A Rafael, de 73 años, la jubilación no le alcanza. En mejores épocas manejaba un taller de repuestos para autos. Llegó a contar con una decena de empleados. Tuvo que echarlos a todos. “Vino este Gobierno y lo dejó patas para arriba”, dice con un tono más cercano a la desazón que a la furia. Norma, su mujer, fue docente. También ya jubilada, debió iniciarse en trabajos de costura. El matrimonio vende ropa en ferias de Laferrere y Ramos Mejía. “Espero que en las elecciones la gente no se equivoque. Todo lo que le prometieron es mentira”, sentencia Norma, dando a entender que las puertas hacia escenarios más favorables pueden ser tanto espirituales como políticas. Es que Rafael y Norma no se encuentran en una movilización, sino a la espera de ingresar a la parroquia de San Cayetano en el barrio de Liniers.
Sobre los adoquines de la calle Bynnon, entre vallas, coexisten dos filas. Una avanza con el ritmo de los pasajeros que atraviesan molinetes en las estaciones. La otra lo hace lentamente y es más extensa; dicen que por la mañana llegó hasta la cancha de Vélez. Como una suerte de “vip”, agrupa a los que tendrán el privilegio de detenerse frente a la imagen del santo patrono detrás del vidrio y, además de eso, “tocarlo”. Los otros, en cambio, lo contemplarán desde la lejanía. Tal diferencia es una sutileza al lado de la similitud, porque a las miles de almas que cada 7 de agosto se acercan hasta aquí las mueve un mismo latido: el de la fe. “Una cosquilla que sienten los que tienen corazón”, define uno de los fieles de la fila exprés.
Pero teniendo en cuenta que los asuntos de San Cayetano son nada menos que el pan y el trabajo --“en este país siempre falta alguna de las dos cosas”, sugiere un coordinador de la logística de la festividad, quien prefiere no dar su nombre--, hay otro elemento que une a estas almas. Adultos, jóvenes en menor medida; familias. El acontecimiento se dirige hacia dos claras intenciones vueltas acto: agradecer o pedir. O ambas. Para ello hay quienes acampan los días previos al 7 hasta que llega la medianoche de este día, se abren las puertas de la parroquia y se inician las misas. O quienes como esta tarde toleran cuatro cuadras o más de cola para “tocar” a uno de los santos predilectos de las clases populares de la Argentina. Pedir y agradecer por uno mismo. También por los demás. Familiares, amigos, vecinos, conocidos. O el pueblo todo.
Esta vez varios medios dicen que hay menos gente. Las percepciones son contradictorias entre quienes esperan y organizan, casi todos experimentados en esta fecha del calendario religioso. Francisco Rodríguez, scout que está en la coordinación desde fines de los noventa, supo que muchas familias no pudieron llegar completas debido a los costos del transporte. También observa que, mientras que antes solían almorzar o cenar en alguno de los locales del lugar, ahora llegan con comida preparada en sus hogares. Más allá de las estadísticas, lo que se respira en este micromundo en que se venden a 100 pesos remeras del santo y jóvenes scouts reparten gratis rodajas de pan y mate cocido es un ánimo social que oscila entre dos polos en apariencia contrapuestos. Pero sólo en apariencia.
A grandes rasgos, el que, como Rafael, pide, siente bronca o angustia. Y el que agradece, por más que lo haga con auténtica gratitud, mastica la sensación de haberse salvado del abismo y una preocupación por su entorno. Por esto último es que Julio, empleado de una fábrica de calzados de Isidro Casanova, expresa: “Trabajo más y cobro menos. Hay que aguantar mientras se pueda. Pero agradezco. Dentro de todo trabajo”. Dentro de todo. A una empleada doméstica de Lomas de Zamora, sus patronas le dieron el día con un encargo: “Andá y pedí por todos. Pedí abundancia”. Claro, los daños colaterales: “A ellas se les hace difícil pagarme a mí, tenerme todavía, por cómo está la situación del país”.
