¿Qué llevó a Nanni Moretti a volver sobre una experiencia política cinematográficamente documentada de forma consumada y exhaustiva, como es la presidencia de Salvador Allende y el golpe de Pinochet? Un detalle que había quedado al margen: el albergue que la embajada italiana dio en 1973 a todos los perseguidos por la dictadura pinochetista. A todos a los que pudo dar asilo, al menos. Como siempre que se pone la lupa en un hecho que los generalistas de la Historia supondrán insignificante, en ese pequeño recorte de lo real Moretti encuentra una fuente inagotable de sentidos, de relatos, de anécdotas y emociones. Y la vuelca al espectador.
“Descubrí lo que me pareció una bella historia italiana”, dice el autor de Palombella rosa. Una bella historia. ¿En medio del golpe, la cancelación sangrienta de un proceso político virtuoso, las detenciones y secuestros, las torturas y la muerte? Sí, en medio de todo eso Moretti encuentra una bella historia, y es la que narra. Una historia de solidaridad, de generosidad, de protección a los que estaban totalmente desprotegidos, por parte de una delegación diplomática que no tenía por qué hacerlo.
A ver: no se trataba de alguna embajada que pudo haber puesto en riesgo las relaciones diplomáticas por defender una causa común, como las de la URSS o Cuba. La embajada argentina, más difícil: en el momento en que se produjo el golpe, el oficialismo venía de descabezar al camporismo (Allende estuvo presente en la asunción del “Tío”) y se dirigía a una derechización que tendría más puntos de contacto con Pinochet que con Allende. La que da asilo a los militantes del Partido Socialista chileno, el PC y el MIR es la embajada italiana, que representaba a uno de esos eternos gobiernos de coalición de la península, con la Democracia Cristiana a la cabeza. Pero ojo: ese moderado gobierno democristiano fue el único en Europa que no reconoció a Pinochet como nuevo jefe de estado.
“Yo no soy imparcial”, frena Moretti a un militar encarcelado por violación a los derechos humanos. Santiago, Italia adhiere, en su forma, al canon más tradicional del documental. Entrevistas a cámara, intercaladas con algún material de archivo que no difiere demasiado del ya conocido. La primera parte, que va hasta el 11 de setiembre, parece más que nada un preámbulo para la otra, la que más interesa al realizador. Con ayuda de testimoniantes que incluyen a Patricio Guzmán, Miguel Littin y Carmen Castillo (realizadores de las esenciales La batalla de Chile, Acta general de Chile y Calle Santa Fe), el realizador de Caro Diario da cuenta, más que de la experiencia política y económica que representó el gobierno de la Unidad Popular, del sentimiento de felicidad plena que embargó en 1970 a buena parte de la sociedad chilena. Las imágenes corroboran los testimonios: en marchas, actos y presentaciones a la gente se la ve tan feliz como un día de primavera.
Sobreviene luego la oscuridad y el duelo (es particularmente vívido el testimonio de Guzmán, que estuvo unos días secuestrado en el Estadio Nacional), pero pronto el relato deriva hacia una nueva forma de felicidad. Una felicidad más reducida, más personalizada, más peculiar: la del par de centenares de privilegiados que tuvieron la fortuna de ingresar -saltando por encima del muro- en la embajada italiana.
Allí el relato roza la novela de aventuras, con gente pegando el salto mientras los carabineros disparan. También la picaresca, promovida por la larga convivencia entre gente de distinto sexo, el cine cómico (alguien demasiado torpe para saltar), el melodrama de la patria perdida, el agradecimiento a la patria que les dio cobijo, la alegría por un nuevo futuro, el final feliz. Santiago, Italia no es una de talking heads, porque no se trata aquí de cabezas parlantes sino de gente reviviendo en cuerpo y alma experiencias cruciales. Moretti no filma discursos. Filma palabras cargadas de vida, cuerpos que reaccionan en consecuencia. Su cámara los hace brillar. El del realizador de Mi madre es en buena medida un cine de renacimientos, y Santiago, Italia no es la excepción.