Era al fin de los años ochenta. El tintorero de la vuelta de mi casa era un japonés enjuto y de piel casi blancuzca, perfeccionista con la limpieza de toda la ropa que le llevaba. Un día, sorpresivamente, después de estar veinte años tras el mostrador me dijo que se jubilaba y se volvía al Japón. En sus ojos sonrientes no se notaba nada raro, era el mismo de siempre.
Nunca vi otra persona en la tintorería ayudándole, ni familiar ni empleado. Trabajaba sólo, en silencio. Me dijo que tenía una visa permanente, pero ya no la necesitaba. El local no le pertenecía y sus ahorros los usaba para comprar de vez en cuando una botella de sake o pagarse una mujer.
El local tenía otro nombre, pero medio oculto detrás de una puerta vi un cartel más pequeño que decía Hiroshima. Lo único que me confesó antes de marcharse es que se estaba por morir y lo querían recibir como uno de los últimos sobrevivientes. La mayoría de los que quedaban, en el momento en que se lanzó la bomba, estaba fuera del área mortal donde cayó.
El tintorero le mandó una carta al gobierno de Japón donde les recordaba que era un sobreviviente del punto central de la explosión, y quería morir en su patria. No mentía. Envió sus papeles y desde Tokio lo reconocieron como viviendo en esa época en la ciudad y figurando como desaparecido. Le mandaron un billete de avión abierto de primera clase. No les dijo que el médico le había dado como máximo tres meses de vida.
Entonces se largó a llorar, pero puso un bonsai que guardaba como un tesoro para regarlo con sus propias lágrimas. Eso lo calmó. Viendo mi interés, esa curiosidad por conocer la intimidad de los otros que corroe a los argentinos, empezó a narrarme su historia: era la primera vez que se la contaba a alguien y yo, salvo como cliente ocasional, era un absoluto desconocido.
Así comenzó su relato. Era temprano en la mañana, cerca de las 8.30 de ese verano caluroso de 1945 y se había reunido la familia para desayunar, cuando escucharon el ruido de los aviones americanos y un alerta tardío, como lo supo después, porque las autoridades japonesas no creían que fueran a bombardear localidades civiles sin ningún regimiento militar: en esa ciudad no los había. Más que una operación de guerra, ya prácticamente terminada, era una advertencia de terror y miedo al resto de la población del país como para recordarles su mal comportamiento y el futuro que les esperaba.
Akemi, así se llamaba en su país, se dio cuenta de que tenía que escapar con su mujer y sus dos hijos lo antes posible, escapar corriendo hacia la campaña o la bahía. No sabía que iban a bombardear la ciudad, y que el objetivo sería esta vez la población civil, pero vivían en su zona central, y esperaba en cualquier momento la llegada de tropas americanas o soviéticas (si Rusia ya había declarado la guerra) mientras escuchaba con angustia los bombardeos de pueblos vecinos. Había servido en el ejército, pero por una herida en un pulmón lo hicieron regresar. Estaba allí desde hacía un par de días y bendijo su suerte de estarlo para salvar a los suyos.
Salieron sigilosamente, el sol ya parecía un enorme huevo y el calor era intenso. Miró por última vez, eso no lo sabía, el bello rostro de Ena (regalo de dios) su mujer, sus ojos almendra apenas curvados, la redondez de sus pequeños senos que se había cansado de besar; sus labios húmedos y anchos (raro en una japonesa, pero ella era de una isla lejana en medio del Pacífico que producía ese tipo de belleza), su cintura pequeña, sus piernas casi perfectas donde asomaban dos diminutos pies cuyos dedos y uñas apenas se veían. Su vientre fecundado había protegido en su cueva cálida con paredes que parecían de porcelana a sus dos hijos.
