¡Soy un pintor triste! dijo Toyen y le dio un rodeo al adjetivo para enaltecerlo. Triste es el ejercicio de no haber adulterado los recuerdos, dijo el escritor que buscaba el tiempo perdido. Toyen los adulteró callándolos, prefirió el silencio. Ningún recuerdo, ninguna infancia. Que se llamaba Marie (Manka) Čermínová, que nació en Praga, que estudió en la Escuela de Artes Aplicadas (academia de arte, arquitectura y diseño) y algunos otros pocos datos más –madre, padre y hermana a los que por un tiempo negó prefiriendo la orfandad y un trabajo en Žižkov, uno de los primeros suburbios industriales de Praga, fabricando jabón– le pusieron fin a los primeros renglones de su biografía. Lo que se cuenta después tiene que ver con la mujer fundadora en la década del treinta del surrealismo checo, pero esa mujer no era Marie, era Toyen. Dicen que el nuevo nombre lo encontró en un bar con Teige, Nezval y Seifert mientras hacían una lista -nada convincente- de los posibles hasta que el poeta de La ciudad en llamas escribió en una servilleta Toyen. Ahí estaba, era ese, era el elegido. Con ese nombre rechazaba el molesto femenino convencional de la época, con ese nombre borraba el género inquisidor con esencia a musas con el que perfumaban a las mujeres de la vanguardia, con ese nombre vivió sin ojos públicos su vida amorosa, y es ese nombre el que ahora buscan voraces los coleccionistas en las subastas millonarias.
Años después de la servilleta, negando como negó a su familia, o adulterando como le gustaba a Proust, le cambió el origen de su neo bautismo y dijo en una entrevista que Toyen había surgido de la palabra francesa “citoyen”. “Seguramente habrá olvidado aquel momento del rincón del café Nacional (…) como padrino de su seudónimo, he fracasado. Si hubiera recordado más exactamente tendría un recuerdo de la ventana de café que ya no existe y de un bello momento de nuestra juventud” escribió lastimero Jaroslav Seifert en Todas las bellezas del mundo, sus memorias, en las que la describe adolescente saliendo de la fábrica de jabón usando una masculina camisa de pana, pantalones de lino burdo, feos zapatos y una gorra con visera que no tapaba su melancolía; y, usando medias de última moda y zapatos elegantes, cuando la volvió a ver y compartieron una reunión del grupo Devětsil, a días de exponer y –según él–, le encontró nombre.
Demasiado observada con la mirada de los que solo quieren descubrir los secretos de una vida sexual, la mujer que formó parte en 1928 de Die Frau als Künstlerin, ("La mujer como artista, una especie de encuesta”) cruzó los años de entre guerras con amigos como Jindfich Styrsky, con quien pensó el Artificialismo, un dilema poético entre la abstracción y el surrealismo, y con Jindřich Heisler, a quien escondió en su baño para salvarlo del campo de concentración. André Breton y Benjamín Péret, que comparten eternidad en el cementerio de Batignolles, también fueron parte de la partida.
Profundamente políticas, profundamente eróticas sus pinturas, sus ilustraciones fálicas, sus germinaciones de botánica sexual (como las que hizo para la revistas Erotická y Edice 69 y para una edición de Justine del Marqués de Sade) y sus otros trabajos en tinta y pluma son recortes de siestas sin tiempo cuando la quimera gobierna con sol o con luna. Omnipotencia soñadora, un jugo exprimido de lo literario y lo visual que robustece las certezas que viven despiertas en los sueños.
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