesia Católica: Chloe Anthony.
En los años '50 se graduó en Filología Inglesa y en 1958 se casó con el arquitecto jamaiquino Harold Morrison. Seis años después, el matrimonio se separó, ella quedó a cargo de sus dos hijos y empezó a trabajar en la editorial Random House. Como editora le dio protagonismo a Paule Marshall o Zora Neale Hurston, entre otras escritoras negras. A los 39 años, en 1970, publicó su primera novela, Ojos azules, como Toni Morrison.
En Sula (1973) indaga en la condición de la mujer negra en Estados Unidos, discriminada por la sociedad y el Estado, abandonada, maltratada y alejada de la educación para ocuparse del cuidado de sus hijas y del hogar. En 1978 recibió el Premio Nacional de la Crítica norteamericana por La canción de Salomón, las vicisitudes de un próspero hombre de negocios que ha tratado de ocultar sus orígenes para integrarse a la sociedad blanca.
“Cuando los africanos llegaron aquí como esclavos fueron separados y no permitieron que se casaran, que tuvieran hijos, los separaron por dialectos para que no pudieran comunicarse. Les robaron cualquier idea de hogar, de comunidad. Pero hoy los afroamericanos han infiltrado el sistema –comparaba la escritora-. Ahora son ellos quienes mandan en la cultura, el lenguaje, la música, el estilo y lo han hecho como un virus saludable para la sociedad porque han podido impulsar sus creencias y su cultura… Los republicanos tienen miedo porque ven que este país está cambiando. Les asusta la idea de perder el Estados Unidos tradicional según sus convenciones”.
A fines de los '70, abandonó la edición de libros para dedicarse a tiempo completo a la escritura. Con Beloved (1987) –su novela más celebrada ambientada en la Guerra de Secesión Americana, basada en la vida de la esclava Margaret Garner- ganó el premio Pulitzer de ficción en 1988; luego llegarían Jazz (1992), el amor de una pareja negra que escapa del sometimiento y los abusos de sus patrones blancos; Paraíso (1997), Amor (2003), Una bendición (2008), Volver (2012) y La noche de los niños (2015), su última novela publicada.
Morrison dio clases en la Universidad de Princeton, donde había montado un taller en el que cada año invitaba a artistas de distintos ámbitos, desde el violinista Yo-Yo Ma hasta Gabriel García Márquez. En 2012, el entonces presidente Barack Obama le otorgó la Medalla Presidencial de la Libertad a esa mujer de rastas grises y ojos avellana a la que consideró “un tesoro nacional”. En 2016 recibió el Premio PEN/Saul Bellow.
“Siempre he buscado producir un impacto poderoso en el lector con lo que escribo. No quiero que la gente se distraiga ni un instante. Busco que el lector se entregue y quiera pasar las páginas rápidamente. El arranque de una novela es lo más importante para mí, al igual que el final. Me interesa una literatura con imágenes, con un lenguaje y unas palabras intensas donde cada una de ellas tenga su fuerza y su lugar preciso”, explicaba la escritora.
Desde las páginas de sus novelas fue una ferviente defensora de los derechos de las mujeres y de la población negra. “La vitalidad del lenguaje reside en su habilidad para pintar lo actual, las vidas imaginadas y posibles de sus hablantes, lectores, escritores. Aunque a veces su equilibrio esté en desplazar la experiencia, no ser el sustituto de ella. Se extiende y arquea hacia donde el significado puede estar”, dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura.
“El lenguaje nunca puede fotografiar la esclavitud, el genocidio, la guerra. Ni debería lamentarse por la arrogancia de poder hacerlo. Su fuerza, su felicidad radica en lanzarse hacia lo inefable”, agregó la escritora que con maestría y lirismo narró “los dobladillos de la vida” de los negros, como expresó en Ojos azules, esa lucha por escalar hacia “los grandes pliegues del vestido”.