Hay un libro abierto en el pasa platos del estudio de Palermo donde semanalmente circulan decenas de alumnos. El libro es La pequeña voz del mundo, de la poeta Diana Bellesi: “Las tareas de esta voz: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha, porque allí, detalle ínfimo, se alza para ella lo que ella siente epifanía. Las tareas de esta voz: deshacer las cristalizaciones discursivas de lo útil y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar las astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía”. Marcelo Moguilevsky se declara atrapado por Bellesi; el flamante hallazgo de la obra lírica de la santafecina es, de alguna manera, una instancia más del influjo de la poesía en su vida cotidiana. Multi-instrumentista (clarinete, flauta, armónica, saxo, piano, clarón…), dueño de un conocimiento de una vasta territorialidad musical –de las llanuras entrerrianas a los paisajes áridos de Medio Oriente, de Tucumán a los Balcanes, del Caribe a Andalucía-, Moguilevsky descubrió no hace mucho que finalmente lo que lo completa como artista es la canción, el poema: variables del poder de la palabra.
En esa dirección, acaba de publicar un disco maravilloso junto al guitarrista Sebastián Espósito. Se titula Cliché y es una mixtura de canción, música instrumental y algunos covers como “Noche de ronda”, de Agustín Lara, en el que desata su cada vez más imperioso berretín por el canto. Hay en la voz de Moguilevsky un desgarro que descubre una judería profunda y, a su vez, una sedimentación de tantos kilómetros recorridos. Casi adolescente viajó a conocer Europa y ya no paró. Esa itinerancia es pura curiosidad y se escucha en cada uno de los mojones de una trayectoria que oscila entre el trabajo solitario rodeado de máquinas (el extraordinario concepto de Buey solo), una compulsión a los dúos –César Lerner, Quique Sinesi, Juan Falú, ahora Espósito-, y algunos trabajos en grupo como Comedia, Cuatro Vientos, el combo delicatessen de Puente Celeste o el académico Cuareim Quartet. La multiplicidad de registros es el eje de su compleja identidad artística.
CANCION SOBRE CANCION
Ahora se muestra abducido por el formato de la canción popular, esa unidad hecha de brevedad y misterio que no se puede enseñar en las escuelas de música. Moguilevsky canta como suelen cantar los músicos, una raza a la que pertenecen por caso Luis Salinas, Daniel Maza, Franco Luciani, Hugo Fattoruso y tantos más: entonado, sin afectación, sin vibrato, corazón y hueso. “Quién te dice que mi próximo disco no sea de canciones. Hace poco participé con Juan Falú de un recital dedicado a Yupanqui, y volví a meterme en aquellos temas de Ata. Y me partieron la cabeza. Ya me la habían partido, pero ahora me impactaron desde un lugar diferente. Cómo tres acordes te pueden desarmar… Pasa con Yupanqui, con Eduardo Falú. Es milagroso. La simpleza de la profundidad. Conozco ‘Piedra y camino’ desde los cinco años. Ahora lo estoy haciendo solo, voz y kalimba, y me pega directo acá, en el cuore. También vengo dando vueltas alrededor de un tema de Charles Aznavour que le gustaba a mi hermana, ‘De quererte así’. Si lo ves de una manera determinada, para mí errónea, es una canción medio pedorra, pasada de moda… Pero en una parte dice: ‘Y mi gran temor de quererte aún más al morir’. Bueno, me perfora ese verso. Qué sé yo, será el recuerdo de mi hermana, será que dentro de poco cumplo 60, será que tengo una hija de un año y medio… No sé. Lamento no creer en Dios, pero me siento interrogado por el misterio”.
Su hermana, mayor, murió y con ella una cosmogonía que incluía un estante de discos de época: además de Aznavour, Los Beatles, Sandro, Quilapayún, Los Jaivas, Roberto Carlos, Mercedes Sosa. Flor y nata de la melodía y el compromiso, el beat y la revolución, dos de las caras de los ’60 y principios de los ’70, “astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía” diría Bellesi. “Soy muy fanático de la infancia, de ese recuerdo, esa pregnancia. Para mí es un tesoro que hay que cuidar. Siempre vuelvo a imágenes. Hay una muy nítida: me veo jugando con los animalitos del Jack entre malvones del balcón del departamento donde vivimos un tiempo, en Arenales y Julián Alvarez. ¿Por qué siempre me acuerdo de eso? No lo sé”.
Sus padres también murieron. Dice que ya disolvió los conflictos, que prescribieron, que se amparó en la familia que formó casi desmesuradamente y que se puede sintetizar en seis hijos de dos matrimonios. “La música me salvó. Ya de chiquito. No me gustaba el fútbol, era parco, me hacían bullying en el colegio, por no decir que me cagaban a trompadas, y me tenía que defender”.
¿Por qué decís que la música te salvó?
-Bueno, mis compañeros de escuela me empezaron a respetar más cuando a los siete años ya tocaba en flauta dulce la Suite troileana de Piazzolla y los Conciertos para oboe y orquesta de Vivaldi. Ellos la rompían jugando a la pelota, yo tocando. A los 13 años ya empecé a actuar para gente, a subir a algún escenario. Y fui por primera vez a un psicólogo”.
Demasiado chico.
-Muy chico. Fui porque me sentía incomprendido por mis padres.
¿Por qué?
