Acababa de cumplir veinte anos. Había dejado a Gérard y a Denis en Canadá recolectando tabaco. De regreso a Francia, iba a ver a mi familia a Hermanville. En la puerta de Saint-Cloud caminé hacia la autopista, encontré un lugar en el que los coches podían detenerse fá- cilmente y levanté el dedo pulgar por encima de un cartel en el que había escrito con letras grandes: CAEN. Poco tiempo después, un pequeño coche blanco se detuvo. El conductor, un hombre calvo con una chaqueta muy elegante e inusual, me invitó a subir. Cuando hago autostop, por lo general no me cuesta mucho trabajo adivinar con qué tipo de persona me voy a encontrar, pero esta vez el coche no correspondía al conductor, que no se asemejaba en nada a un representante comercial. Las gafas con montura de acero, la chaqueta de cuadros, el jersey de cuello alto y aquel interés constante por todo lo que decía: mi viaje a Canadá, los Estados Unidos, mis ideas, la casa familiar a la que iba, mis amigos, mis lecturas, nada le dejaba indiferente.
La escucha de mi conductor no era ordinaria: me insistía, quería precisiones. Cuando tocó hablar de mis lecturas, se volvió casi insaciable: lo que había leído y me había gustado, lo que había leído y no me había gustado, lo que quería leer. Su interés fue en aumento cuando hablé de mi visita del día anterior a la librería Maspero y de aquel Pierre Rivière que 162 Veinte años y después había hojeado detenidamente. Se puso tan contento que le pregunté: “¿No será usted Michel Foucault?”. Para entonces ya debíamos de haber llegado a Rouen. La hora que quedaba de trayecto me permitió darle el número de teléfono de Hermanville, al que me llamaría para decirme a qué hora podríamos encontrarnos al día siguiente en el mismo lugar, cerca del hospital de Caen, para volver a París. Por la tarde, mi padre me avisó de la llamada: “Michel Foucault pregunta por ti”. Al día siguiente por la tarde retomamos nuestra conversación. Michel estaba contento; cerca de Caen se había reunido con René Allio, que estaba comenzando el rodaje de Pierre Rivière.
En la película, Michel había interpretado el papel de juez. En el pequeño coche que le había prestado el taller mientras reparaba su precioso 404 descapotable, todo lo que decía le entusiasmaba: mis estudios de japonés, mis ganas de militar, mis gustos, mi familia. Cuando llegamos a París hacia las 8 de la tarde, Michel me propuso cenar cerca de Montparnasse; después se ofreció a acompañarme a casa de mis padres. Yo le recordé que me había hablado de hachís en su casa, y por vez primera atravesé la imponente puerta que daba acceso a una gran habitación en el apartamento del octavo piso de la Rue de Vaugirard, con sus paredes blancas, la moqueta marrón oscuro, las sillas Langue de Pierre Paulin, los sofás cuadrados, el inmenso ventanal, la espaciosa terraza y, detrás de su gran mesa de trabajo, miles de volúmenes sobre las estanterías amontonados unos delante de los otros. Michel me supuso más hábil que él para liar el porro. Después de unas cuantas caladas, me pasó la mano por el pelo y me besó muy bien. Descubrí su habitación, que me pareció pequeña, casi desnuda: un gran colchón sobre una tarima, un dibujo de Copi en el que un pato preguntaba qué es el estructuralismo. Por la mañana me llevó a la Rue ÉmileMénier.
El inmenso apartamento de mis padres estaba vacío. Antes de llegar a mi habitación, me detuve en la de mi her- 163 Letzlove. Anagrama de un encuentro mano Cristophe, me senté en su cama y apoyé la cabeza entre las manos, sin saber muy bien qué pensar: mi amante tenía la edad de mi padre. De aquel momento nació una relación agradable. Era, me parece, el verano de 1975. Acababa de cumplir veinte años, porque era finales de agosto. Michel le dijo a Daniel: “He conocido al chico de veinte años”. Le gustaba mucho eso del chico de veinte años. Los cursos en la facultad no empezaban hasta octubre; no tenía suficientes asignaturas aprobadas para pasar a segundo año y opté por hacer una diplomatura en tres años. Mi familia volvió a París y, hecho rarísimo, me encontré solo con mi padre en el primer vagón del tren a su llegada a la Porte Dauphine. Me dijo que se había enterado de que Michel era homosexual y me preguntó si me había molestado. “En absoluto”, le contesté. No había nada molesto en Michel. La Goutte d‘Or no estaba muy lejos de mi nuevo apartamento, situado en la plaza Charles-Dullin. Desde el caso Djellali, Michel iba en ocasiones por la zona y una noche nos encontramos allí para ver una obra de teatro montada por inmigrantes. Michel vestía un inmenso abrigo de algodón azul que le llegaba casi por los pies.
