Un llamativo consenso se ha construido en torno de las campañas electorales de estos últimos días. La campaña oficialista es buena porque unifica mensajes, se concentra en sus objetivos, selecciona rigurosamente sus audiencias y dirige a cada uno aquello que pueda movilizarlo, atemorizarlo, contenerlo o lo que en cada caso sea posible y conveniente. En cambio la campaña del principal frente opositor es deficitaria porque no muestra esa cohesión y ese rigor en la relación entre mensajes y receptores. Estamos, así, en una discusión enteramente colocada en el terreno de las formas.
¿No habrá modo de empezar una conversación seria sobre el estado de cosas en que este proceso electoral se cruza con la realidad social del país? Parece que la cuestión de la verdad pertenece al mundo del pasado; la mentira es igual a la verdad siempre y cuando la gente la crea. Esa complacencia relativista y posmoderna con la mentira y el ocultamiento parece querer vestirse con la ropa del pluralismo democrático. Perfectamente puede hacerse política en nuestro país sin necesidad de que se establezca una definición mínima del real estado de cosas en el país. Sin embargo, la verdad es un requisito de la democracia y, a la vez, una de las cualidades que la distinguen de la tiranía en la que el poder impone su interpretación de las cosas sin necesidad alguna de contrastarla con la vida real.
Revisemos un poco nuestra historia. Cuando Galtieri dijo “vamos ganando” a propósito de la guerra en Malvinas era una mentira. Cuando De la Rúa dio la “buena noticia” de un acuerdo con el FMI que desembocó en el colapso de diciembre de 2001 estaba mintiendo. No eran simples opiniones, eran falsedades dirigidas a confundir y a manipular la opinión pública. Y esas mentiras –entre otras de parecido porte- fueron creídas por millones y tuvieron consecuencias trágicas para los argentinos y argentinas. “La batalla de Puerto Argentino ha terminado”: esa fue la frase con la que se anunció la capitulación en la guerra de 1982. La otra buena noticia aquí comentada terminó con su enunciador huyendo en helicóptero y, lo que es más grave, en un desastre social sin antecedentes por entonces.
La “buena campaña” de la fórmula Macri-Pichetto tuvo, ciertamente, una dirección única y una enunciación coherente: la de ocultar la realidad de la pobreza, la desocupación, la inflación, la caída de la producción, la fragilidad financiera del país, el atropello institucional, la utilización del poder judicial para la persecución del adversario, la brutal transferencia de ingresos orientada a favorecer a los grupos económicos más concentrados (con prioridad especial para amigos, parientes y socios) el uso de la represión contra la protesta…Es, puede aceptarse una buena campaña publicitaria, género en el que, se sabe, lo que interesa es la venta del producto y no la verdad. La publicidad, decía Borges, se basa en el principio de que las personas crean que una mercancía es buena porque así lo dice su fabricante. En el caso de la campaña electoral, lo importante para cada uno es ganar las elecciones. La política, sin embargo, es un “mercado” muy especial. Lo es, porque el resultado de la competencia nos concierne a todos, nos afecta a todos y no solamente a quienes “compran” tal o cual producto.
Argentina está pasando por momentos muy graves. Nos acechan, como comunidad política, peligros muy serios, análogos a momentos como el de diciembre de 2001 en el que nuestra propia existencia independiente estuvo en cuestión. No habrá elenco de gobierno capaz de sostener el timón en medio de las amenazas si no se crea un piso mínimo común para un diálogo político que incluya a todos y no solamente al que obtenga la mayoría en la elección. Y la condición esencial de un diálogo es la verdad. Claro, se puede decir que ese problema es posterior a las elecciones, ahora la cuestión es quién gana. Inevitablemente la pregunta por quién gana es acuciante un día como hoy en el que empieza a definirse el futuro político. Pero no deberíamos eludir una cuestión fundamental: la elección presidencial es el momento de máxima atención masiva del mensaje político. Es, en buena medida, el momento en que la disputa por el rumbo del país nos concierne a todos y, como tal, la oportunidad para establecer un rumbo a partir de un estado de cosas dado.
La campaña oficialista consistió en sustraer de la escena cualquier debate en torno de la realidad y de sus posibles cursos de desarrollo. La satanización de los gobiernos anteriores, el autoelogio por las “obras” realizadas y los “mejoramientos” en la calidad de vida del pueblo, mayormente invisibles para el propio pueblo, fueron su contenido principal. Silencio absoluto sobre el futuro que nos proponen en el caso en que sean reelegidos. Curiosamente en el único lugar en el que pudo escucharse una frase de Macri fue en un spot de Alberto Fernández que incluye al presidente anunciándole a Vargas Llosa que lo que propone es “el mismo rumbo que hasta ahora pero más rápido”. ¡Y hasta podría decirse que esa es la única verdad que el macrismo dijo en la presente campaña electoral!
La imagen que muestra en mitad del cruce de un río fue el mantra que operó como el equivalente de un argumento político en boca de la alianza gobernante. Podría haber sido un aporte democrático serio al debate sobre el futuro. Pero para serlo debería haber explicitado aunque fuera de forma muy general cuáles eran los pasos que nos llevarían a cruzarlo exitosamente y, sobre todo, qué nos espera en la otra orilla. Es decir, cómo en esa orilla se vería mejorada la vida de los argentinos, gravemente empeorada durante la primera mitad del cruce. Claro, por fuera de la campaña estuvo la vida real. Y en esa sede nos fuimos enterando los que nos ocupamos un poco más de estas cosas de que en la orilla a la que llegaremos nos espera una “reforma laboral” y una nueva “reforma previsional”. Entonces resulta que lo que está en la otra orilla ya lo vimos en nuestro país. Es la precarización laboral, el debilitamiento de los sindicatos y del derecho del trabajo y la voluntad de las patronales como norma orgánica del asalariado. Es la privatización de las jubilaciones y la profundización de las desigualdades en el sector, el abandono del principio solidario como base del sistema previsional y la puesta en valor de una falsa meritocracia que presupone que todos los habitantes arrancan desde el nacimiento del mismo marco de oportunidades.
De todos modos, el proceso electoral recién empieza. Podría ser que el resultado de las primarias obligue al gobierno a aceptar el debate sobre el presente y el futuro que drásticamente esquivó en esta campaña.