Empecé a tomar Omega 3 por una de esas publicidades encubiertas que mandan por internet. Yo sabía que son todas boludeces pero sin embargo me enganché. Cómo no engancharse, me prometían: salir del bajón gracias a una acción contundente sobre el sistema nervioso central, tener una piel lozana y juvenil gracias al colágeno que aporta con cada dosis, dejar de padecer dolor en las articulaciones gracias a su función lubricante en los cartílagos. Y lo máximo: protección asegurada sobre el sistema cardiovascular, alejándome así del temido ACV y por lo mismo de una muerte segura, o lo que es peor una incapacidad idiota por el resto de mis días.

Me subí a las promesas y consideré atinado triplicar la dosis recomendada para poder gozar de los beneficios con más rapidez. Y debo reconocer con franqueza que los resultados no se hicieron esperar: empecé a sentirme muy bien - pero muy bien- a los pocos días de empezar a tomar las cápsulas. Junto con el bienestar también llegaron algunas señales extrañas que tomé como "efectos colaterales" que estaba obligada a aceptar si elegía los beneficios que se me ofrecían. La primera molestia la sentí en el talón, fue apenas, como una espina clavada. Con los anteojos puestos miré mi pie atentamente. Y ahí estaba: una puntita nacarada y brillante, asomando sobre mi piel. Tardé en comprender, pero después de un tiempo dije claro si el omega 3 es aceite de pescado. Al final de esa semana la molestia se presentó en uno de mis glúteos, un pinchazo, al sentarme, hizo que buscara un espejo para enfocar el origen de la molestia. Lo mismo: una puntita nacarada y brillante. Y me dije: es parte de la elección de los beneficios. Y seguí con mi dosis triplicada.

Es hora de explicar cuál era el origen del bajón que intentaba modificar con el Omega 3. Estaba viviendo una crisis matrimonial importante. Estaba harta. Me aburría soberanamente, y ya no podía encontrar la manera de seguir resignándome a la sensación cotidiana de morir con cuentagotas. La relación se había convertido en un lastre de cemento que nos iba sumergiendo en la amargura y hundiéndonos de a poco. Hacía bastante tiempo que no teníamos sexo y por eso no me preocupaba que él pudiera notar las pequeñas puntas brillantes que brotaban en mis muslos, pero sí me preocupó cuando una mañana vi las mismas puntas nacaradas colgando de los lóbulos de mis orejas.

--¿Te compraste aros nuevos?- me dijo esa noche cuando llegó a casa.

--¡Ah, esto! - le respondí haciéndome la distraída y tocándome la oreja, sin dejar de sorprenderme al ver que había reparado en ese detalle.

--Son raros, parece que salieran de adentro de la carne de la oreja.

--Se usan así, son como un pirsin, te hacen como una perforación para colocarlos.

--Vos dale nomás, seguí gastando guita en pelotudeces, total el que paga soy yo- dijo, y salió enojado y con apuro de la cocina.

Me tomé las orejas y suspiré sintiéndome aliviada por el fin de la discusión.

Se acercaba el verano y también el insomnio. Los chicos se iban de campamento durante todo enero y nosotros estaríamos solos durante largos treinta días en una casa de la costa. Desde el principio me opuse a la idea pero él insistía en estar cerca de los chicos que acamparían en una playa próxima. Él pensaba viajar de lunes a viernes a la ciudad para seguir trabajando. La perspectiva de pasar sola toda la semana laboral no me desagradaba, acepté sin demasiado entusiasmo y sabiendo que no tenía muchas opciones. Mi Omega 3 seguía actuando así que tomé el plan con cierto optimismo. Mi problema más grande era cómo afrontar la exposición de mis pequeñas puntas nacaradas estando en la playa, en traje de baño.

La mejor opción la encontré en una túnica vaporosa que había comprado en Brasil, con mangas largas y que me cubría hasta los tobillos. Cuando iba a la playa me quedaba debajo de la sombrilla leyendo un libro y la pasaba bien, tal vez con un poco de calor pero acostumbrada. El primer fin de semana que estuvo mi marido me preguntó si pensaba pasar todo el día vestida con esa cosa, y le dije que sí, que la cosa me protegía de una alergia que tenía en todo el cuerpo. Me miró con poco interés, no hizo más preguntas y se fue corriendo al agua. Reconozco que me dio envidia pero elegí evitar cualquier conflicto, como intentaba hacer desde hacía un tiempo o tal vez desde siempre.

Fue un sábado especialmente caliente, la temperatura llegaba casi a los cuarenta y el aire caliente por momentos era irrespirable. Yo miraba el mar con unas ganas inmensas, acicateadas por lo prohibido. Calculé cuántos segundos podía tardar corriendo los treinta metros hasta el agua, y el envión me lo dio él cuando me dijo que iba hasta el baño del balneario. Con calma me saqué la túnica y me arriesgué a los rayos plenos del sol. Mientras iba corriendo en dirección al agua podía ver esos rayos rebotando en mis puntas brillantes y nacaradas, que ya cubrían casi todo mi cuerpo y se movían como una armadura, como esas mallas de metal articuladas que usaban los caballeros de la edad media. Pensar eso me hizo reír y correr más rápido. Cuando entré al agua fue como si una caricia fresca y oleosa recorriera todo mi cuerpo, como si no hubiera en el mundo la posibilidad de habitar otro lugar que no fuera el mar. Comencé a ondular por entre las olas alejándome. Cuando miré hacia la costa vi que mi túnica aún seguía tirada sobre la arena y que él ya estaba volviendo a la sombrilla. Y supe que una de las reposeras iba a sobrar para siempre en ese lugar.

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