La acusación, disfrazada de interrogante, parece absolutamente fuera de lugar cuando se ha visto Había una vez… en Hollywood, la nueva película de Quentin Tarantino, que llegará a los cines locales este jueves. Ocurrió en Cannes, donde tuvo su estreno mundial hace poco más de dos meses, durante la obligatoria conferencia de prensa post proyección. La pregunta de la periodista refería a las razones por la cuales el personaje de Sharon Tate, interpretado con gracia y potencia por Margot Robbie, tenía pocas líneas de diálogo. La respuesta, seca y cortante, del director de Tiempos violentos va en camino de convertirse en meme cinéfilo: “Rechazo esa hipótesis”. Una de las mejores escenas de la película ayuda a desarmar esa “hipótesis” sugerida durante la conferencia, demostrando asimismo, y por enésima vez en la historia del cine, que grandes cantidades de diálogo no son necesariamente sinónimo de importancia dramática o artística. 

Robbie/Tate camina por las soleadas calles de Los Ángeles, entra en un local y compra una primera edición de Tess de los d'Urberville para su flamante esposo, el cineasta polaco Roman Polanski. Al salir con el regalo bajo el brazo, cae en la cuenta de que las marquesinas de un cine ofrecen su nombre en letras de molde. La película es Las demoledoras (The Wrecking Crew), el segundo papel relevante de su carrera. La actriz se acomoda en un asiento y comienza a mirar la pantalla. Sharon Tate (la real, inmortalizada en celuloide) interactúa con los otros actores y actrices y es observada por la Sharon Tate de ficción, sus ojos magnificados por los lentes de unos anteojos de marco gigantescamente oblongo, tan 1969 que queman la vista. Imitando los movimientos de su personaje, esperando la reacción del público ante un gag y sonriendo con genuina alegría cuando escucha las risas, sin palabras que expliquen absolutamente nada, Robbie encapsula el candor y la esperanza en el futuro personal que Tarantino moldeó para su propia y personal Tate.

Es un momento que logra poner la piel de gallina: el espectador conoce perfectamente el fatal destino de la actriz, brutalmente asesinada con ocho meses de embarazo junto a otras cuatro personas, una noche de agosto de ese mismo año, a manos de un trío de miembros del Clan Manson. En la ficción tarantinesca, que es fábula y también ucronía, esa magnífica secuencia, aparentemente innecesaria en términos de trama, de acción y reacción dramatúrgica, cristaliza los deseos del personaje con una fuerza visual infinitamente más poderosa que mil palabras. Realidad y ficción, sitios reales y mitológicos, datos fácticos y fantasías conviven en Había una vez… en Hollywood, cuyo título se enlaza inevitablemente con el de la historia del cine, con la idea de la fabulación como motor creativo. La ciudad es, desde luego, Los Ángeles, un lugar real y concreto que conjura, al mismo tiempo, un territorio irreal, usina de relatos, cementerio de historias, personajes y personas. Un territorio poblado de fantasmas que no pueden verse y de otros que permanecen congelados en sus gestos y frases más famosas, en la pantalla y en la memoria. El 1969 que describe Q.T. es reconstrucción histórica y creación absoluta, un festín del diseño de producción obsesionado con los más microscópicos detalles reales y un mundo que nunca existió previamente a la finalización de la película. 

“Podíamos conseguir fotos reales de cómo se veía Sunset Boulevard o Riverside Drive o Magnolia Drive en 1969”, detalló Tarantino en una entrevista publicada en la revista especializada Sight & Sound. “Y de hecho lo hicimos. Pero el punto de partida iban a ser mis recuerdos, sentado a los seis años junto a mi padrastro, en el asiento de pasajeros de su Volkswagen Karmann Ghia”. Pero si Había una vez… es una película acerca de una ciudad y un año en la historia del siglo XX, también es una película sobre personajes. A tal punto que los primeros dos tercios del relato, aproximadamente dos horas de los 160 minutos de duración total, el noveno largometraje de Tarantino avanza casi exclusivamente en términos descriptivos.

