Cuando el hombre que ama le cuenta que vio una escena pavorosa y que no pudo decir nada, ella se escandaliza. “¿Ni una palabra?”, insiste. “No podía, Sethe. Yo… no podía”, balbucea él. Ella pregunta por qué. Él responde: “Porque tenía un freno en la boca”. Es entonces cuando Sethe comprende que deben hablar de eso, aunque Paul D Gardner no quiera mencionar las torturas que le había infringido “el maestro” –así llamaban al dueño de esa finca de Kentucky o quizás a un capataz– durante 86 días a comienzos del siglo XIX. Sethe sabía lo ultrajada que se siente la lengua apretada por un hierro, la profunda necesidad de escupir que te hace llorar. Varones, niños, mujeres, nadie escapaba del tormento. Y luego, cuando te sacaban el freno, aparecía la necesidad de frotar la comisura de los labios con grasa de ganso, lo inútil del gesto que intentaba calmar las heridas. “La gente que vi de chica quedaba un poco loca. Ningún remedio funcionaba para aliviar el ultraje que la boca llevaba en su memoria, el gesto desorbitado de los ojos. Pero a vos no te veo así”, dice Sethe. Paul D la mira y contesta que nunca antes había hablado de eso y que no sabe qué es peor: si el momento donde te ponían en freno o el momento donde te lo sacaban.

La escena forma parte de Beloved, la novela con la que Toni Morrison –una de las escritoras más influyentes del siglo 20, fallecida a los 88 años en Nueva York, el 5 de agosto pasado– ganó el Pulitzer en 1988. Allí, cuenta que Seth decidió huir de su vida esclava y antes de ser apresada nuevamente, mató a su hija de dos años, que a lo largo de la novela se aparecerá como fantasma primero y como inquietante jovencita, después. La palabra “beloved” (es decir, “bendecida”) era todo lo que Seth había logrado poner en la pequeña lápida porque tenía dinero para mandar a labrar una sola palabra. Esa economía devino en nombre, la única pertenencia que la niña se lleva a la tumba antes de aprender a hablar. Y es que los personajes de Morrison usan pocas palabras para nombrar sus tristezas, demasiado ocupados en sobrevivir, en impulsar el destino hacia adelante aunque la negritud sea el estigma constante, la recordación de que los horrores pasados conviven con la segregación presente.

Tras convertirse en la primera escritora afroamericana en ganar el premio Nobel en 1993, The Paris Review publicó una entrevista extensa –traducida al castellano por la poeta Mirta Rosenberg– donde Morrison contó la historia de Beloved en general, y de la escena del freno en la boca en particular. La novela está libremente basada en un artículo periodístico que la escritora leyó sobre Margaret Garner, una mujer que fue esclava y que intentó huir sin éxito. Frente a esa situación, Garner prefirió cortarle el cuello de un machetazo a su hija: la otra posibilidad era entregarla y que tuviera el mismo destino de su madre. “Para escribir Beloved leí relatos de esclavos sabiendo que habían sido reescritos por patrones blancos, que nunca dirían en verdad lo horrible que era todo”, dijo. Y agregó: “Yo quería saber qué aspecto tenía un freno. Finalmente encontré unos bocetos en un libro donde se decía que en Sudamérica conservan esos objetos, un tipo de tortura descendiente de la Inquisición. Entonces me di cuenta de que describirlo no servía de nada, no servía pensar ese objeto como una curiosidad o un hecho histórico: había que mostrar qué se sentía al tener ese freno puesto”. Morrison explicó que, en definitiva, para su novela había apelado a las “entrelíneas de la historia”, “esa intersección donde una institución se vuelve personal, donde lo histórico se convierte en personas con nombre”.

Justamente, en ese intersticio, en lo que cae de las páginas de la historia sin ser nombrado, en esa zona donde se mezclan el olor de la sangre y la saliva inundando dolorosamente la boca, allí volvió Morrison una y otra vez para convertir sus novelas en testimonio de palabra silenciada.

