Los locos en la niebla
y los niños en la aurora,
de sus palabras dementes
según dice la gente,
cada cual a su modo nunca miente
pero a los locos se los mata
y los niños crecen.
Jorge Fandermole
Cada vez que pienso que Irene no existió, que se trató de un sueño, una alucinación, un cuento bien contado, sólo tengo que abrir el largo cajón de los recuerdos y buscar una foto en blanco y negro, extrañamente intacta, en donde me abriga con su abrazo junto a la escalera caracol que conducía al altillo. "Es obsceno tener la piecita de huéspedes vacía. Si ya no nos visita nadie... No te enseñan caridad en la iglesia? Quedate tranquila que están de paso... son nómades... no se pueden quedar...". Eran la palabras con las que mi padre negociaba el ingreso de linyeras, vagabundos, bohemios o alienados que encontraba por la calle. Posiblemente, ya había amortizado la cobardía necesaria para ser considerado por la sociedad como un buen tipo, trabajando a destajo, aprendiendo a cumplir órdenes de jefes creídos, ejerciendo con responsabilidad el rol de jefe de familia. Se lo notaba cansado de las escapadas con amigos intentando en vano ahogar penas en vino, de las risas sin eco, del gusto a nada de los amores vacíos y de ocasión. Tenía que haber algo más misterioso, profundo y perenne en nuestro paso por este mundo. Un río interno de percepciones corriendo en cascadas entre las quebradas de pensamientos, al compás de latidos de corazones sin tiempo, distancia ni olvido. Sus huéspedes, quemados en su propio fuego, al menos lo habían intentado. No podía disimular la admiración y respeto cuando los presentaba. Así fue como una noche llegó a mi patio la loca Irene. Una bella mujer de mediana edad, de enormes ojos negros, cabellos largos y una voz potente con la que intentaba tapar otras voces que estallaban en sus oídos internos. Sus discursos eran musicalizados por la percusión de pulseras agitadas en cada uno de sus gestos. En un primer momento confesó su incapacidad de mentir, pero ayudada por clases de teatro, con el fin de ganarse un ambulatorio, solía decirle a los médicos lo que querían escuchar, que el mar es azul cuando todos sabemos que es verde. "Nene, no salgas. Andá para adentro...", extendía su propio miedo a lo desconocido mi madre con su pedido. El impulso fue más fuerte que la barrera invisible de prohibiciones. A la medianoche golpeé la puerta del húmedo y maloliente cuartito iluminado por su presencia. "Pasá Pichón, sentate... ahora te atiendo", pareció no sorprenderse con mi visita. Después de terminar de escribir con cera en una de las paredes "El amor es arte. El arte es una bella mentira", se sentó frente a mí, me miró fijo y me dijo: "¿Qué querés saber?".
Sus amiguitos invisibles aparentemente se dormían antes que ella. Su voz era suave, casi un murmullo. Aquella noche aprendí de una vez y para siempre que la realidad y la ficción son la misma cosa, que se puede amar sin tocar, temer sin ver, fantasear sin mentir. Con el poder de la magia supo corporizar mis fantasmas. En su lejana niñez, en Casilda, acostumbraba a realizar los mandados cantando. "Alma, si tanto te han herido/ ¿por qué te niegas al olvido/ porque prefieres amar lo que has perdido/ buscar lo que has querido/ llamar lo que murió?".
Con voz angelical llenó el espacio, para después contar. "Mientras volvía de la panadería, me detuvo un anciano con una bolsa grande en su mano derecha. Alabó mi voz y me obsequió un chocolate como premio que debía buscarlo en el fondo de su saco. Introduje mis manos y mi cabeza con la intención de tomarlo, acción que aprovechó para secuestrarme. Pasé mucho tiempo trabajando de vitrola humana con piel de arpillera, cantando tangos, valses y milongas, cada vez que mi apropiador me lo indicaba mediante dos golpes con una varilla desde el exterior, casa por casa, vendiendo mi voz por moneditas en hogares felices. Después de diez años, equivocadamente, tocó el timbre de la puerta de la casa de mis padres que nunca habían dejado de buscarme. Al escuchar mi voz entonando el vals de Rosita Melo, no dudaron en invitar al viejo a entrar, comer y beber hasta emborracharlo. Al quedarse dormido, me liberaron e introdujeron piedras en el interior de la alforja. Tenía la misma estatura que cuando desaparecí, pero crecí de inmediato ni bien recuperé mi identidad".
Después de un breve y profundo silencio relleno con humo de cigarrillo, continuó con la historia de su vida: "Me vine para Rosario con lo puesto. Formé pareja con un hombre bueno como el pan, Leopoldo Cicutin. Le ayudaba en su trabajo fabricando escobas y plumeros que vendía por la calle entre ruidos de bombas y metrallas. Tenía la fuerza de un burro, no sentía la carga, su verdadero peso era su pasado. Argentino, hijo de inmigrantes italianos, lo sorprendió la guerra en su regreso a la península. Era un desperdicio para cualquier ejército, un imprescindible para la humanidad. Estaba mucho más preparado para morir que para matar. Siempre disparó al aire. Su mente nunca pudo asimilar tanto infierno. El sistema de los fuertes se levanta sobre la cabeza de los más débiles. Los sensibles estamos invisibilizados por sus botas". Como quien da vuelta la hoja de un libro de cuentos, extrajo un paquete de Tutuca desde su cartera, lo abrió, tomó un puñado, dejó el resto sobre el centro de la mesa y continuó su relato con la boca llena. "El Suipacha no será un hotel de lujo, pero no me puedo quejar. Hice muchas amigas en todo este tiempo. Emilia Sosa es una hermana para mí. Tiene la necesidad de escaparse de vez en cuando para regar con su llanto las calles de la ciudad. La gente normal la bautizó La LLorona, cree que se trata de un espectro con hijos y marido muertos. Nada que ver. Emilia encarna el dolor de todas las mujeres que sufren y reproducen los mandatos machistas de un patriarcado bestial. Gime por las sumisas que se convirtieron en esclavas de los esclavos representando la mentira del instinto maternal pulcro y sagrado, se angustia por la violencia disfrazada de pasión, pero sobre todo llora por las cicatrices". Inteligentemente, hizo una pausa en su monólogo esperando la pregunta obvia que no le hice. Acto seguido se subió las pulseras hasta los codos para mostrarme las marcas en sus muñecas, inmediatamente se puso de pie, se desabrochó su blusa y me dejó ver una enorme sutura en su panza. "Por estas cicatrices llora, por las que podemos mostrar, pero también por las otras, que no cierran y sangran en el alma". La misma conmoción que experimenté aquella noche la volví a sentir, después de muchos años parado frente al mar. Luego de contemplar inmóvil durante horas la inmensidad en movimiento, una mezcla de daltonismo heredado con escepticismo adquirido me privó de distinguir el color de las aguas. Decidí preguntarle a un pibe que no hacía más que dibujar figuras geométricas con el borde de una raqueta sobre la arena mojada. "Pichón, te hago una pregunta... ¿Vos me podés decir de qué color es el mar?" Sin desconcentrarse ni un instante del círculo perfecto que estaba trazando, me contestó con naturalidad: "Verde... ¡¿de qué color va a ser!?".