 

DOBLES DE RIESGOS

Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) supo ser, en algún momento de los años 50 y comienzos de los 60, una gran estrella de la televisión. La primera escena de Once Upon a Time… in Hollywood es precisamente un fragmento de la serie “Bounty Law”, creada por Tarantino en blanco y negro, a imagen y semejanza de los exitosos westerns realizados para el consumo catódico, muy de moda en aquella era. El color y la pantalla ancha encuentran a Rick en otro momento de su vida: han pasado algunos años, el coqueteo con una carrera paralela en el cine no rindió los frutos esperados y la pendiente hacia abajo comienza a hacerse cada vez más pronunciada. “Una vez que empiezas a interpretar villanos como invitado especial en distintas series, la gente comienza a olvidar de lo que eres capaz”, le anticipa a Rick –palabras más, palabras menos– un productor interpretado por Al Pacino, antes de intentar convencerlo de que ya es hora de hacer un viaje a Roma y participar de algún redituable espagueti western. Rick Dalton ya no es lo que era. Así, al menos, parecen sentirlo aquellos que deberían estar ofreciéndole papeles. El dinero que le permitió comprarse esa casa en Cielo Drive, al lado de la pequeña mansión que el matrimonio Polanski-Tate acaba de alquilar, ya no llega hasta sus manos con el ritmo de antaño. Rick lo sabe bien y lo sabe muy bien Cliff Booth (Brad Pitt), su doble de riesgo desde el comienzo de los tiempos, el hombre que ponía el hombro cuando era necesario caer de un caballo o rebotar contra los peldaños de la escalera de un saloon. Cliff es ahora su chofer, además de hombre-para-todo. También, esencialmente, es su amigo: en la relación entre Rick y Cliff, aunque la película no sea necesariamente una buddy movie, Tarantino construye la amistad más férrea y emotiva de toda su carrera. Lejos de la tersa juventud de hace un par de décadas, DiCaprio y Pitt encarnan con madurez actoral a ese dúo inseparable, suerte de Butch y Sundance maltratados por el paso del tiempo (y por los nuevos tiempos, muchas veces incomprensibles) pero aún dispuestos a dar batalla. Q.T. no recrea la era de oro de la ciudad de las estrellas, cuando los grandes estudios eran amos y señores del negocio. Ni siquiera el comienzo de su lenta pero inexorable decadencia. Lo que describe Había una vez… en Hollywood son sus últimos estertores, el prólogo de un breve período tomado por asalto por cineastas jóvenes cuyos nombres todavía eran desconocidos. Y una ciudad de L.A. llena de chicos y chicas hippies, ejemplos de una contracultura que estaba a punto de enfrentarse a sus propios límites, de mirarse en el fondo del abismo y caer en la cuenta de que la muerte roja había entrado finalmente al castillo para arruinar por completo la fiesta.

Para crear el personaje de Rick Dalton, Tarantino se basó en figuras otrora célebres –y hoy olvidadas por la mayoría– como George Maharis, Vince Edwards, Ty Hardin, Edd Byrnes, Fabian y Tab Hunter, actores y cantantes cuyo modelo de construcción de carisma no pertenecía, según palabras del propio realizador, a la generación que estaba por reemplazarlos. “No son la clase de actores del Nuevo Hollywood. Uno no los ve en el mismo lugar que a un Peter Fonda, un Jack Nicholson, un Donald Sutherland o un Elliott Gould”. En otra escena temprana de la película, Polanski y Tate ingresan por la puerta grande a una fiesta en la Mansión Playboy, saludando a una galería de personalidades, entre quienes se encuentra Steve McQueen. El protagonista de Bullit encarna todo lo que Dalton pudo haber sido y nunca fue ni será y, en un momento de hermoso delirio contra fáctico, el personaje interpretado por DiCaprio imagina una versión paralela de El gran escape con él como protagonista. Afirmar a esta altura que el director de Kill Bill ama el cine y su historia es tan obvio como decir que el agua moja y su nueva película no hace más que reafirmarlo.

