En 2019 se cumplen setenta años de la reforma constitucional de 1949 y 25 de la reforma de 1994. Se cuentan las bodas de plata de la vigencia de la Constitución de 1994, pero no se cumplen las de titanio de aquella de 1949, porque siete meses después del derrocamiento del presidente Juan Domingo Perón, el 27 de abril de 1956, el dictador Pedro Aramburu anuló la Constitución de 1949, restituyendo la Constitución de 1853, con las reformas de 1860, 1866 y 1898.
La anulación se produjo en el contexto de una dictadura, y para sumar más ilegalidad, se realizó mediante una proclama, una figura inexistente en el ordenamiento jurídico. Por su parte, en 1957, ese gobierno de facto convocó a una Convención Constituyente, que agregó el artículo 14 bis y terminó de delinear la Constitución que fue reformada en 1994.
En 1949 y en 1994, los debates parlamentarios y constituyentes situaron a la democracia como un régimen, pero no lograron -o no quisieron- concebirla como un proceso de democratización. La democracia es un régimen según el cual un elenco de representantes decide en nombre de un colectivo. Pero es también un constante y sistemático proceso social y político que hace que ese régimen no adopte tendencias oligárquicas, y sea cada vez más horizontal, participativo e igualitario. En definitiva, más democrático.
La democracia puede ser concebida, pues, como la democratización de la democracia, y esa acción y efecto de democratizar suele estar protagonizado por organizaciones de base, sindicales, estudiantiles, feministas. La democratización de la democracia rara vez proviene del propio régimen democrático, y los procesos constituyentes de 1949 y de 1994 no han delineado dispositivos para promover la democratización de la democracia.
Si los procesos de 1949 y 1994 convergen en el modo en que se pensó el sustantivo democracia -solo como régimen y no como democratización-, divergen en la necesidad de añadir un adjetivo. Hasta la emergencia del capitalismo, la democracia aludía al autogobierno de los iguales, o al autogobierno de los pobres -que, entre sí, son iguales-.
Sólo desde hace dos siglos la idea de democracia convive con la desigualdad y los privilegios. Y mientras en los debates constituyentes de 1994 casi no se alertó sobre cómo la profunda desigualdad económica vaciaba la democracia, en las discusiones de 1949 se subrayó la necesidad de modificar los adjetivos de la democracia, y pasar de la democracia “política” hacia la democracia “social”. La lección del proceso constituyente de 1949 fue remarcar que sin igualdad social no puede haber igualdad política, y por tanto no puede haber democracia. Esa gran lección no ha sido debidamente reiterada en la Convención Constituyente de 1994 y, en definitiva, quizás no haya sido debidamente apre(he)ndida.
Mauro Benente: Doctor en Derecho (UBA). Director del Instituto Interdisciplinario de Estudios Constitucionales (UNPAZ).