Tenía una pequeña de dos años y un varoncito de cinco, que también lloraban asustados. Eran su vida. Al muchachito (Daiki) a quienes habían llamado así porque desde su nacimiento le veían valor y fortaleza, le estaba enseñando béisbol, un regalo de la dominación económica y deportiva americana, y el niño tomó el pequeño palo con el que jugaba apretándolo en su mano derecha para golpear al primer paracaidista o aviador americano caído y romperle la cabeza. Sus ojos eran los más grandes de la familia y no necesitaban una luz artificial para ver en la noche. En los días en que su padre trabajaba, esperaba sus asuetos para salir con él y su bate a cazar ratas y renacuajos que allí abundaban. Con la guerra la comida escaseaba y la pensión del padre ya no podía alimentarlos a todos. Por eso ahora que estaba retirado del ejército, Akemi usaba su fusil de guerra para la caza de todo tipo de animales, hasta gatos y perros perdidos o abandonados que en las manos de Ena eran un regalo para los estómagos familiares.
Su hijita menor era su tesoro, no la trataba como una muñeca, la colocaba sobre sus rodillas y le acariciaba los cabellos sedosos y largos, su mujer le había enseñado a hacerle trenzas o una colita y cuando quería que tuviera una apariencia distinta recurría a ello. No tenía un rostro tan bonito como el de su mujer, se parecía más a su rostro delgado y adusto y sus orejitas eran más bien grandes por eso la llamaron Rini (conejita). Al revés de su hijo, era parlanchina como la madre y los cuentos que le narraba a medida que crecía aumentaban sus preguntas sobre tal o cual detalle que faltaba. Era tan inteligente o más que su madre, lo que la iba a hacer algún día más inteligente que él mismo, a quien Ena superaba.
-–Hiroshima está localizada en una delta, con siete riachos que la cortan en seis islas como en una pequeña Venecia --me dijo el tintorero cambiando la conversación, sin duda para calmar su propio dolor--. Vivíamos cerca de uno de ellos y allí les enseñaba a nadar a los niños.
Creía que la única salida de Japón era el mar y ante cualquier catástrofe debían huir por él.
En ese desayuno, que al final no fue tal, Rini le preguntaba por qué el sol salía sólo por el este, por qué un ser tan poderoso no podía cambiar de parecer y darles la sorpresa de salir del otro lado, así a veces lo tenían por la mañana y otras por la tarde, para utilizar mejor el día y poder leer cuentos cuando se levantaban o antes de acostarse bajo la luz de sol que les tocara. Pronto un sol parecido les mostraría lo poderoso que podía ser.
Apenas caminaron unos pasos, bien pegados y abrazado el uno al otro, sin nada en sus manos. De pronto escucharon la explosión y no supieron nada más. Al atardecer, cuando Akemi se levantó con el bonsai aún en la mano y sus documentos, que tenía siempre en un bolsillo de su pantalón, igualmente intactos, no vio a su alrededor a su familia, sólo había a su lado tres sombras en el suelo, pero ninguna era la suya propia. Gritó sus nombres, los llamó una y otra vez inútilmente y no logró ninguna respuesta. Después se desmayó y cuando volvió a despertar se largó a correr sobre la tierra arrasada y los escombros hasta llegar a la orilla del mar. Allí encontró abandonada una pequeña barca milagrosamente sobreviviente con los remos intactos y se largó a remar. Lo recogió un gran carguero que pasaba, a sus ocupantes les dijo que venía de una aldea lejana y al pasar por allí una gran explosión lo había enceguecido y no pudo seguir remando. Se lo creyeron, lo subieron al barco y no paró de correr en cualquier vehículo por mar y tierra hasta llegar, varios años después, a las antípodas, Buenos Aires, donde se hizo tintorero gracias a la ayuda de compatriotas que dominaban allí ese negocio.
Ahora Akemi maldecía su nombre (belleza de la madrugada), pero fue lo último de lo que me habló. Estaba desesperado por volver a ver a Ena, Rini y Daiki, lo habían aguardado demasiado tiempo. Él sabía que para que ello sucediera tenía que morir por los efectos de la misma explosión, aunque no haya podido ser al mismo tiempo.