De ella se ha resaltado esa capacidad de conciliar lo bello y lo terrible a lo largo de once novelas, de descubrir talentos como editora (Angela Davis publicó su famosa autobiografía antes de cumplir treinta años porque Toni la alentó a hacerlo, convencida de que una activista de The Black Panthers perseguida por el FBI tenía mucho para contar), de considerar el lenguaje como una herramienta que no sólo debe pensar en qué decir sino también en cómo. También resultan fulgurantes su obstinación en señalar que las condiciones de clase y de género sí definen quién se es y qué se escribe, esa infatigable decisión de pensar la escritura y el legado afroamericanos no como otredad exótica sino como la “mismidad” que Estados Unidos sigue negando aunque sea parte de su ADN. Estas son algunas de las razones –además de un talento arrasador– que la transformaron en referencia contemporánea para una enorme cantidad de escritores. Entre ellos, James Baldwin, Alice Walker, Margaret Atwood, Zadie Smith, Taye Selasie o Chimamanda Ngozi Adichie.

La misma veneración sienten los cientos de alumnos que pasaron por sus talleres de escritura creativa en distintas universidades como Princenton, Howard o la Universidad Estatal de Nueva York en Albany. “Ella nos dio un lenguaje”, dijo uno de ellos hace pocos días en una reunión que hicieron en su homenaje en la librería Strand. “No escriban de lo que conocen, de los conflictos con sus madres o sus parejas, sino de lo que no saben, de lo que quieren saber”, les decía Morrison en sus clases.

JAMAS ESCLAVOS

Su nombre original era Chloe Wofford. Nació en 1931 en Lorai, Ohio, una ciudad metalúrgica en la rivera de lago Erie donde situó muchas de sus novelas no solo por ser la geografía conocida sino para que la experiencia negra saliera del estereotipo del gueto de la ciudad o de las plantaciones en el sur profundo. Fue la segunda de cuatro hermanos, criados en un hogar donde no era fácil llegar a fin de mes. Su madre era ama de casa y adoraba el jazz. Su padre, un obrero soldador, la alentó a leer cuando ella tenía solo tres años. En una foto de infancia se la ve con un vestido rojo que le cosió su abuela, la misma que tenía diálogo con espíritus y sabía predecir el futuro a través de los sueños.

“Me crié leyendo historias de horror y mitos afroamericanos. Eran poderosos y, con el tiempo supe, tenían una gran capacidad de metáfora”, ha contado Morrison en su libro The source of self regard (es decir, "La fuente de la autoestima"), una colección de ensayos que apareció en Estados Unidos en marzo de este año. La dificultad, explicó, no era leer en sí sino intentar ver en el revés de las palabras. Esa misma obsesión atravesó toda su obra desde la publicación de Ojos azules, su primera novela, en 1970. Allí escribe: “La conversación de las personas mayores es como un baile mansamente revoltoso: un sonido encuentra otro sonido, le hace una reverencia, se bambolea y se retira. No entendemos, no podemos entender el significado de todas sus palabras, porque sólo tenemos nueve y diez años; así que observamos sus rostros, sus manos, sus pies, y escuchamos el timbre de sus voces para averiguar la verdad”. Es lo que pone en boca de una de las pequeñas protagonistas.

“Era la novela que quería leer”, explicó Morrison con pragmatismo cuando le preguntaron cómo era posible que se hubiera metido a contar la historia de una niña abusada desde el punto de vista de ella y sus amigas. Y es que ahí, en el silencio de Pecola Breedlove –quien creía que si tenía ojos azules como los de Shirley Temple, solucionaría su vida de chica negra crecida en el suburbio– se tensa la carga dramática: ese fantasma que las nenas nombran como pueden, sin escandalizarse por una violación intrafamiliar percibida con naturalidad, como una de las tantas calamidades posibles que envía Dios porque se le antoja, es lo que resulta pavoroso para el lector.

La novela se publicó cuando la escritora tenía 38 años. Por entonces, se había divorciado del arquitecto jamaiquino de quien tomó su apellido, y escribía al amanecer, en blocks de hojas amarillas usando lápices de punta blanda, antes de que sus dos hijos despierten. Además, ya había abandonado la enseñanza del inglés en la Universidad de Howard, donde empezó a usar el nombre Toni (diminutivo de Anthony, el segundo nombre otorgado durante su bautismo católico a los 12 años). En 1967 obtuvo un empleo como editora en Random House, donde trabajó hasta 1983. Allí, siendo la primera mujer afroamericana en conseguir ese puesto, se ocupó de poner en foco libros de escritoras feministas, negras y talentosísimas como Toni Cade Bambara y Gayle Jones, alentó a Angela Davis pero también a Muhamad Ali a escribir sus autobiografías y en 1974 se ocupó de darle forma a The Black Book, una antología de fotos, ilustraciones, ensayos y documentos desde las épocas de esclavitud hasta el presente, algo que nadie en Estados Unidos había hecho hasta entonces.