Los organizadores del espectáculo recibieron a Michel con gran alegría y lo colmaron de besos. Con un abrigo de lana verde, Claude Mauriac, a quien veía por primera vez, también fue bien recibido y un chico muy guapo lo besó en los labios. La emoción de Claude alegró a Michel. Algunos días más tarde, pasando cerca del Luxor, escuché el ruido de una manifestación. Los pocos manifestantes eran fundamentalmente inmigrantes. Reconocí a Michel en primera línea y me invitó a unirme a él. Descendí hacia La Chapelle del brazo de Michel y de Claude. Las manifestaciones de inmigrantes en el 75 eran reprimidas violentamente, así que la presencia de Claude y de Michel garantizaba un desarrollo algo más civilizado. Había conocido a Michel en agosto del 75; en octubre, me mudé con Gérard; en septiembre, Leslie vino a vivir con nosotros. Empecé a militar por Belleville y abandoné progre- 164 Veinte años y después sivamente la facultad. En el 76 me contrataron en el hospital Henri-Mondor y repartí mi tiempo entre el hospital, en Créteil, y el estudio, situado al lado del apartamento de Michel. Fue aquel año cuando empezamos las entrevistas para este libro. En un principio, Grasset había propuesto la dirección de una colección a Claude Mauriac, quien le comentó el asunto a Michel buscando ideas para un libro.
Michel le dijo: “Mire, no tenemos muchas voces de gente que tenga veinte años, estaría bien hacer algo así, y quizá podría hablar con Thierry”. Claude Mauriac respondió: “Ah, lo voy a pensar, es formidable, me gusta mucho Thierry, es muy interesante. Debería ser usted quien lo hiciera”. Michel objetó: “Ni hablar. No soy la persona adecuada. Tiene que ser alguien que no conozca a Thierry”. Al final, Michel y yo hicimos una primera hora de entrevista para mostrar que había material. Después de leerla, en Grasset insistieron: “No, no, tiene que ser Michel Foucault quien lo haga”, soñando probablemente con el apellido de Michel en la portada. Michel se negó. “No, no quiero. Si aparece mi nombre, nadie leerá lo que tú digas”. Michel pensaba que ni siquiera era necesario que apareciera el mío. Había estado buscando anagramas con las letras de VOELTZEL y había encontrado uno que le gustaba: LETZLOVE.
A él le habría gustado mucho un libro “Letzlove”. Pero yo preferí mantener mi nombre. Fue así como arrancó el libro. Continuamos las entrevistas, Michel trabajaba a partir de las transcripciones de los diálogos. Quiso retomar algunas preguntas, volver sobre cosas que le parecían esenciales: la familia, el trabajo... Para la maquetación del libro, Michel pensó en una amiga, Madeleine Laïk. Como ella no estaba disponible, fue una amiga de esta, Mireille Davidovici, quien sacó un libro de esta conversación. El libro apareció en el 78, al final de mi servicio militar. Salvo por un artículo de Mathieu Lindon en Le Nouvel Observateur, suscitó una indiferencia generalizada... Tampoco tuvo mucho éxito entre mis allegados, que pensaban que el libro no me retrataba. Esta obra de entrevistas era una conversación entre dos personas que se conocían bien. Desde mi encuentro con 165 Letzlove. Anagrama de un encuentro Michel, mi vida había evolucionado considerablemente, trabajaba, militaba. Después de haber sido un militante prendado de la revolución, me enteré de que mi organización había desaparecido durante mi paso por el ejército. Los estudios no me interesaban, no me preocupaba el futuro y el presente me gustaba bastante. Retomé durante algún tiempo mi trabajo en el hospital y me mudé a un piso semiokupado en la rue des Haies. Michel me habló de un grupo que estaba trabajando en la creación de una revista gay. Conocí a Jean Le Bitoux, Gérard Vappereau, Yves Charfe y Philip Brooks. Trabajé en esta revista que tuvo un comienzo fulminante, un éxito inesperado. ¡El gueto se resquebrajaba! En el mismo momento aparecieron bares nuevos, como Le Village o Le Duplex. El Gai Pied se convirtió rápidamente en una revista semanal, se despolitizó y empezó a servir como plataforma de encuentros, heredera del Minitel.
