Tiene la piel oscura y los huesos de las manos quebrados por el raquitismo. Su rival parece un ángel. Tan blanco y con esa cara de niño engolosinado por la vida loca del campeón. El chico pobre de Santa Fe quiere ocupar su lugar. Por eso llega a Italia para cumplir el destino borgeano de la conversión. Después de esa pelea Carlos Monzón será el otro. En unos años Pier Paolo Pasolini quedará fascinado con esa sensualidad triste y rabiosa del muchacho que nunca ríe. Mauricio Paniagua captura esa furia que pide revancha con la magia perfecta de un actor que parece pensar a su personaje como un ser perdido y humillado al que ningún triunfo le alcanza para dejar de odiar.

El guión de la serie sobre la biografía de Carlos Monzón que se emite por el canal Space encuentra una parte de su sustento político en esta mirada colonial del joven que va a Europa para dar vuelta la desazón de la conquista que siempre dejó a sus pares en el lugar de los derrotados. Pero la estructura que Leandro Custo, Gabriela Larralde, Francisco Varone y Gabriel Nicoli eligen para esta biopic está centrada en Monzón como el asesino de Alicia Muñiz. Los guionistas deciden que ese hecho opere como el eje desde el que pueden verse todas las acciones del protagonista. El femicidio es una lectura política, una acción que determina la mirada sobre el pasado pero que no impide las contradicciones sobre el personaje. Es en esa oscilación que logran lxs autorxs y el director, Jesús Braceras, donde la serie encuentra la posibilidad de pensar los dos extremos que son el colonialismo y el femicidio como si se aplicara la teoría de Rita Segato a la ficción.

A la comprensión del personaje le sigue una secuencia de crítica y rechazo al acto asesino en una yuxtaposición bastante brechtiana. La actuación se convierte en un factor narrativo en su articulación con el guión y el montaje. A lo largo de la serie los dos actores que interpretan a Monzón entran en un diálogo que une ese final en la cárcel como la imagen definitoria, con la juventud donde la violencia se convierte en una crueldad disparada hacia todas las mujeres de su vida. Jorge Román es el encargado de desarmar cualquier clase de identificación. Román presenta a un Monzón con el encanto apagado, alguien que ya no puede sostener su personaje de campeón. Lo que en Paniagua podría implicar una potencia para avanzar y que comienza a revelar su impiedad, en Román es la confirmación de esa derrota que el chico de Santa Fe siempre quiso eludir.

Para lograr ese conflicto entre la identificación y el distanciamiento crítico hay dos personajes que se muestran como factores narrativos determinantes. El fiscal Parisi, a cargo de Diego Cremonesi, es el hombre que se ocupa de tallar sobre la figura del ídolo para demostrar que es un femicida. El modo de increpar a Monzón para buscar la verdad de ese cuerpo que fue arrojado por el balcón el 14 de febrero de 1988, condensa la hostilidad necesaria para deshacer al personaje público. Su intervención discute con todos esos momentos en los que la fascinación o la piedad pueden apoderarse del drama.

En Amilcar Brusa, interpretado por Fabián Arenillas, en ese entrenador que es el inventor de su técnica y una especie de padre que intenta domar y contener su conducta desbocada, surge una afectividad mesurada para lograr su objetivo profesional. El personaje mira a su discípulo como si ya pudiera adelantarse a la fatalidad y se descubre en el trabajo del actor cierta condena silenciosa.

La historia está lejos de toda pretensión didáctica o moralizante porque la opinión se convierte en un procedimiento estético. El género de la biopic parece renovarse a partir de una trama donde las escenas entran en una oposición dramática que produce una reflexión sensible.

Monzón puede verse los lunes a las 22 por Space