Comencemos delineando dos escenarios. En el primero, el Estado impone retenciones, y en consecuencia un tipo de cambio diferencial para las exportaciones agrícolas. Con lo recaudado, financia el desarrollo del cultivo de granos, apoyando investigaciones realizadas por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. En el segundo, el Estado no fija retenciones, y la producción de soja se organiza en torno de un paquete tecnológico diseñado por una empresa multinacional, que provee insumos esenciales (semillas y plaguicidas). En el primer caso, la renta agraria financia un desarrollo tecnológico local; en el segundo, la renta agraria es absorbida en parte por el royalty tecnológico de un conglomerado extranjero, y el resto es consumido.
Ambos escenarios tuvieron lugar en la Argentina. A principios de los años ’70, un desarrollo del INTA puso a la soja en la agenda agraria pampeana. La soja y los híbridos reactivaron la agricultura pampeana, estancada en los 25 años anteriores. El tipo de cambio diferencial, por otro lado, permitió sostener un proceso de crecimiento industrial y diversificación productiva, que fue quizá lo más virtuoso que ocurrió en la economía argentina en la posguerra.
El segundo escenario corresponde a lo ocurrido a partir de mediados de los ’90, y seguramente no fue favorable para la industria.
El primer escenario es más deseable que el segundo. Esta comparación permite entender algunos puntos importantes. La aplicación de retenciones no es en sí nociva, si lo recaudado es reinvertido en el desarrollo agrícola, en instituciones de investigación tecnológica, en infraestructura de transporte y comercialización, y eventualmente en la diversificación del aparato productivo.
Las retenciones, en definitiva, afectan a la renta diferencial primaria, y no a los procesos productivos y logísticos asociados a la producción de granos. Esto es, en el caso de tierra arrendada, reducirán el valor del arrendamiento, pero no la rentabilidad de la inversión agropecuaria. Eventualmente, deberán ser aplicadas diferencialmente para el caso de plantíos situados en lugares muy alejados de los centros de consumo o exportación (en provincias tales como Chaco, Salta o Santiago del Estero), a fin de asegurar su viabilidad. Se trata de todas formas de una proporción muy baja del total producido de granos.
Ahora bien, el Acuerdo Unión Europea-Mercosur (por lo que se sabe hasta ahora) prohíbe impuestos sobre las exportaciones. Esto limita severamente el primer escenario, pese a que la UE no será una gran compradora de granos argentinos, porque de hecho su agricultura protegida compite con la del Mercosur. El Acuerdo promete además cupos y restricciones, además de un arsenal de medidas paraarancelarias, un rubro donde sobresale la Unión Europea.
La garantía de la supresión de las retenciones es la consecuencia del acuerdo que más interesa al bloque agroexportador, y explica su apoyo entusiasta. No es desde otro sitio de donde Gustavo Grobocopatel ensaya su defensa, tal como fue publicada recientemente en Página/12. Grobocopatel no es un analista neutral, sino un actor con intereses concretos. Parafrasseando a Bill Clinton, es la renta... señor.
No es un secreto, a esta altura, que si prospera el Acuerdo, la rezagada industria argentina podrá competir principalmente con productos de la industria alimenticia en un contexto de apertura comercial. Aquí también pueden esperarse medidas paraarancelarias para proteger a su homóloga europea. El estancamiento y la involución ocurridos en la periferia sur-europea a raíz de la constitución de la Unión Europea es bastante claro, pese a que ésta prometió convergencia económica. Este presente es el futuro que podrá esperarles a los países del Mercosur.
El Acuerdo va entonces en el sentido de reprimarizar el comercio exportador argentino, algo que además parece ser la preferencia productiva de la actual gestión gubernamental: granos, litio, hidrocarburos, éstos son los protagonistas esperados. Eventualmente, la excepción podrá ser la industria petroquímica asociada a los hidrocarburos shale, cuya producción podrá aumentar significativamente, si hay inversiones en esa rama (sobre todo en urea y fertilizantes).
Así, se presenta una paradoja: un gobierno al que no le disgusta la reprimarización de las exportaciones apoya un acuerdo que a ese efecto no es necesario. Alcanzaría una apertura unilateral, preservando autonomía en la política comercial. Pueden venderse commodities agrícolas y mineras (y aun petroquímicas) con bastante facilidad, al margen de acuerdos comerciales. Los países exportadores de hidrocarburos, por ejemplo, no necesitan acuerdos como el que se pretende implementar con la Unión Europea.
El Acuerdo implica más bien lograr el ingreso de algunos productos agroindustriales (por ejemplo, carne, esa vieja obsesión argentina), a cambio de atarse las manos en materia de política comercial. Se renuncia así a una herramienta que se ha mostrado eficaz en el pasado a los fines de la diversificación productiva. Quizá éste sea el efecto que en el fondo se busca desde el gobierno de Macri: disciplinar intereses y definir un encuadre inamovible a futuro para la actividades productivas. Será la concreción finalmente del adagio latinoamericano: "la mejor política industrial es no tener política industrial".
* CESPA-IIE-Universidad de Buenos Aires.