Con una formidable actuación de Anne-Sophie Mutter terminó el jueves, en el rebautizado Auditorio Nacional del Centro Cultural Kirchner, la sexta edición del Festival Barenboim. La violinista alemana actuó junto a la West-Eastern Divan Orchestra, dirigida por el mismo Daniel Barenboim. Terminaron así los dieciocho días de un encuentro que entre sus figuras centrales tuvo también a Martha Argerich, el tenor Rolando Villazón y el violinista Michael Barenboim, hijo del director. Si el saldo artístico que deja el Festival es superlativo, quedan muchos interrogantes acerca del sentido de que el Estado se haga cargo de realizar una manifestación muy costosa en el actual contexto de restricciones, en particular a la cultura. No se puede vivir de prestado.
Contribuyendo definitivamente al gran saldo artístico, en la noche final Mutter interpretó un segmento del Concierto para violín y orquesta Anne-Sophie, que le dedicó en 2001 su marido, el recordado André Previn, y el Concierto para violín y orquesta en Re menor Op.47 de Jean Sibelius. Fueron dos momentos intensos y exigentes, tanto desde lo temperamental cuanto en lo técnico, que la violinista resolvió con feroz instinto musical y elegancia, como se podía esperar de una de las grandes intérpretes de estos tiempos.
Para pagar tanto aplauso, como hizo en la presentación de miércoles, Mutter, que en noviembre vuelve al Teatro Colón, dejó como bis la “Sarabanda” de la Partita en Re menor BWV 1004, de Johann Sebastian Bach. El programa del concierto culminó con una versión impactante, de la Sinfonía nº7 en La mayor Op.92 de Ludwig Van Beethoven. La lectura de Bareinboim exaltó la generosa pulsión rítmica de la obra y al mismo tiempo logró extraer de una muy buena orquesta juvenil –que mostró un nivel superior al de 2016– gracia y claridad tímbrica.
El festival que había comenzado con sonatas de Beethoven terminaba con una de las sinfonías más entrañables del compositor revolucionario, en manos del multifacético Barenboim. De lo que sucedió entre tanto quedan postales emocionantes, por sobre todas, la de la inagotable Martha Argerich tocando el Concierto nº1 para piano y orquesta en Si bemol menor, de Piotr Illic Tchaikovsky.
Por sus condiciones arquitectónicas y la excelente organización, el CCK en sus diversos espacios resultó el lugar ideal para el desarrollo de las distintas actividades previstas. La acústica extraordinaria y la comodidad visual de la sala de conciertos redondearon la excelencia de la propuesta artística. Además de cinco charlas, dos ensayos abiertos al público y una presentación gratuita de la WEDO en el microestadio de Tecnópolis, los conciertos en total fueron diez y como el año pasado rompieron la lógica gratuita del espacio cultural con entrada entre 400 y 2000 pesos. Los que pudieron pagar –o los más o menos distinguidos invitados–, fueron partícipes de una celebración de la música, una especie de milagro en medio del desconcierto en el que viven las instituciones argentinas ligadas a la cultura.
Pero ni el festival es un milagro, ni el desconcierto es una casualidad. Se trata de políticas, de gestión de los recursos públicos. Es decir, una elección del Estado acerca de dónde, cómo y para quién avalar presupuestos. Como señaló Emanuel Respighi en una nota publicada en Página/12 (“Un faro cultural en medio del ajuste”), esta "misión de irradiar desde la Argentina al mundo la magia de la música", como la definió el secretario del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos Hernán Lombardi, implicó el desembolso de más de 100 millones de pesos de las arcas públicas.
Se trata de una cifra descomunal para un evento que en el CCK no cuenta con una tradición que lo sostenga, que está destinado a un público limitado y que prácticamente no contó con sponsors. Pero que además no pudo llegar a un público amplio y no menos ávido, porque no se pudo transmitir vía streaming a través del sitio del CCK, ni por Radio Nacional Clásica, como tantas de las manifestaciones que se realizan en el gran centro cultural. Además, para ser parte de los contenidos de la plataforma Contar deberá esperar la supervisión de la Daniel Barenboim Stiftung, la fundación que se encarga de promover el diálogo cultural y la convivencia entre jóvenes árabes e israelíes.
La cultura nunca es un gasto, se sabe, y eso es lo que cuesta un evento de estas características en cualquier lugar del mundo. Y lo vale. Sin embargo, es sensato pensar que en estas circunstancias, con ajustes atroces en todos los ámbitos de la cultura, una erogación semejante por parte del Estado es un despropósito. Basta pensar, y es solo un ejemplo, que el presupuesto de este año previsto para la Orquesta Sinfónica Nacional no llega al millón de pesos, es decir ¡la centésima parte de lo que costó el Festival Barenboim! Recursos hay. La decisión política es invertir en lo que, más allá de su excelencia artística, resulta pasajero. Y, como en tantos ámbitos de la vida nacional, ningunear la producción propia.
Sin políticas, sin presupuestos y con escaso margen de gestión, la producción de los cuerpos artísticos estatales se aleja de la idea de ser parte de una comunidad que piensa y produce también las expresiones que constituyen una cultura. Hay una política que los priva de sus posibilidades civilizadoras, considerando en este caso a la música como poco más que una abstracción sensual y temporaria, poco menos que un oropel de vanidades.
Los mismos que alguna vez señalaron a los agentes de la administración pública como “la grasa del Estado”, ahora se revelan como “el sushi de la República”.