Fuera de la iglesia de la calle Cuzco hay un escenario donde se ofrecen misas en continuado. También una feria que despliega todo tipo de objetos --llaveros, velas, esculturas-- y son plaga los vendedores de espigas. Los servidores reparten estampitas y oraciones. Y escuchan, consuelan, abrazan. Los seminaristas conceden bendiciones. Aparecen otras ofertas que nada tienen que ver con la escena, como globos con luces led. La más insólita es una bucleadora de goma. En la solemnidad del encuentro, también desentona que los fieles se saquen selfies con el movilero de TV Robertito Funes Ugarte.
En el interior del edificio, el tráfico es incesante. El obispo auxiliar de Buenos Aires Ernesto Giobando ha estado confesando feligreses durante tres horas. Todos los confesionarios se hallan poblados. Todos desean hablar de sus “luchas”. “Siempre con la misma fe subyacente, hay distintos años y humores --analiza el hombre--. Veo un humor desanimado, pero por otro lado, ganas de salir adelante. Este San Cayetano es especial: estamos frente a elecciones y propuestas que ojalá respondan a las necesidades de la gente.”
A días de las PASO, la contienda electoral se presenta en el horizonte como una esperanza en medio del caos y al margen de lo que disponga la voluntad divina. Al contrario de lo que podría suponerse, ante todo considerando que San Cayetano “trabaja” en circunstancias históricas más o menos adversas, el tándem religión-política no tarda en aparecer en los testimonios de los presentes, sobre todo en el caso de los más afectados: los que piden. Entre ellos hay matices. Están los que se quedaron sin empleo, los que padecieron recortes en su jornada laboral y los que logran sobrevivir gracias a changas.
Las sórdidas pinceladas que aportan sus voces parecen reactualizar el famoso cuadro de Ernesto de la Cárcova llamado, precisamente, Sin pan y sin trabajo (1894). Marcelo, de unos 40 años, pertenece al segundo grupo. Se desempeña en una fábrica de plástico y el ajuste de horas fue duro, le quitaron la mitad. “La estoy pasando remal. No sé cómo sigo vivo todavía. Sigo en la lucha para ver si cambia ahora cuando cambie el gobierno”, se lamenta, solo en la fila, ya de noche. Con 16 mil pesos mensuales, más lo que obtiene de alguna changa, paga dos alquileres, el suyo y el de sus hijos. Es eso lo que más lo inquieta. Adriana, por su parte, es de las que ponen el cuerpo por otro. Su hijo fue despedido hace dos meses de un neuropsiquiátrico de la Ciudad, donde se abocaba a la seguridad. A ella el contexto político le “triplica” la tristeza. En 2001 lo perdió todo y sufrieron ella, su esposo y sus hijos. Ahora sufren también sus nietos. La más desesperante es la historia del hijo de Nilda. Metalúrgico, perdió el trabajo en marzo. Consiguió una changa y se cortó los dedos con una amoladora.
Los relatos de promesas cumplidas dan un respiro que permite salir del cuadro de De la Cárcova. Como el de la chica de 30 años que lleva del brazo a su abuela y está segura de que fue San Cayetano el que le dio un empleo. Otra mujer llamada Nilda evoca que
llovía torrencialmente hace dos años cuando pidió por su hijo, desempleado durante un lustro. El santo cumplió, así que volvió para agradecer. La misma suerte tuvo Emilia: le encargó un trabajo para el nieto, y en cuestión de horas “ya estaba”. Pero no hay bien que por mal no venga: “Va a hacer cinco años que está trabajando en el mismo lugar. El patrón lo quiere un montón. Los echaron a todos y él sigue estando”.
Puede que la fe, como dice aquél obrero de la construcción, sea una cosquilla que sólo algunos corazones experimentan. Puede que tener trabajo sea cuestión de fe. En San Cayetano se defiende, más que ninguna, esa lógica. Giobando dice que este encuentro de inmanencia teológica trata de la bendición de Dios en la creación del hombre. Pero también dice que tener trabajo depende de una “combinación de fuerzas”. Las religiosas, las humanas, las políticas.