Davis y Morrison se hicieron amigas. Angela aún recuerda: “A menudo viajaba con ella a Random House desde su casa, lo que implicaba cruzar el puente George Washington. Cada vez que había tráfico, sacaba un bloc de notas y garabateaba algo. A menudo, estaba cocinando la cena para sus hijos, se daba vuelta y escribía otra vez. Más tarde me di cuenta de que escribía La Canción de Salomón. Me impresionó su capacidad de habitar varios mundos diferentes a la vez”.

Publicada en 1977, ésa fue la tercera novela de Morrison. La canción de Salomón, además, es uno de los libros preferidos de Barack Obama, quien en 2012 le otorgó a la escritora la Medalla de la Libertad en un acto en la Casa Blanca. Uno de los hilos más bellos de ese texto –Morrison traza auténticas genealogías en cada novela– es el vínculo entre el protagonista y su tía excéntrica, llamada Pilato. El padre de Pilato era analfabeto y su esposa había fallecido durante el parto. Él estaba muy enojado con esa muerte. Entonces agarró la Biblia y en el Registro Civil pidió que se le pusiera a su hija el nombre ése que llevó anotado en un papel. Nadie logró convencerlo de lo contrario.

En una entrevista que le hizo el escritor dominicano Junot Díaz en la New York Public Library en diciembre de 2013, ella contó cómo se las arregló con otro obstinado, Muhamad Ali. “Cuando The greatest, su autobiografía, estuvo lista, entró en la oficina de la editorial y todos lo miraban con reverencia. Él no tenía que hacer nada, o quizás estaba acostumbrado a que lo mirasen así. Comencé a hacerle preguntas y no me contestaba: le contestaba a los varones. Entonces recordé que había leído que él respetaba a las mujeres mayores. Así que me crucé de brazos, adopté un gesto maternal y le dije ‘Ali, tenemos que hablar’. Y él vino e hizo todo lo que se le pidió porque entendió quién era la persona poderosa en ese contexto”, evocó entre risas.

Especialista en la obra de William Faulkner (decía que su lectura era imprescindible por más que considerase que, en el fondo, era un escritor racista), amante de Flannery O’Connor, Willa Cather, Emily Dickinson y Herman Melville, discutió apasionadamente sobre el canon blanco impuesto sobre la escritura negra. “En 1965 empecé a descubrir la literatura africana y entender que no se restringía a Doris Lessing o Joseph Conrad, que Hemingway o Isak Dinesen habían planteado lo africano con un exotismo plano. Como decía James Baldwin, sentí que esa lengua en la que ellos escribían no reflejaba ni mi origen ni mi experiencia. Entonces descubrí, por ejemplo, a Chinua Achebe, Amos Tutuola, Kwei Armah, Bessie Head; ellos corren la mirada eurocéntrica y escriben desde la autenticidad y la fuerza. Liberaron mi inteligencia artística y me devolvieron a una zona de pertenencia”, escribió.

METAFISICA NEGRA

Para esta matriarca –piel oscura, voz grave, pecho amplio, sonrisa indeleble y largos cabellos trenzados– que abría las puertas de su casa en Lower Manhattan si le dabas confianza, que cocinaba tortas de zanahoria antológicas y que ponía mucho cuidado en las uñas bellísimas y esmaltadas de sus manos, había dos asuntos esenciales al momento de contar una historia: los personajes y el ritmo narrativo. “Cada personaje es imaginado de manera cuidadosa, como un fantasma. No tienen nada en la cabeza salvo ellos mismos y no están interesados en nada salvo en ellos mismos. Así que no se les puede permitir que escriban el libro en lugar de una. Hay que decirles: ‘Cállate, déjame tranquila, soy yo la que está haciendo esto’”, dijo.

En un extenso ensayo llamado “Unspeakable things unspoken” (es decir, Cosas indescriptibles no dichas) Morrison se refiere al modo en que las primeras líneas de una novela definen la música a lo largo del texto. Junto a la melodía, el ritmo es parte de una forma orgánica: la novela misma. “Cada oración de Ojos azules es simple, poco complicada. Hay un tono coloquial que tiene que ver con un chisme, un secreto que circula de boca en boca en una pequeña comunidad (el ‘nosotros’) y que los lectores atisban como outsiders. En Sula, mi segunda novela, necesité presentar las cosas que ocurrían en esa jornada conocida como Día del Suicida, las trascendentales como los nacimientos y las prosaicas como la aparición de ciertas flores. Y es que sobre ese fondo se despliega la amistad entre dos mujeres negras, en medio de un barrio donde lo mágico llama tanto la atención como lo violento”, explicó.

