Es un negro de más de sesenta años. Cuando digo más, me refiero a mucho más. Rengo, tanto que en una primera impresión a uno le parece que tiene una pierna de palo. Pero no, tiene las dos intactas, y la cadera estropeada porque una vez, hace tiempo, no sé si mucho o poco tiempo, se cayó de un coquero. Más de veinte metros de caída libre en los cuales, me dijo (en un portugués cerrado y lleno de sobrentendidos y de palabras entrecortadas que más o menos entendí), trató de darse vuelta como hacen los gatos para caer de manos. Apenas lo logró, y los huesos de la cadera se le hicieron astillas y polvo. 

–Voltei-me, mesno asim, como os gatos a cair com as mãos.. Eu disse: ¡Nossa!... quebrei tudo, más eu fui salvo, cara.

Por eso es tan rengo, y supongo que por eso parece más viejo de lo que debe ser en realidad. Negro rengo, barba blanca, hueso en polvo, prótesis, bolso y bastón de madera son los elementos que componen al jardinero de mi suegra, en Salvador de Bahía.

Viene una vez por semana. Hoy le toca. Cuando sonó el timbre yo estaba leyendo. Senora Mari (como ella se hacía llamar) le fue a abrir y él se vino directo hacia donde yo estaba. Habíamos hablado tan solo una vez y tan sólo unas pocas palabras. Yo, que estaba sentado en un rincón muy agradable del jardín, con una bermudas marrones y una camisa blanca de mangas cortas sin abrochar, me levanté y comencé a abotonarme en señal de respeto (no está bien visto en Salvador estar con la camisa desabrochada. Uno puede estar sin camisa, en zunga, como sea, pero nunca con la camisa puesta y desabrochada, menos para saludar a una persona mayor que uno). Pero en cuanto fui a extender la mano me di cuenta de que él no venía exactamente hacia mí, es más, de que al parecer ni siquiera me había visto a mí, sino que le había llamado la atención, detrás o cerca de mí, una de esas plantas que sólo él puede identificar enfermas desde veinte metros de distancia. Supongo que fue al ver mi mano extendida y sin nada a lo que aferrarse que me dio la suya y sonrió. Me preguntó si me estaba gustando el paseo. Yo supuse que se refería a que si me venía gustando o no la ciudad de Salvador y, aunque a esta altura la conozco casi tan bien como a Buenos Aires,  jugué a primerizo y le dije que sí, que me había sorprendido mucho. El jardinero volvió a sonreír.

Mi suegra apareció con una bandeja en la mano. Me traía fruta pão con manteca y sal, una taza de café vacía y un vaso de jugo de maracuyá recién hecho. Ella sabe las cosas que me gustan y me las da sin reparo, todas juntas, y yo siempre acepto eso como afecto puro. Mientras dejaba la bandeja al lado de mi máquina de escribir, le pidió algo a senora Mari y ella fue al trotecito para el lado de la cocina. Después habló con el jardinero, caminaron juntos unos pasos hasta una acerola abichada. Hablaron como hablan entre nordestinos, con un tono que a primera escucha parece agresivo, con esas variantes de tono en el modo imperativo y esas inflexiones nasales propias del baiano. El negro y mi suegra, negra también, tan bella como, tal vez algún día, vayan a ser sus hijas.

Yo los miraba. Comía, tomaba tragos de jugo anticipaba el placer del café que sólo tomo recién hecho y siempre al final, mirando mi taza vacía. Trataba, me doy cuenta ahora, de que la belleza del jardín, del hombre que echaba el peso sobre su pierna derecha y se balanceaba como un péndulo, de ese universo femenino que despliega la madre de Cassia al mover las manos, esas manos que se parecen tanto a pájaros porque nunca se quedan quietas... trataba, digo, de que todo eso no se transformase en melancolía y terminara poniéndome mal, arruinándome el día. Casi siempre es así. No sé de qué manera pasa, pero contemplar la belleza tiene un límite para mí, y un hecho tan hermoso y cotidiano como el que acabo de describir verdaderamente puede arruinarme el día. Es una sensación corporal. Siento que ya no puedo volver a hacer lo que estaba haciendo, que no puedo ocupar la silla de la misma manera que la venía ocupando y que no puedo, sobre todo, distraerme, alejarme del aquí y ahora con un libro o con algo de música improvisada en la guitarra. Y también sé que la única manera que tengo de resistir ese malestar es escribir. Escribir, no describir. Escribir: buscar no sé qué cosa adentro de no sé dónde para ponerle nombre propio. El nombre jamás pronunciado que traiga la sombra de un fantasma tan sutil como el suspiro de un ángel.

