Uno

Una vez más, entre las postales de mi mapa imposible, suenan los últimos acordes de una canción que todavía flota en el aire. Otras canciones que se suman a esa playlist secreta, íntima, que está escondida entre las huellas de la ciudad que supo ser. Si presto atención se escuchan, superpuestas, algunas de las melodías de los tantos hombres que fui.

 

Dos

Pasaje Federación 2159. Una casa de dos plantas con un departamentito al fondo, en un pasaje de apenas cien metros de largo, frente a unos terrenos por los que alguna vez había pasado el ferrocarril. La vía era apenas un recuerdo truncado por el asfalto y las casas que se alzaban interrumpiendo el paso. En la casa de adelante vivían mi madre y mis hermanos; cruzando el patio, en un departamento diminuto -cocina, dormitorio y un baño-, mi mujer, mi hijo de pocos meses y yo. La cama de Joaquín, al lado de la cocina, se transformaba en sillón durante el día. Por entonces yo trabajaba como cajero en una mutual. En general volvía a eso de las cinco, pero los días de vencimiento de impuestos hacer la caja me llevaba hasta la noche: llegaba cuando mi hijo ya dormía y al día siguiente me iba antes de que despertara. En esa etapa de novedades vertiginosas, donde cada mínimo gesto o aprendizaje incorporado por el bebé era motivo de celebración, perderme esas pocas horas diarias que podía compartir con él era un gancho al hígado que me ponía de rodillas.

Un día mi mujer llamó al trabajo. Puso al bebé en el teléfono y trató de que repitiera algo. "Dijo papá", aseguró, "hace un rato dijo papá". Me tuve que emocionar por interposición materna, por el relato del suceso fundacional. El crecimiento de mis hijos, supe entonces, no sería algo a lo que asistiera siempre sino, en ocasiones, algo que me tendrían que referir, y tuve unas furiosas ganas de llorar.

Pero también había noches normales y en ese punto del mapa imposible a veces suena mi voz cascada y susurrante que improvisa canciones de cuna. Los dos o tres fragmentos de canciones de María Elena Walsh que podía recordar se me agotaban pronto, y entonces apelaba a "Canción de cuna" de JAF, o algo así, para unos ojos claros abiertos que me miraban con ese asombro fatal que tienen siempre las miradas de los bebés. E infaltablemente le cantaba "Razón de vivir" de Víctor Heredia, en voz muy baja, como un juramento o una promesa: "Para decidir si sigo poniendo esta sangre en tierra / este corazón que bate su parche sol y tinieblas / Para continuar caminando al sol por estos desiertos / Para recalcar que estoy vivo en medio de tantos muertos / Para decidir, para continuar, para recalcar y considerar / Solo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros / Ay, fogata de amor y guía / Razón de vivir mi vida."

Supongo que a veces pensaba que ahí, en esos ojos claros que me miraban cantar, estaban todas las respuestas que podía necesitar.

 

Tres

Belgrano y Sargento Cabral. "Hicimos el amor por primera vez en las escaleras del pasaje que está junto al edificio de la ex Aduana, amparados por la soledad de la madrugada", dice el narrador sin nombre de mi novela Después del fuego. "Habíamos desechado los bancos de madera de los descansos, iluminados por faroles, para sentarnos en los primeros escalones de la última escalera que bajaba hasta la avenida Belgrano. Hablamos un rato, fumamos un par de cigarrillos; después nos dedicamos a besarnos y mis manos la exploraron con avidez por debajo de una falda larga y suelta que facilitaba todos mis movimientos. Hicimos el amor, dije antes; debería decir: Mara me hizo el amor." En mi mapa imposible, donde se superponen las escaleras que fueron -y todavía son: el lugar se conserva prácticamente igual- con las que narré alguna vez, Mara y el chico que se hacía llamar Pessoa y la chica que no se llamó Mara y yo, compartimos el mismo espacio al mismo tiempo en una madrugada de amores urgentes. Puestos a ponerle música a las cosas, supongo que sonaría la voz de Lennon cantando "I didn't mean to hurt you / I'm sorry that I made you cry / Oh no, I didn't want to hurt you / I'm just a jealous guy". No fue ahí, por supuesto: esa canción habría de sonar más tarde, acaso en una noche parecida, en un bar de Rioja y Sarmiento, frente a la siempre imponente fachada del Club Español. Era la madrugada y comíamos hamburguesas, famélicos y felices, y la cantamos a dúo a media voz mientras sonaba por los altoparlantes del bar.

Nos quisimos con esa canción y con otras también. Después, por supuesto, nos lastimamos sin querer y lamentamos hacernos llorar como auguraba la canción, que sabía más de la vida que nosotros dos.

 

Cuatro

Un banco, de cara al río. Parque de las colectividades, a lo mejor el parque Sunchales. ¿Cuánto llevábamos caminado? Habíamos pasado más de tres horas hablando y tomando un par de cervezas en una mesa de Flora y después nos echamos a andar bordeando el río, uno al lado del otro, repentinamente en silencio. Era noche de enero y el alivio de la brisa nocturna al borde del río alargaba las noches de todos: aunque ya hacía rato que pisábamos la madrugada el parque era un hervidero de gente. Familias que habían llegado con reposeras, grupos de jóvenes con una guitarra y latitas de cerveza, parejas sentadas de cara al río que conversaban a media voz. Nos asombró, a los dos, toda la vida que todavía bullía en un día de semana, a una hora en habitualmente ambos solíamos dormir. Nos sentíamos ajenos, extraños: hay cierta hora en que la ciudad que es nuestra de golpe no lo parece más. Al final nos sentamos en un banco y, tal vez, nos preguntamos ahora qué, ahora cómo, porque ya hacía tiempo que no éramos chicos y eso que estaba ocurriendo era extraño y también hacía tiempo que ninguno de los dos se aventuraba por los laberintos de la seducción. O, por lo menos, no así, en un banco de una plaza, como dos adolescentes. Como turistas a destiempo, con gafas de sol y mallas de colores en los primeros días de frío.

No había música. Pero tengo para mí que, en algún punto secreto, apenas audible, ya sonaba la canción que nos empezaría a perseguir a todas partes. La que sonaba en la playlist que yo había elegido la primera vez que ella se subió al auto, y que resultó ser su canción favorita -la realidad también sabe de clichés-. La que sonó en el patio de una librería de Brooklyn, en Nueva York, justo en el momento en que ella se sentó a leer el libro mío que acababa de comprar, como en un escena de una previsible comedia romántica: "Fly me to the moon / let me play among the stars / let me see what spring is like / on Jupiter and Mars / In other words / hold my hand / in other words, baby kiss me".

Y volamos. Confiando en que, como dijo Flannery O'Connor, todo lo que asciende tiene que converger.

 

Cinco

De modo que a veces echo a andar por esas geografías intangibles que conforman el mapa de las ciudades múltiples y superpuestas en las que conviven los hombres que supe ser. Voy atento a las melodías que suenan en algún rincón y, también, a los callejones de silencio. La memoria y el olvido son dos caras de un mismo elepé que no deja de girar.

nunez.javier.e@gmail.com