Es la víspera del 8 de agosto, en las redes sociales empiezan a publicarse imágenes en las que los pañuelos verdes son protagonistas. En el Cementerio de Ezpeleta, un sepelio tramitado con ayuda social es el último rito para la vida de Patricia Solorza. El paralelo no es arbitrario, el 8 de agosto del año pasado la Ley de Aborto Seguro y Gratuito fue rechazada en el Senado. Este año hay quienes se preparan para festejar lo que consideran una victoria: que abortar siga siendo un crimen, que la maternidad sea destino y condena. Esa condena se cumplió en el cuerpo de Patricia.
No llegó a cumplir los 41, murió esposada a una cama terapéutica de la terapia intensiva del hospital de José León Suárez. Sus últimos días los pasó inconsciente, incluso la asistía un respirador mecánico. Nunca le sacaron las esposas, ni la del tobillo, ni la de la muñeca. Llevaba seis años detenida, la condena habla de homicidio agravado por el vínculo, 8 años de prisión efectiva. Los hechos que ella relataba a medias hablan de un aborto en segundo trimestre, provocado o espontáneo, Patricia no podía poner palabras exactas.
“Ella nos dijo que no sabía que estaba embarazada, que le seguía viniendo, ya le había pasado eso con sus otros embarazos, nunca se daba cuenta –relata su hermana, Luján Solorza, la más chica de cuatro mujeres y dos varones-. Yo creo que también es porque mi papá casi la mata con un cuchillo cuando quedó del primero, mi papá la maltrató mucho a ella, por eso a lo mejor negaba, no sé, nosotros sentíamos que se había vuelto loca”.
Luján lo dice porque en el primer tiempo Patricia no quería hablar, se mostraba perdida, insistía en que no tenía ninguna conciencia de lo que había pasado. Su familia también estaba desconcertada. “Pato siempre se preocupaba por todas, somos cuatro mujeres y ella era la mayor. Nos protegía de los palos de mi viejo y me acompañó con mis hijos, siempre. Ahora pienso cómo yo no me di cuenta, cómo no la pude acompañar a ella”.
Luján está cansada, cuando hablamos lleva días de trámites entre San Martín, José León Suárez, Quilmes y Ezpeleta; distancias que recorrió en demasiados medios de transporte, con la angustia de tener que pedir para todo: el sepelio, el cajón, los certificados, las cosas que quedaron de ella dentro del penal. “Fue demasiado triste la vida de mi hermana, mi papá era un violento, un monstruo y se la agarraba con ella y con mi mamá. Yo me fui a los 13, pero ella con los hijos no se pudo ir”.
Patricia fue condenada en un juicio abreviado que elude el periodo de prueba porque el o la acusada se declara culpable desde el vamos. Ella lo aceptó porque no podía pensar, porque se sentía culpable, porque su hijo mayor que es sordo y mudo se quedaba un poco más aislado todavía, porque su nena menor tenía cuatro y también la necesitaba. ¿No eran esas razones suficientes para que cumpliera su condena en prisión domiciliaria? Pregunta retórica, vana, impotente, dolorosa. Todos los años que le quedaban de vida los pasó presa. Presa y lejos de su territorio, separada por la distancia y por la reja de quienes amaba. Y eso que recién había empezado a respirar libre de nuevo. Su padre había muerto tres años atrás de su primer día de encierro y el miedo aparecía entonces sólo en pesadilla.