¿Pero cómo es que se hace? ¿Se empieza contando el hecho de que un jardinero negro y rengo me dio la mano? ¿De que mi suegra me trajo fruta cocida con manteca y sal? ¿El hecho de que el trote de senora Mari parece el de una gacela alada? Dicho así suena horrible, está lejos, muy lejos de lo que es o fue “la cosa”. Esas palabras prostituyen la realidad, al menos esta realidad que yo viví hace un instante, y no significan nada y no representan nada. La angustia empezó a carcomerme, la vida, una vez más, me proponía una pulseada que difícilmente yo iba a poder ganar. 

Y entonces, oh milagro de los milagros, oh duende o hada o ángel o vaya a saber uno qué bicho real o mitológico, fue que pasó algo. Algo concreto que se sumó a todo lo demás e hizo que eso que intentaba contener se derramara a mares hacia el lugar correcto. Algo que a veces me pasa, algo indefinible, una sensación al borde de un sentimiento que no se puede cristalizar en una expresión concreta, que necesita vueltas y vueltas del lenguaje para tomar forma, para poder asomar fantasmalmente, al menos un poco, su silueta. Algo que es desesperante pero a la vez salva de la desesperación. Eso que “es”, aunque no tengo la más remota idea de lo que digo cuando digo esto. 

Pero a mí me pasa, y yo sé que a muchos les pasa: que a todos los que escribimos nos pasa, que a todos los solitarios nos pasa, que a todos los que extrañamos lo perdido nos pasa, que a todos los que lloramos por tonterías nos pasa, que a todos los que no tuvimos dónde dormir nos pasa, que a todos los que estuvimos presos, enfermos o muertos, nos pasa. A todos los que podemos contarlo, a todos nosotros, nos pasa. Y me pasó: castañas asadas. Eso fue lo que pasó. Justo cuando me levantaba para despedir al jardinero negro de barba blanca de huesos de polvo sentí el aroma. En un principio no pude definirlo, pero era perfecto, era el anticipo perfecto de algo perfecto, de “eso” que iba a venir a visitarme, por unos pocos segundos, una vez más. Y fue justo cuando senora Mari me servía mi taza de café recién preparado que se completó la orquesta. Porque justo cuando miro a mi suegra, que se iba hacia el fondo, y miro al jardinero y después miro a senora Mari, que suspiró chiquito, desde un lugar secreto del corazón o del alma. Ella sonreía de antes, como sabiendo íntimamente algo que yo ignoraba. –Castanhas assadas –dijo.

Y entiendo ahora lo que hace pocos instantes, en ese instante, no entendí. O entendí pero sin comprender, o sea, sin abarcar el entendimiento. Porque fui incapaz de mesurar la dimensión exacta de esas palabras puras. Tal vez eso: las palabras en sí, por primera vez, eran o contenían al fantasma, al fantasma completo, y entonces no había nada que entender. Recordé que senora Mari tenía guardado otro secreto: ella es analfabeta.

–Uma delicia –agregó finalmente, para arrancarme sano y salvo de mis pensamientos. 

Y en la palabra “delicia” entró todo: la tarde, el sol como una naranja enorme detrás del paredón y las palmeras del frente de la casa. El aire espeso y tremendo del nordeste brasileño. Su verano de viento y de lluvia, su cielo mitad celeste y mitad negro de tormenta, los veleros blancos y puros de la iglesia de Itapoá.

–Allá también tenemos –dije. 

Pero fue estúpido; porque estuvo de más. La última palabra debió haber sido “delicia”. Y la última acción la de haber saludado con la mano al jardinero justo después de que me dijera que tuviésemos cuidado con el cachorro porque había puesto un veneno fuerte para combatir a las hormigas. Eso lo había dicho antes de que senora Mari dijera “castanhas assadas”, antes de que agregara “uma delicia”. 

Pero tuve que seguir, y es ahora mismo que escribo, tomo el segundo café, y veo venir la noche amarga y africana que ahora viste de luto completo. Pero todas estas cosas son gaviotas para otro mar y, por supuesto, carecen de importancia.