El espectador puede pasar horas y horas encontrando indexaciones, notas al pie, homenajes y puntos de contacto directos e indirectos con otras películas, series, intérpretes y realizadores, tanto de los Estados Unidos como de Europa, de Burt Reynolds a Sergio Corbucci, de Mannix a Tres en el desván, de las aventuras bélicas de los años 60 a la mirada de Paul Mazursky sobre el amor libre en Bob & Carol & Ted & Alice, del futuro de Natalie Wood y del propio Polanski resignificados en el pasado y el presente de uno de los personajes. Y también Bruce Lee, retratado como caricatura de sí mismo en una imposible escena de lucha en bambalinas, más cerca de la imagen cinematográfica afianzada en series y películas que del hombre de carne y hueso. Como suele ocurrir en sus películas, ese amontonamiento entrelazado de guiños es mucho más que simple nostalgia cultural: es el tapiz sobre el cual el realizador dibuja la fábula y crea a sus criaturas más grandes que la vida y la Historia.

EL FIN DE LA INOCENCIA

El montaje paralelo, esa vieja pero inoxidable arma de doble filo, es utilizada por Tarantino para elevar lentamente el calor de la narración y, gracias a sus bondades, una larga secuencia de aproximadamente cuarenta minutos de duración se transforma en el corazón del relato. Rick rueda durante todo el día, disfrazado de villano titular en un capítulo de una serie protagonizada por otra estrella más joven. La resaca le parte la cabeza y la seguidilla de cigarrillos no hace más que empeorar el ataque de tos que lo persigue desde esa mañana. La sensación de fragilidad es tal que el ocasional tartamudeo amenaza con penetrar una barrera hasta entonces infranqueable: el cerco habilitado por el grito de acción del director. En una charla casual con una niña actriz, antes de comenzar la filmación, Rick encuentra un par de pistas para comenzar a reconstruirse como artista y como persona. Ese mismo día, Sharon Tate asiste a la proyección de su película e imagina (el espectador imagina) que su futuro es luminoso. Mientras tanto, Cliff accede a subir a su auto a la joven hippie que hace dedo y termina llevándola de regreso a su hogar temporal, el Rancho Spahn, transformado en el dominio de Manson y sus seguidores. Un sitio que el stuntman conoce a la perfección: allí, en otros tiempos, solían filmarse exteriores para películas del Oeste. Esta última secuencia, que funciona como un extraño western e incluye el encuentro con un viejo amigo, interpretado por Bruce Dern, merece listarse entre lo más notable que Tarantino haya creado para la pantalla. Luego vendrá una elipsis de seis meses: Rick viaja a Italia para rodar un film con Corbucci y otro con Antonio Margheriti y el regreso a Los Ángeles se produce con una mujer italiana tomada de su brazo y algo de dinero en los bolsillos.

“La mayoría de la gente que compre una entrada para ver la película sabrá de antemano que Sharon Tate fue asesinada. No creo haber hecho una película de mal gusto, aunque todo está abierto siempre a la mirada del observador. Cuando más ve uno a Sharon en la película, más la quiere y más significa ella para nosotros. Cuando llego a ese final, debía ganármelo. Tenía que ganarme ese final durante toda la película”. No han sido pocas las voces que se alzaron en contra de ciertas ideas que podrían desprenderse de Había una vez… en Hollywood. Algunas atendibles, como las del crítico Jonathan Rosenbaum, quien propone que la historia no es otra cosa que un llanto por la pérdida de los valores conservadores de los años 50; otras definitivamente ridículas, como las de un editorialista del periódico The Guardian que, de un plumazo y bajo los ropajes del comisariado cultural, propuso “cancelar a Tarantino”. Como no podía ser de otra manera, el clímax dramático de la novena película del ex enfant terrible es violento, extremo, caricaturesco, catártico. Tal vez sea polémico. Son los riesgos que se corren cuando una creación artística, pensada para un medio popular como el cinematográfico, es diseñada a partir de las ideas más personales y no desde un comité que responde directamente a los inversores, cada vez más atentos a no cometer la menor incorrección o posible ofensa a alguien o a algo. El último, melancólico plano del film –la calma después de la tormenta–, reelabora lo visto previamente y, como ocurría en Bastardos sin gloria y en Django sin cadenas –aunque aquí no haya, ni mucho menos, una venganza en sentido estricto–, permite asistir al desarrollo de una fantasía impracticable. En otras palabras, creer durante algunos instantes que una porción de la inocencia, para bien y para mal, nunca llegó a perderse del todo.