Desde Quito
El próximo domingo se develará una incógnita crucial para Ecuador y América Latina y el Caribe. Será el “test ácido” cuyo resultado indicará si se revierte la tendencia regresiva puesta de manifiesto por el triunfo de Mauricio Macri en la Argentina y la ilegal deposición de Dilma Rousseff en Brasil o si, por el contrario, los procesos que desde fines del siglo pasado alteraron para bien el mapa sociopolítico de la región transitan hacia su ocaso definitivo. Un triunfo de la fórmula Lenin Moreno-Jorge Glas, derrotando a la poderosa derecha ecuatoriana apoyada a través de mil tentáculos por el imperio, sería la alentadora expresión de lo primero; su derrota bien podría ser el “canto del cisne” del ciclo progresista y de izquierda y la antesala de un salvaje retroceso económico, una marcada involución autoritaria y un proceso de restablecimiento del orden neocolonial en el Ecuador, con profundas repercusiones también en el plano internacional.
Consultadas las encuestas de las más diversas fuentes, tanto las encargadas por el oficialismo como por la oposición, lo que hasta ahora se sabe es que en todas ellas Lenin Moreno aparece superando el umbral crítico del 40 % de los votos válidos emitidos, es decir, excluyendo los nulos y en blanco. No obstante, para acceder a la presidencia necesita ganar por más de diez puntos de diferencia a su más inmediato perseguidor, hasta ahora el banquero Guillermo Lasso que en todas las mediciones se sitúa unos quince puntos por debajo del candidato oficial. Si bien hay una proporción todavía muy elevada de “indecisos” –un 25 por ciento– no hay razones para pensar que el grueso de los mismos vaya a otorgar su voto al principal accionista del Banco de Guayaquil. Más bien lo que algunos expertos indican es que entre aquellos se oculta una parte significativa de votantes por la Alianza País, que ante la brutal campaña de terrorismo mediático lanzada en contra de Rafael Correa y la Alianza País opta por ocultar su intención de voto por temor a la intimidación o el escarnio público. En conclusión: las incógnitas son muchas y lo único sólido es que en todas las encuestas Moreno muestra una ventaja considerable sobre sus adversarios. Predominio también confirmado cuando se comparan las multitudinarias concentraciones del candidato de Alianza País con las de sus rivales, inferiores en número y en entusiasmo.
La década presidida por Correa marca una virtuosa discontinuidad en relación a la historia reciente del Ecuador. Antes de su llegada al Palacio de Carondelet ninguno de los tres presidentes que le precedieron finalizó su mandato. Si la inestabilidad era el signo de la política ecuatoriana, con su presidencia aquellas turbulencias quedaron atrás. Con todo hay dos datos que inquietan al comando de campaña de Lenin Moreno. Primero, desde la recuperación de la democracia en 1979 sólo un candidato ganó la elección presidencial en primera vuelta: Rafael Correa en 2013, cuando obtuvo el 57 por ciento de los votos, cifra que en este momento es sencillamente inimaginable. Segundo, ningún partido que ejerció el gobierno triunfó cuando se presentó para la reelección, con la solitaria excepción del actual mandatario. El desgaste de la gestión gubernamental en un sistema político tan volátil y de fuertes tendencias centrífugas como el ecuatoriano se cobra su precio: castiga al candidato del oficialismo y abre las puertas a la oposición.
¿Podrá Lenin Moreno romper estas dos constantes de la política ecuatoriana contemporánea? Es muy posible, porque aún cuando no llegase a triunfar en la primera vuelta sus chances de alzarse con la victoria en la segunda son bastante grandes. El heteróclito conjunto de partidos de la oposición amontona a la ultraizquierda y otras fuerzas menores junto a una alicaída social democracia, banqueros neoliberales con maquillajes posmodernos y la vieja oligarquía de terratenientes y banqueros tradicionales que junto a sus aliados y competidores en el sector financiero despeñaron al país por el abismo en 1999 forzando la súbita emigración de más de dos millones y medio de ecuatorianos y la pérdida de su signo monetario, reemplazado por el dólar. Un agrupamiento de fuerzas y personalismos al cual, diríamos con Borges, “no los une el amor sino el espanto” y por eso mismo no parece tarea sencilla que puedan unificarse para enfrentar con éxito la batalla final.