A decir verdad, no lo recuerdo. Pero era seguro que, cuando niño, cuando todavía ni caminaba solo, aprendí a “andar” —caminar— y a contar de la mano de un “contador” —mecanismo que plasma el resultado de una sucesión numérica—, uno de esos armazones con patas que terminan en ruedas y contienen una especie de “bombacha”, de tela o de madera, para sujetar al niño en su desplazamiento y, a su frente, un hilo, cordón o alambre por el se deslizan pequeñas pelotitas —bombulitas las llamábamos— con las que aprendimos la sucesión númerica del nº 1 al nº 10 de la mano de nuestra mamá. Tan cariñosa era mi imaginación actual que busqué entre trastos y recuerdos viejos y encontré la foto, color sepia. Luego, ya nosotros andantes sin andador, el juego se acomplejaba en una tableta con muchas de aquellas “bombulitas”, maestra preescolar de la sucesión numérica y, en algún caso, de una operación matemática más compleja.
Pues escucho con atención, pero con angustia, la discusión acerca de aquello que el gobierno quiere implementar para obtener resultados más rápidos del recuento electoral de votos en los futuros comicios que, sin duda, digitaliza la operación del escrutinio “provisional” —facultad concedida por la ley al mismo gobierno que compite en la elección, de modo escasamente inteligente desde el punto de vista político, a mi juicio— y la recompone informáticamente de una manera que yo, por supuesto, no comprendo. Ello reemplaza o pretende reemplazar el antiguo sistema, parecido a un “contador” documental algo más complejo, por una transmisión digital de datos que conformarán el resultado provisional de los comicios a comunicar al público general —el votante—, según se dice, en un tiempo mucho menor.
La columna de Mempo Giardinelli, el domingo, me condujo a un estado de zozobra que mi edad apenas tolera. Allí recordé mi “contador” de niño y me pregunté acerca de por qué esta operación, costosa, era llevaba a cabo a tambor batiente, inmediatamente antes del comienzo de los comicios, por el gobierno de turno, que compite partidariamente en la misma elección, cuando, sin duda, al menos podría ser mejor pensada, debatida parlamentariamente y probada con anticipación temporal suficiente en relación a los comicios.
Según yo recuerdo, el método, quizás arcano, que hasta ahora se utilizaba en los comicios provisionales, no había tenido objeción alguna —ni siquiera a la finalización de una dictadura—, producto, precisamente de la costumbre y tradición antiguas, que lo respaldan. Para quienes conocen cómo se lleva a cabo un —denominado— escrutinio definitivo, en el cual de manera alguna se vuelven a contar todos los votos ni se abren todas las urnas, el “provisional” resulta más que un “definitivo”, pues es el que merece amplia e inmediata comunicación popular.
Fue allí cuando observé la razón de ser, el fundamento correcto, de una operación más sencilla y tradicional. Los ciudadanos que éramos convocados a elegir y, por tanto, interesados en el resultado, debíamos ser capaces de comprender y controlar el método que se utiliza para arribar a un resultado. Luego verifiqué que, precisamente por esa razón, el tribunal constitucional alemán prefirió el arcano a la innovación, al menos hasta tanto subsistan con vida las generaciones a las cuales una gran cantidad de ciudadanos pertenece: entre ellos, yo.