En la misma época, Michel me propuso un trabajo. El Corriere della Sera le había pedido escribir unos textos. Michel había contestado: “Miren, no. Los intelectuales que dan su punto de vista sobre la actualidad, eso no tiene interés”. Ante la insistencia del periódico, su propuesta fue crear un equipo para que algunos intelectuales fueran a hacer reportajes sobre un tema de actualidad, escribieran, llevaran a cabo un trabajo de investigación. Sorprendentemente, el Corriere aceptó. Había que poner en marcha un pequeño equipo en París que pudiera organizar estos viajes. Los acontecimientos de Irán ocurrieron poco tiempo después. El Corriere quería que Michel fuera para allá. Utilizando como pretexto su mal dominio del inglés, les convenció del carácter indispensable de mi compañía. Así que nos fuimos los dos a Irán. Solo había tenido tiempo para ver a Serge July, que le facilitó el contacto de los enviados especiales de Libé [Libération] en el país –Claire Brière y Pierre Blanchet–, para hablar con la gente de l‘Obs [Le Nouvel Observateur] y para reunirse con algunos iraníes en París. Todo ocurrió muy rápido: en una semana estábamos en Teherán. 166 Veinte años y después Lo que Michel vio en Irán le fascinó. Lo que estaba ocurriendo allí era desconocido. Este punto de vista no era compartido en Francia, donde se pensaba que en aquel país no ocurría nada nuevo. El primer viaje se hizo fundamentalmente con la ayuda de Claire Brière y de Pierre Blanchet, antiguos maos que estaban en el lugar desde hacía semanas. El primer día, Michel se comportó como un periodista recién llegado hablando de lo que le dice el chófer del taxi. Fuimos al mercado de Teherán, donde le sorprendió la presencia de una máquina de coser a pedales fabricada en Corea. Todo era información nueva para él. A continuación se reunió con algunas personas ligadas a la universidad, cada una de las cuales tenía un islamista entre sus allegados. Fuimos a Qom para ver a los militantes por los derechos humanos refugiados bajo el amparo del ayatolá Shariatmadari.
Después se sucedieron el viaje de vuelta, la publicación en Italia y un artículo en Le Nouvel Observateur. Durante nuestra segunda estancia, un mes más tarde, había muchos más periodistas franceses, varios del Observateur, Guy Sitbon y Kenize Mourad, así como Bruno Frappat de Le Monde. Yo tenía la impresión de que estaban allí para escribir que todo lo que Michel había visto era una locura, que Irán era un país volteriano en el que la religión no podía desempeñar ningún papel, que se trataba de una revolución clásica como las que se conocían en los países del Tercer Mundo, ¡que en Irán no había nada nuevo! Sin embargo, esta revolución era muy distinta de aquella con la que yo había soñado. A nuestro regreso, Michel publicó varios artículos en Italia y en la prensa francesa. Las reacciones fueron violentas. Eran también los comienzos del Gai Pied. Había manifestaciones en defensa de los maricas en Irán. Y se presionaba diariamente a Michel para que reaccionara. Continué algunos meses en el Corriere, ayudé a André Glucksmann a viajar a los campos de refugiados vietnamitas en Malasia. Finkielkraut viajó a su vez a los Estados Unidos 167 Letzlove. Anagrama de un encuentro para estudiar la América de Carter. Progresivamente, me desvinculé del proyecto. También tomé mis distancias con el Gai Pied.
No soy un hombre de prensa. Michel me había propuesto igualmente traducir The Leather-man‘s Handbook, un manual americano de savoir-vivre SM. Traduje un tercio y se lo di a Mathieu Lindon para que lo corrigiera. Desgraciadamente, las traducciones las pagaban mal, y el único editor dispuesto a emprender el proyecto estaba en la ruina. Siempre me he arrepentido de no haberla acabado. El trabajo en el hospital me había satisfecho, me gustaba cargar y conducir camiones. También he sido chófer personal, pero me acabé aburriendo. En 1980 me entraron ganas de viajar y me fui lentamente hacia Australia, donde viví dos años. En Sídney, trabajando en un anticuario, aprendí a restaurar muebles. Conocí a Jackie, que tenía un taller de dorado, y volví con ella a París. Empecé otro oficio: embellecedor de muebles. Transformábamos mesas Louis-Philippe en pares de consolas dignos del Hermitage. A mi regreso, vi a Michel con menos frecuencia. Supongo que se alegraba de ver que me dedicaba a aquello para lo que tenía algo de talento: vivir.