-Se opusieron tenazmente a que yo fuera músico. Mi viejo era de Basavilbaso, un pueblo agrícola de Entre Ríos, descendiente directo de los gauchos judíos. En casa había un piano, de mi hermana. En cuanto puse las manos en ese piano, lo vendieron. Más clarito, imposible. Lo pude procesar, no lo culpo: mi viejo se oponía por limitaciones propias, por falta de visión. Cuando volví del viaje por Europa, donde sobrevivía como músico callejero, a los 18 años, trajo las llaves de su mercería de Aráoz y Güemes, las puso frente a mis ojos, el llavero colgando, y me dijo: ‘La mercería es tuya’. Yo le repetí que quería ser músico, pero a él no le entraba. Me mandé solito a estudiar composición en la Universidad Católica. Pagaba la cuota con lo que sacaba en fiestas judías. Mirá, mi papá cuando gané el primer dinero más o menos digno como músico después de una gira, ponele, no sé, dos mil o tres mil dólares de ahora, se enojó. Se enojó mal. No podía entender que yo ganara más que él, que se levantaba todos los días a las siete de la mañana. Para redondear el tema de mi viejo, poco tiempo antes de morir si le preguntabas qué le hubiese gustado ser, respondía: ‘Director de orquesta’. Una cosa de locos.
¿Y tu madre?
-Me quería demasiado. Mucho amor sobre mí. Me perseguía, me asfixiaba. De ella heredé el silbido, era una gran silbadora. Cuando estaba en Europa le escribía cartas en las que le ponía que quería ser músico a toda costa. Un día recibí una carta de ella, “a poste restante”, en la que me decía: “Tengo un tumor en el útero. Te esperamos”. Me cagué en las patas y volví.
EL MISTERIO DE LA ARENA
La frase “la música me salvó” tiene otra justificación, más concreta, y se despliega en el espacio que puede caber entre un chicle pegado en el pelo en un recreo y una guerra. Debido a la prórroga que pidió para poder realizar el famoso viaje a Europa, le tocó la colimba en plena guerra de Malvinas. La posibilidad de que lo mandaran al frente lo aterraba. Hizo migas con un mayor, que le decía: ‘Ruso, quedate tranquilo. Tocá la flauta, vos no vas al Sur, vos dedicate a la música”. El mayor era fanático del jazz, y Moguilevsky pasó gran parte del servicio militar haciendo música. “Yo ya pensaba en cómo romperme una gamba tirándome desde una terraza. No es que no crea que a las Malvinas no había que defenderlas, pero de entrada me pareció una guerra insensata”.
Hizo la primaria en una escuela privada judía, habla perfectamente hebreo y tempranamente estudió la Torah y la Cábala. “Me reconozco ciento por ciento judío. En el humor, en ser hinchapelotas, en las maneras de manifestar las alegrías, en las preguntas. Después me alejé de los templos: el entorno me expulsó, o me sentí expulsado yo. Percibí que la mayoría tenía una ideología chota, conservadora, que nada tiene que ver con lo humano. Me ocurren cosas extrañas con la judería: cuando estuve en Palestina, recorrí esas calles, y era como si caminara una ciudad que conocía desde siempre”.
Con el acordeonista César Lerner forma una dupla que, con intervalos, se dedica exclusivamente a la música klezmer. Si con Juan Falú editó algunos de los más hermosos discos de folklore instrumental de guitarras, vientos y diálogos improvisados, con Lerner recorrió escenarios de todo el mundo con una fórmula análoga. Temas propios, anónimos, músicas de bodas, de entierros, de caminos. Como dice el poema que escribió para el arte interno del disco Sefarad (2017): “El anhelo en la lejanía/ el oriente ha sido nuestro intento. / Quedan la paciencia y la devoción /de quienes no saben más/ que caminar en el desierto/ Sefarad, fidelidad a la búsqueda, a la pregunta/ al misterio de la arena”.
“Con César somos hermanos. Cada uno hace su camino y, siempre, hay espacio para el trabajo en común. Ahora estoy totalmente tomado por una idea que tiene que ver con tres acordes. Tres acordes primarios que atraviesan cinco siglos de música tonal: Do, Fa y Sol; tónica, subdominante y dominante; primero, cuarto y quinto. No quiero que suene a técnico, lo que quiero decir es que en esos tres acordes cabe el universo. Es el ABC, una piedra basal de la música popular. Y tiene que ver con todo. Hay un canto religioso judío llamado nigun, en el que la gente se ubica en círculo para desarrollar una especie de mantra. Es conmovedor cómo la música popular desafía el tiempo”.
Va al piano, y toca esos acordes. Suenan bellos y tristes. Invierte, arpegia, se demora. Todo en Moguilevsky se desliza en forma natural y asimismo con la circunspección algo mística que se observa en ciertos maestros. Entre diferentes universidades –La Plata, San Martín-, talleres que da en el interior del país y grupos particulares, dice que suma unos 150 alumnos.
¿Cuál es la idea que más repetís, que más te interesa trasmitir?
Piensa unos instantes. Y dice:
-Que entender la música como un lugar de pensamiento no enfría el corazón.
Vuelve al piano, y sigue tocando. No se escuchan tres acordes; se escucha una música densa, puro folklore más allá de los mares, judíos que lloran, gitanos que gritan, dolor y desarraigo, campos yermos. El sonido que él define como “un enigma” lo completa el oyente. Tal vez aparece cifrado en el libro abierto sobre el pasa plato; tal vez lo que se escucha es la pequeña voz del mundo de Marcelo Moguilevsky.
Moguilevsky se presenta con Sebastían Espósito el jueves 22 de este mes en Café Vinilo, Gorriti 3780, a las 21. A partir de septiembre encaran una gira por Bariloche, San Martín de los Andes, Rio Cuarto y la ciudad de Córdoba.