El 28 de enero de 2011, los egipcios salieron a marchar, con una potente fuerza de protesta, por las calles de las ciudades del país. Usted pudo contemplar el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos, en su pantalla de televisión, a través de diversos canales internacionales de noticias. Un interés obsesivo y una gran intriga empezaban a surgir, sobre todo, en torno a las imágenes transmitidas desde un sitio en particular: Midan al-Tahrir, la Plaza de la Liberación. Esa fascinación por el flujo constante de imágenes puso en movimiento su imaginación que, muy pronto, corría desbocadamente. Los egipcios encontraban su inspiración, pero también su vergüenza, en sus vecinos norafricanos de Túnez. Nuestro levantamiento, a su vez, ayudó a desencadenar movimientos en algunas ciudades del mundo, como la que usted mismo […].
Para dar sentido a las imágenes desplegadas, las emisiones de los medios se concentraron en un grupo de individuos que, para muchos, se habían convertido en los representantes de la revolución. Las agencias de noticias entrevistaban a comentaristas y activistas políticos –cada vez más célebres por mérito propio– para que descifraran las acciones detrás de las imágenes mostradas. A medida que se asignaba a esas imágenes determinadas interpretaciones y significaciones, se fue produciendo una notable distorsión de los actos detrás de las escenas. Las emisiones en lengua no árabe se apoyaron principalmente en activistas de habla inglesa, muchos de nosotros de clase media, algunos de nosotros politizados desde antes del 25 de enero de 2011. A menudo, también los canales de noticias en lengua árabe fueron a buscar, para que hablaran en nombre de la revolución, a activistas de clase media, cada uno de los cuales interpretaba el momento en cuestión de acuerdo con sus respectivas perspectivas ideológicas. Así, nos convertimos en traductores de un alzamiento colectivo, del que lejos estábamos de ser los representantes. Nuestros rostros eran el reflejo de rostros como el suyo. Nuestras voces le resultaron comprensibles. Servíamos para hacer que esta revolución le pareciera accesible. […]
¿Acaso oyó usted las voces de la clase baja? ¿Vio a los familiares de los mártires vestidos de luto en sus propias casas? ¿Vio imágenes de los civiles sin nombre abatidos por francotiradores desde los tejados de la estación de policía? ¿Vio a oficiales de policía abrir las puertas de las prisiones para socavar ese momento revolucionario y sembrar caos y destrucción en las comunidades adyacentes? ¿Vio a los manifestantes irrumpir en las estaciones de policía el 28 de enero buscando venganza por años y años de torturas, violencia y dominación psicológica impunes? ¿Vio los cócteles molotov preparados por mujeres y descendidos desde sus balcones para vengar las mutilaciones de sus hijos y sus vecinos? Esto no fue no-violento. Solo la mirada fija, a través del lente de una cámara, en la imagen de la Plaza Tahrir y a la luz del día podía transmitirle a usted semejante impresión tranquilizadora. Otras industrias se sumarían muy pronto: detrás del periodismo, el mundo académico, el cine, el arte y el mundo de las ONGs confiaron en nosotros como los intérpretes ideales de lo extraordinario. Cada una de ellas aceptó y estimuló, en su momento, la hiperglorificación del individuo, el actor, el sujeto joven, el artista revolucionario, la mujer, el manifestante no-violento, el usuario de Internet. Todo esto tuvo lugar sobre el trasfondo de una constante necesidad de identificar, validar y valorizar el papel de lo familiar. La revolución resultaba inconcebible sin la imaginería del manifestante modelo que le sirviera a usted de protección para no verse confrontado a lo desconocido: un levantamiento colectivista contra un sistema global de dominación en el que no hay lugar para un espectador.
Internet ayudó a crear un aura de absoluta familiaridad. Al canalizar las atrocidades que ocurrían en las calles a través de un medio que usted podía reconocer, el relato presentado en los canales de noticias diluyó el misterio de los acontecimientos y encadenó su imaginación a lo familiar. Las capas de interpretación que cubrían las imágenes disminuían su miedo a lo desconocido. “Es solamente un acto contra la dictadura.” “Es un grito del individuo por la libertad.” “Es una manifestación a favor de la democracia.” “Es una revolución no-violenta.” “Internet remplazó a las Kalashnikov.” Tales discursos silenciaron las dimensiones estructurales de la injusticia y ocultaron el papel de las políticas neoliberales promovidas por instituciones como el FMI, la Unión Europea o los Estados Unidos en la profundización de la estratificación entre pobres y ricos. Hicieron que usted olvidara que es precisamente desde estas estructuras de injusticia que el deseo de justicia social surgió en primer lugar. Estos relatos dominantes –los relatos de la dominación– situaban la problemática, por ejemplo, en el problema de una dictadura local. Al aislar el crimen y subrayar la corrupción individual, estos relatos ayudaron a instaurar el escenario neocolonial del cascarón ahora vacío del antiguo régimen, remplazado por otro que mantiene la misma lógica de gobierno.
No es de sorprenderse que los poseedores de estas imágenes sean agencias de noticias comerciales, manejadas por corporaciones que sostienen o son sostenidas por los mismísimos sistemas de dominación contra los cuales nos rebelamos. […]. El modo en que se encuadra y se transmite una imagen es una práctica de poder. Estas imágenes circulan en nombre de la libertad, pero al utilizar las imágenes captadas para los objetivos de una empresa con fines de lucro, el predominio del relato así propiciado tiene el potencial de malinterpretar y, en última instancia, socavar, los actos de resistencia.
Los jóvenes no fueron en ningún modo representativos del proceso, pero eran la voz dominante que se presentó al mundo. No éramos más que un puñado de individuos entre una cacofonía de gritos que llamaban al cambio; cada persona con sus propias preocupaciones, quejas, deseos, causas para la acción y razones para la venganza. A lo largo de toda la escalada de protestas hubo una fuerte tendencia a la horizontalidad, un proceso de toma de decisiones no centralizado, un movimiento sin líderes que de ninguna manera podía ser representado en un aparato mediático centralizado y enfocado en los individuos, ni a través de artículos firmados, discursos pronunciados, obras de arte firmadas o films documentales centrados en un personaje. Semejante proceso de representación falsifica la realidad. En esta carta, yo también caigo en esa lógica.
* Philip Rizk es un cineasta y escritor que vive en El Cairo, Egipto. Es miembro del colectivo de video Mosireen. Texto incluido en el libro recientemente publicado por la editorial Ripio: La Primavera árabe y el invierno del desencanto. Prácticas artísticas y medios digitales en el Norte de África y Oriente Medio; Compilación de Anthony Downey y traducción de Ariel Dilon.