Empecemos por una cuestión que no es anecdótica ni citada con el diario del lunes.
En el “círculo rojo” y en todo el ámbito informado, en serio, se conocía que las encuestas daban cuenta de una diferencia muy grande a favor de Fernández y Fernández. No menos de entre 8 y 10 puntos.
Todos --todos-- los consultores reconocían en privado que, en público, no admitirían jamás esa distancia sólo por temor a equivocarse.
Entonces, hablaban de unos cuatro o cinco puntos como mucho.
Pero se sabía de largo que pintaba para lo que sucedió, aunque sí es veraz que no previeron semejante tunda.
La elección demostró que el efecto bolsillo y estómago fue y es determinante. Que la pornografía de emparentar a Argentina con Venezuela fue y es una ensoñación que sólo los “cuadros” macristas podían creerse. Que la campaña contra la corrupción K se quedó tan antigua como ese macrismo (des)comandado por la sapiencia de saber tripular elecciones cuando se trataba de prometer, pero no la realidad cuando se transforma en inmanejable para las bombas de humo.
Qué emocionante lección dio ayer la mayoría de este pueblo contra quienes se creyeron que todo empieza y termina en la efectividad publicitaria.
La impotencia de anoche, en todos los rostros macristas, merece ser festejada.
Pero no por la chicana del pase de factura.
Simplemente, por la constatación de que todavía hay una mística, una historia, unos símbolos, que tienen algo que decir.
Mucho que decir.
Lo que pasó ayer es una reivindicación de que el concepto “pueblo” puede competir favorablemente contra el de “gente”.
No significa utopía alguna concretada, vaya obviedad, pero sí que se sigue en disputa.
Y que los argentinos volvemos a marcar rumbos. Locales y latinoamericanos, para empezar.
Uno de los datos más trascendentes de ayer, entre las 18 y las 21, no fue la cara de estreñidos ni el balbuceo de los voceros periodísticos oficiales, que llegaron al extremo de no poder coordinar oraciones elementales (tampoco es su especialidad, por cierto). No fue que poco después de las 19 retiraban los globos del bunker de Ex Cambiemos, en una bolsa de consorcio. No fue Horacio Rodríguez Larreta sin poder disimular, primero, su sonrisa tristemente forzada y, después, anunciando su triunfo local con el alargue de logros vecinales sin poder entrarle a la paliza nacional.
Ni siquiera fue la vergüenza de retener los datos, por parte de esta banda que había venido a restablecer los valores republicanos.
No fue Macri sin tener la mínima dignidad de felicitar a los ganadores, reconociendo la derrota con ausencia de datos oficiales y mandando a la gente a dormir. Un zombie como nunca se vio en la historia política argentina, con Heidi a su derecha mirándolo cual si estuviera contemplando precisamente eso, un zombie.
No fue Carrió ya completamente extraviada, en delirio total, protagonizando otro hecho inédito, insólito: hablar a posteriori del propio Presidente, para ver si convencía de algo, nadie entendió de qué, a una barra vencida a la que Macri no fue capaz de estimular aunque fuere por amor propio, diciéndole de alguna manera, dentro de su horripilancia retórica, “acá está el Presidente”.
La clave fue que cada quince minutos, en el Frente de Todos, casi desde el mismo cierre de la elección, se sucedió una muestra de unidad imprescindible, de roca, decisiva. Yasky, Solá, De Mendiguren, Recalde, Palazzo, y disculpas por las omisiones, en duplas, exhibiendo que hay enorme fortaleza para lo que puede preverse como una crisis de gobernabilidad ¿impredecible?
Decíamos el sábado que, si el lunes ocurre que lo importante será el voto de los mercados, habrá una extorsión requirente de mucha fuerza en la voluntad popular ganadora.
Preguntábamos qué pasaría si esos mercados votan asustarse y provocan un tembladeral, una corrida terminante, como esa con la que intimidó el aparato mediático oficialista en caso de ganar la fórmula opositora.
Ahora cabe decirlo y preguntarlo con más énfasis todavía.
Ni el Gobierno ni el mundo corporativo-financiero con sede en la Casa Blanca vieron venir que en este país, socialmente, no se la llevan de arriba sin consecuencias. Ni que debía estarse mucho más atento a eso que en torno de SmartMatic.
En términos de “normalidad” institucional, lo sensato no sería detenerse en las herramientas del Banco Central y de la plata del Fondo para contener lo que puede pasar dentro de un rato con la apertura de los mercados.
Sería que hubiera un Presidente con la imagen de tal, conduciendo la transición hacia lo irreversible.
No es lo que parece.
Data al momento de escribirse esta columna, alrededor de la medianoche, habla de un hombre groggy que no sabe qué hacer ni decir.
Quienes lo rodean, tampoco lo saben.
El Frente de Todos, así como demostró una unidad monolítica en la tarde/noche de ayer y en primera impresión personal, con todas las imperfecciones analíticas de escribir y opinar bajo tensión, debería prepararse para una crisis de magnitud porque el país podría afrontar un vacío de poder.
En síntesis provisoria, a no dormirse en laureles bien ganados que merecen tanto festejo como prevención.
Son los dos aspectos en este país lisérgico donde, gracias a la unidad peronista entre otras cosas, Axel Kicillof --un militante de formación de izquierda que recorrió miles de kilómetros bonaerenses desde hace tiempo, en un Clío, a la uruguaya, mano a mano en clubes de barrio y asociaciones de fomento, en núcleos conservadores-- le propinó una derrota histórica a la farsa de Heidi.
Un país en el que Cristina, la muerta política según las predicciones de medio mundo hasta hace la vuelta de la esquina, enseñó el camino que hoy renueva la esperanza de tanta gente.
Un país reestimulado al que Alberto Fernández le hizo muy bien cuando anoche dedicó su primer párrafo, como virtual presidente electo, a resaltar que no hay lugar para la venganza.
Ahora, más contentura, más humildad y más potencia que nunca.