Podría haber sido el suyo un caso como el de Belén, en Tucumán. Su nombre podría haber sido bandera, como el de Romina Tejerina, en Jujuy. Hay otras como ella de las que no sabemos nada. “Tenemos otra condenada a 16 años”, dice María Medrano de la organización Yo No Fui que trabaja con mujeres presas y liberadas para politizar la criminalización de las mujeres, lesbianas y trans, para abrir espacios de libertad a través del arte en el encierro. Patricia iba a esos talleres. Acumulaba diplomas, se había puesto la camiseta para jugar al rugby, e insistía con la sociología en el CUSAM –la unidad de la Universidad de San Martín dentro de la cárcel-. No soñaba con recibirse, soñaba con irse antes de llegar a esa etapa. El nombre de Patricia se conoció el año pasado a través de una nota de Infobae: “Yo no fui consciente de lo que hice. Pero tengo que asumir la culpa. Para la sociedad y para el Estado soy culpable. Cuando la Justicia te dice que sos homicida tenés que asumir la culpa. Si no, la Justicia considera que no entendés lo que pasó.” Dijo entonces. El peso de una ley que apenas conocía, que no hablaba de ella, le doblaba la espalda. Así es cómo se quiebran tantas vidas porque la prohibición del aborto obtura la idea de poder planificar cuándo, cómo y con quién tener hijes. O no tenerlos.
Y sin embargo, con ley o sin ley, se rebelan. Nos rebelamos. Abortamos mientras podemos, es posible que hasta se muera en el intento, pero defender la vida, la propia vida, esa hecha de sueños, de dolores, de resistencias, de estrategias para comer y gozar y acompañar a otres y encontrar placer en una siesta o un rayo de sol. Esa vida se defiende con la vida. Festejen su deseo de exterminio los que creen que se salvan a alguien porque niegan la potestad de decir no a una gestación cuando no hay deseo o posibilidades. Pero no hablen más de salvar porque sólo arrastran muerte.
Patricia murió de causas relacionadas con la cárcel. La cárcel, esa amenaza con la que se pretende que se deje de abortar ahora que no hay ley, mata. A diario. Por acción y por omisión. A Patricia no la escucharon cuando dijo que le dolía la panza. Una vez, dos veces, tres, cientas. Dos meses tardaron en registrar su pedido y hacer una cita en un hospital con unidad penal en La Plata. Nunca llegó ahí porque la urgencia obligó a llevarla a otro, el más cercano, un día antes. Luján la vio ese día, apenas la reconoció por la cantidad de peso que había bajado en un mes.
“La misma policía que la cuidaba en el hospital me dijo que la trataban mal, que no le hacían las curaciones, ella tuvo que decirles que era una paciente como cualquier otra”, cuenta Luján. Y sin embargo, las esposas las tenía siempre puestas. A dónde se iba a escapar si no dejaba de vomitar, si tenía un drenaje en el cuello además del suero y la herida de una operación en la que su familia todavía no sabe qué le hicieron. Tampoco saben qué es lo que la mató. “El médico me dijo que él no era adivino, que la habían llevado tarde y que hacía lo posible”.
¿La vida de Patricia se hubiera transformado si el 8A de 2018 el aborto seguro y gratuito hubiera sido ley? No sus condiciones materiales, eso no la hubiera sacado de la cárcel. Y sin embargo, y esto es como escribir en el agua aunque habiendo recorrido demasiadas escrituras sobre los cuerpos oprimidos por el patriarcado, es posible que esa voz jerarquizada de “la Justicia” hubiera pesado menos, hubiera dejado hablar a la propia, la que sabe lo que se sabe en el cuerpo, en la temperatura de la experiencia, en la experiencia compartida. Tal vez esa voz pusiera en caja a la culpa, tal vez esa voz nueva podría decir Sí o decir No, para ella o para otras. Pero esa voz ahora está muda para siempre.
Y además, no hay ley todavía de aborto seguro y gratuito. Y lo que hubo desde esa confirmación que pretendió disciplinar a millones en las calles es la respuesta organizada de un contrataque conservador y fundamentalista que le teme, sobre todo, a las decisiones autónomas de las mujeres, de les trans, de las lesbianas, de les adolescentes. Le teme al poder del deseo de todas esas identidades que hacen temblar la tierra sobre la que se edifican los privilegios que otorga el patriarcado. Les da terror la emancipación de esos cuerpos y esas voces hartas del sistema de culpa y castigo, hartas de la obediencia. Pero es inexorable. Contra todo, nosotras, nosotres, decidimos.