En ese sentido, Sula –publicada en 1973– deviene “metafísicamente negra”, según Morrison: es una mujer que se va y elige la negritud como forma de adquirir poder, algo que también hace la protagonista de la última novela que la autora publicó en 2015, La noche de los niños. A la vez, si La canción de Salomón tenía un lenguaje colorido, Beloved “prácticamente carece de saturaciones cromáticas”, las mismas que volverían en Jazz, publicada en 1992, con la intención de combinar artificio e improvisación. El color, aseguró Morrison, no es un detalle: es el motivo por el que la esclavitud pudo durar tanto tiempo. “Esta gente estaba marcada por el color de su piel, de modo que el color es una marca significativa también en la ropa. La población esclava no tenía acceso al color porque una prenda de color era un lujo. Así que también en la escritura quise mostrar ese deseo y ese deleite cuando acceder a los colores fue posible”, sostuvo.

Había aceptado con calma que una casa que tenía a orillas del río Hudson ardiera en 1993 y se llevase fotos y manuscritos. Tras la muerte de su hijo Slade de 45 años en 2010 –juntos publicaron varios libros para chicos ya que él era un gran dibujante– decidió dejar de escribir por un tiempo aunque mantuvo el luto en una zona de absoluta discreción. Pero cuando su hermana Lois murió a fines del año pasado, sí se puso furiosa. “Si ella volviera, le daría una tremenda cachetada por haberme abandonado”, le confesó a la escritora AJ Verdelle, a cargo de The Toni Morrison Society, encargada de preservar y difundir su patrimonio literario. Quizás algo de esa muerte ajena interpelara su propia finitud.

Dos meses atrás, su amigo Timothy Greenfield-Sanders, estrenó el documental The pieces I am, un relato biográfico que incluye el testimonio de varias personas cercanas a Morrison, como la periodista Oprah Winfrey (quien protagonizó la versión fílmica de Beloved en 1998), el crítico Hilton Als o la escritora Fran Lebowitz. Greenfield-Sanders y Toni se habían conocido en 1981. Ella entró en el diminuto estudio que el fotógrafo tenía en el East Village llevando una blusa blanca, un abrigo negro y una pipa humeante en la punta de su boca. Desde entonces se hicieron inseparables y él se transformó en una suerte de fotógrafo oficial.

En una de las notas de prensa él recordó que Morrison repetía una y otra vez, que ella se hizo escritora cuando descubrió que tomar la palabra era una forma de construir poder. “El lenguaje nunca puede fotografiar la esclavitud, el genocidio, la guerra. Ni debería lamentarse por la arrogancia de poder hacerlo. Su fuerza, su felicidad radica en lanzarse hacia lo inefable”, dijo en un tramo del discurso al recibir el Nobel en un gesto que su amigo interpretó como un guiño.

En un ensayo reciente, la autora aseguró que “los escritores que hacen su trabajo lejos de los poderes brutales, intentando construir sentido al enfrentar el caos, deben ser protegidos”. Y es que ellos son capaces de interpretar las huellas de los traumas que impiden hablar, de los dolores que bajan por generaciones como un río con caudal de barro. Por esa razón, consideraba, el oficio de la escritura no es un regalo que se le hace a la humanidad sino una necesidad que todas las partes implicadas (empezando por los escritores) deben asumir como tal. Eso sí, para ella la furia no es creativa: “No me gustan las emociones efímeras. No me gustan las emociones como combustible. Las experimento pero para escribir, tienen que ser ideas frías, frías, o al menos cool”.

A lo largo de su obra, Morrison convirtió la escritura en un territorio donde refugiarse cuando hubiera escasez de pensamientos en el mundo. Con sus ideas frías, encendió hogueras cada vez que un lector se asomaba a su prosa magnífica, elegante, dispuesta al riesgo, el humor y la poesía. Como le enseñó su abuela, liberó a los fantasmas de los frenos que llevaban en la boca para que por fin pudieran cantar su canción. Ese susurro llega hasta nosotros y aquí se queda, iluminando la noche de los anónimos que pasan por la vida como la huella de una exhalación. Morrison ha sido la encargada de preservar la dignidad de esa huella tenue.