“Yo le seguía teniendo miedo a casi todo, pero había desarrollado un mecanismo de defensa para que ese miedo no afectara mis experiencias amorosas: me convertí en una especie de anarquista emocional, una nihilista del sexo”, anuncia la narradora de “El lugar más seguro del mundo”, uno de los cuentos de Las chicas no lloran, primer libro de Olivia Gallo (Buenos Aires, 1993). La joven escritora, que ya había publicado algunos relatos en revistas digitales y en Antología Premio Mujica Lainez-XII edición (Notanpuan), presentó en la reciente edición de la Feria de Editores Las chicas no lloran (Tenemos las Máquinas). Esa frase, que actúa como indicio y máscara de la protagonista, contiene algunas de las claves de su escritura: relatos en primera persona, habitados por presencias frágiles o desorientadas en un mundo sin demasiadas referencias, donde en primera instancia se siente temor y luego, tal vez como un acto reflejo, cierto aflojamiento de la tensión que la propia escritura refleja.
Esas primeras personas, que a veces se conjugan en plural, contienen el drama en el mismo paisaje que aloja la voz narrativa: “Yo sentía un dolor acuático en la sien, como si el alcohol que había tomado hubiera formado un lago en mi cerebro, un lago que se movía por el retumbar de la música del lugar”, se lee en “Dientes de leche”, hoja de ruta de una amistad entre dos amigas. Porque si bien en los cuentos de Las chicas no lloran las protagonistas, en efecto, no lloran casi nunca, la emotividad se consume en itinerarios, fugas y desplazamientos. En autos, micros de larga distancia y trenes, los jóvenes personajes, poco más que adolescentes, avanzan y retroceden en la búsqueda de una intensidad que, casi siempre, gana la carrera. Las primeras palabras del libro son: “Nunca llegamos tan lejos”.
Esos movimientos proyectan una geografía habitada por familias acomodadas, de las que emergen las protagonistas de Las chicas no lloran, dóciles y a la vez calculadoras. Una quinta en Del Viso o el campo de una abuela en Capilla del Señor, la galería Bond Street y el zoológico porteño, mansiones decadentes y geriátricos en Belgrano R o en Palermo, casas ajenas en Vicente López y Mar del Plata y un hotel en San Antonio de Areco son los escenarios por los que, en forma lineal o en espiral, al modo retrospectivo o mediante el uso de escenas (como en el hermoso cuento que da título al libro), se desarrollan las monodias del desapego y la lenta elaboración de masas de experiencia que parecen actuar como origen de los relatos.
“Trabajé los cuentos del libro en el taller de Santiago Llach, al que voy desde que tengo diecisiete años –cuenta Gallo–. Ahí conocí a Julieta Mortati, editora de Tenemos las Máquinas, y el año pasado le mandé algunos cuentos que tenía para que me diera su opinión. Ella me propuso publicarlos en la colección Primeros Libros, que publicó a autorxs contemporánexs que me gustan mucho, como Magalí Etchebarne, Adriana Riva, Pablo Ottonello y otros”. Etchebarne, que colaboró con Mortati en la edición, aportó además el texto de contratapa del libro. “Para mí fue genial trabajar con ellas porque las admiro como autoras y como editoras. Discutimos el orden de los cuentos y algunos detalles de escritura y estructura. Con el título tuvimos muchas dudas, hasta que un día se me ocurrió el que quedó en un viaje en subte. Cuando se lo propuse a Julieta, me dijo que mis protagonistas eran así”, acota.
Gallo, que planea publicar un libro de poemas en 2020, proviene de un hogar de escritorxs. Sus abuelos paternos, Francis Korn y Ezequiel Gallo, fueron y son reconocidos intelectuales, imprescindibles a la hora de comprender la historia y la política nacional. Su madre, Mercedes Güiraldes, es editora y la autora de Nada es como era. Y su padre, Klaus Gallo, es profesor universitario e historiador. En cuentos como “Caramelos ácidos de limón”, las familias motivan analogías librescas: “Pero mamá y papá empezaron a hablar de Mariano en un tono preocupado. Al resto de sus amigos les decían que había tenido un ‘episodio’, y cuando decían esa palabra yo pensaba en capítulos, como los de una novela o de una serie”.
Las chicas no lloran
Olivia Gallo
Tenemos las Máquinas
120 páginas