La idea de que al Pueblo solo le cabe guardar relación de sumisión, obediencia y complacer los deseos y fantasías de El Amo no nació en Olivos ni en la Ciudad de Buenos Aires en el invierno de 2019.
Tampoco se extinguió con la revolución Francesa la noción de que ese pueblo es una masa ajena y peligrosa que debe obedecer a como dé lugar, lo que incluye convertirse en “blanco” de las acciones de El Amo y su manipulación por la acción psicológica del terror estatal.
Ya en el siglo XVII, Luis XIV, el “Rey Sol”, dijo aquello de “El Estado soy yo”. Ni se le pasaba por la cabeza que debía atenerse a Ley o límite alguno: de niño, su primer ejercicio de escritura fue copiar “Se debe homenaje a los Reyes, ellos hacen lo que les place”.
Su sucesor, Luis XV, agregó “Después de mí, el Diluvio”.
Los monarcas absolutos se creían elegidos de Dios, fuente de su poder, por lo que nadie podía imaginar alternativas. Eran el Estado y con ellos se extinguía el Estado.
Los Austrias menores, que cultivaron la perezosa costumbre de casarse entre parientes —lo que debilitó las entendederas de la progenie—, demostraron que no se necesitan muchas luces para ser un tirano.
Tres siglos después, el dictador de dinastía agropecuaria Alejandro Agustín Lanusse dictó el Reglamento Reservado de Operaciones Psicológicas del Ejército Argentino del 8 de noviembre de 1968.
Es uno de los protocolos del Terrorismo de Estado.
Entre los “métodos de acción compulsiva” previstos por ese reglamento, leemos que “toda acción que tienda a motivar conductas y actitudes por apelaciones instintivas, actuará sobre el instinto de conservación y demás tendencias básicas del hombre, lo inconsciente. La presión insta por acción compulsiva apelando casi siempre al factor miedo. La presión sicológica engendrará angustia, la angustia masiva y generalizada podrá derivar en terror, y eso basta para tener al público (blanco) a merced de cualquier influencia posterior. La fuerza implicará la coacción y hasta la violencia mental”.
No hay nada nuevo bajo el sol.