“El electorado está compuesto por niños de ocho años”. “Pueden faltarles otras cosas, pero no soportan vivir sin televisor ni celular”. “Lo lúdico es el eje de su vida y de su decisión política”. “Responden más a imágenes que transmiten sentimientos, que a palabras que transmiten ideas”. Así definió a la ciudadanía el diseñador estrella de la estrategia comunicacional del gobierno, Jaime Durán Barba. Así nos han tratado durante estos tres años y medio: como a niñitos y niñitas simplones, asustadizos, puramente emocionales. Rebaños de poco seso, influenciables con un globo y dos colores. Y así nos quiere seguir tratando Macri, como se lo escuchó en conferencia de prensa del lunes: Yo les dije, yo les vengo diciendo, pero no me hicieron caso, dijo con la palabra y con el gesto desorbitado. Pero resulta que esos que creía niños de ocho años acaban de expresarse con contundencia estrepitosa en las urnas. Alguien debería recordarle a Mauricio lo que bien dicen las tías viejas: los chicos crecen, sin que te des cuenta. Y es un santiamén. Ayer nomás los tenías a upa. Hoy ya se están yendo de casa.

Las frases arriba citadas las escribió el pensador ecuatoriano en su libro El arte de ganar. Cómo usar el ataque en campañas electorales exitosas (lo publicó Debate y en las grandes cadenas todavía se ofrece a más de mil pesos, pero por estos días está pasando vertiginosamente a mesas de saldo. La mano invisible del mercado es así de ingrata). Y hay que decir que esa idea de una sociedad infantilizada ha sido bien explotada en la “campaña electoral exitosa”. Nos mostraron alegría de pelotero para festejar sus triunfos. Nos inventaron fotos en colectivo, con el armado del set impúdicamente exhibido. Nos hablaron con frases cortas e inconexas, con colores chillones, con signos de exclamación. Nos vendieron timbreo por cercanía, slogan por idea, foto por presencia.

Como sociedad nos hemos subido con gusto al trencito de la alegría en algún momento. Ser un niño de ocho años al que llevan y traen, ser decidido por otros, también puede ser tranquilizador. Sobre todo si te convencen de que el peligro es el de al lado, y te ofrecen ponerte a salvo de ese otro amenazante. O, por lo menos, pisarle la cabeza para que no asome más que la tuya. Lo ha explicado como pensamiento único Ignacio Ramonet: nos quieren embrutecidos, nos quieren infantilizados.

Pero el país jardín de infantes tiene el límite de la realidad. Y los argentinos y argentinas nos expresamos en contra de esa realidad, y a favor de otra que creemos posible. Esa expresión superó todos los pronósticos, fue sin medias tintas. Sin embargo el presidente no la registra, nos sigue tratando como niñitos. ¿Por qué eligieron al cuco? ¿No les dije, no se los vengo diciendo? ¿Por qué no me hicieron caso? Ahora, vean lo que pasó. Malos, asustan a los mercados, nos alejan del mundo. ¿Y todo por qué? Pronuncia “kirchnerismo” e invoca al cuco. La culpa es de él. Y es también de ustedes, que no me hicieron caso, que votaron tan mal. Sigue convencido de que el principal problema de su gobierno, es la gente a la que gobierna.

“Me mata”. “Me duele en el alma”, farfulló al referirse a su derrota electoral. “Me mata pensar que estábamos creciendo y con un resultado positivo hoy estaríamos hablando de una agenda de crecimiento”, lamentó textualmente, al lado de un Pichetto que metía la pata pronunciando “transición”. “Macri nos odia”, dice la frase popular. Puesto a navegar la urgencia política y económica, sin tiempo ni margen para el coucheo, nos transmite que, cuanto menos, le damos bronca, ira, crispación.

El presidente debería anotar que los niños, tarde o temprano, crecen. En su vida personal ya le pasó con los más grandes, a los que su “campaña exitosa” excluyó quirúrgicamente de toda foto. Ya le va a pasar con Antonia, que alguna vez se iba a cansar de ser llevada de acá para allá como muñequita de torta, aunque es probable que no tenga necesidad de trabajar más de eso en un futuro. Como a veces ocurre con esos padres que han estado encima hasta el ahogo, llega un momento en que los hijos dicen basta, dejan de hacer caso, contestan mal. Luego viene el síndrome del nido vacío.

La rueda gira a un ritmo vertiginoso y, como algunos adultos mayores, es el mismo presidente el que trasunta ahora berrinches de niño. Los hasta ayer amigotes se cruzan de bar, le marcan indignados los errores, asumen la autocrítica que se esperaba de él. Hasta los conductores de televisión lo reprenden en público. Pero, ante todo, fueron los mismos ciudadanos los que gritaron que no quieren más ese lugar que les vendieron como cómodo, pero terminó siendo asfixiante. Que alguien le avise a Mauricio que no nos tiene más de hijos.