La apuesta del realizador Hernán Fernández en su ópera prima de ficción –largometraje que formó parte de la competencia nacional del último Festival de Mar del Plata– está enraizada en la tradición más minimalista del cine contemporáneo. Un minimalismo hecho de gestos y miradas, de costumbres y rituales cotidianos (y, por lo tanto, de repeticiones), de conflictos que comienzan a aflorar con el correr de los minutos y casi nunca son explicitados por el diálogo. Rodada en el interior de la provincia de Corrientes, El llanto es, en gran medida, una película de mujeres, aunque la presencia de un hombre en particular se sienta aún más, paradójicamente, por su ausencia en el relato. Es él quien aparece en la primera escena, caminando por la ruta con un bolso sobre el hombro, a punto de irse a una ciudad lejana a trabajar, y es él quien llama regularmente a Sonia al número del teléfono público del almacén del pueblo. La falta de celulares parecería indicar una época del pasado reciente o bien un período indefinido que refleja estados de ánimo y esperas atemporales.

Sonia vive sola y espera. Espera esos llamados y el nacimiento del ser que está creciendo en su interior. Las consultas al médico para los controles de rutina se repiten, como así también las visitas a un pequeño grupo integrado exclusivamente por mujeres, dedicado a estudiar la Biblia. Alguien, aparentemente su suegra, hace las veces de remisera en esos viajes a uno u otro lado, una cruz y un avión de juguete balanceándose violentamente ante cada irregularidad de las calles de tierra. Sonia se levanta y observa los rayos del sol que entran por la ventana, se agacha y comienza a lavar la ropa a mano y, antes de que pueda darse cuenta del paso de las horas, apaga el interruptor para iniciar un nuevo período nocturno de sueño. Sonia espera la llegada de algo de dinero y guarda la carta que acompaña los billetes, porque desea retardar su lectura o, tal vez, porque esa vida nueva en soledad ha comenzado a carcomer sus emociones y sentimientos.

 

En esos ritmos repetitivos y, por momentos, monótonos, Hernández arriesga y logra salir relativamente airoso: los encuadres minuciosos de los espacios interiores logran transmitir cierta desesperación, pautada por la creciente sospecha de la protagonista de que los anhelos personales pueden no coincidir con la realidad. Al mismo tiempo, esa apuesta formal es su propio límite, frontera que termina, más temprano que tarde, ahogando a la película misma en un callejón formal sin salida: no hay mucho más que aquello se ve y se oye. Esa falta de ambiciones en la descripción de Sonia y sus días termina transformando a El llanto en un ejercicio de estilo correcto e incluso eficaz pero, en última instancia, algo estéril.