Ahora que está muerto, me encargan un homenaje.
–Dale, pibe –me dice el jefe–, inspirate.
Como si fuera tan fácil. Después de todas esas líneas que alguna vez escribimos en su contra. Tengo un día para pensar. Me dieron demasiado espacio por ser de los más jóvenes en la redacción. Me pregunto por qué, por qué yo.
–Un homenaje como Dios manda, hoy estamos de luto– me aclara.
Todos no, pienso. Pero ahora el jefe nos pide atenuar el tono. Le huelo el miedo. A tipos como éste, la muchedumbre en la calle haciendo fila para tocar el cajón, los desfigura. Vuelven los fantasmas del pasado, multiplicados por los miles que esperan despedirse y rendirle sus condolencias y lealtad a la viuda. Cientos de carteles de aliento embanderan las calles. ¡Fuerza Presidenta! Si no lo conociera, podría pensar que el jefe estuvo llorando. Lo dice su semblante. Uno de los ojos tiene un pequeño derrame y se le hinchó la cara.
La entrevista la arreglo unas horas después del pedido del jefe. Como una revelación me viene ese momento. Busco datos. Llamo al Colegio Militar. Después de insistir mucho, de asegurarles quién está detrás del suplemento, me pasan su nombre y apellido. Levanto el teléfono y el hombre me dice sí. Por un instante, tengo la sensación de que desde aquel día, ese hombre está esperando este llamado.
Nos juntamos esa misma tarde en su casa, en las afueras del sur del conurbano. Una casa baja con un jardín al frente. Rosales de un lado y del otro. Malvones cercando el camino de tierra que lleva hasta la puerta de entrada. El sol baja arañando la medianera del vecino. Del otro lado de la calle, unos pibes juegan a la pelota.
–¿Nos sentamos acá? –pregunta.
–Sí –respondo. Y me acomodo en una silla de hierro con restos de pintura blanca.
–Le debo una limpiadita de cara –se justifica el hombre cuando me ve preparar la cámara.
–Me gusta el óxido –le digo sin tener muy claro por qué mientras miro a mi alrededor desde el lente buscando una buena toma y descubro herrumbre por todos lados.
Temo que mis palabras suenen a burla sin embargo mi respuesta no lo sorprende.
–Ahora a todos les gustan las cosas gastadas, a mí no tanto. Uno se va cansando de tanto cuidarlas.
Ese hombre quiere hablar. Mueve las manos siempre en el mismo gesto. Friega los dedos rítmicamente.
–¿Qué quiere saber? –pregunta.
Vuelvo a contarle sobre el suplemento. Un homenaje improvisado, pienso, pero no se lo digo. Nadie va a creerlo viniendo de mi jefe. Sean originales, nos insistió a todos. Busquen donde nadie lo haría. ¿Qué carajo quiere? ¿Qué se trae entre manos?
Detrás de la puerta, una mujer mayor, de pelo cano, me mira con recelo. No le gusta que yo esté ahí. No quiere saber nada con esta nota.
–Lo que recuerde –digo. Algo de aquel día.
Quiero que me cuente del original. Si ese hombre cuidaba esos pasillos, tiene que saberlo.
–El día ese –dice y me mira. Hace silencio.
Desde la silla, puedo ver a los pibes pasarse la pelota. Rueda unos cuantos metros sin que nadie llegue a tocarla. El polvo queda flotando en el vacío.
Segundos después, el hombre retoma.
–En el Colegio a nadie se le pasa esa fecha. Si habremos celebrado más de una vez.
Mi cara debe ser de espanto, o al menos de desaprobación porque ese hombre se frena repentinamente. Intenta una explicación.
–Cuando se está ahí adentro uno debe convencerse de que siempre se hace lo que corresponde. Si uno no está preparado para eso, mejor irse, tomar otro rumbo si se puede. Día tras día pasan cientos debajo del arco de entrada de una de las unidades tácticas. ¿Sabe qué dice ese arco?
No digo nada. El hombre pregunta sin esperar una respuesta.
–Con la misión en la mente. En letras gigantes, imposible no verlo. Para cuando un cadete, oficial, general, soldado raso, o el cargo que quiera, interviene, es porque ya hace mucho que esa acción está bien trabajada, metida hasta en el alma. Si algo se aprende en el Colegio Militar es que nunca se improvisa.
Enfrente, los pibes gambetean, meten patadas, corren, retroceden, avanzan hacia el arco rival.
–Cuando llegué al Colegio, esa mañana, ya había revuelo. Algunos oficiales se habían reunido en el patio grande alrededor de dos generales. Uno solo hablaba y parecía dar un sermón. Yo hice como siempre: me puse el delantal y di la primera recorrida. Se sabía poco del acto pero cuando echó a correr la noticia de que vendrían esas mujeres, no quedaron dudas.
Ese hombre me mira. Me mide. Mientras, juego con el lente. Acerco y alejo el zoom de la cámara que duerme sobre mis rodillas.
–Cuando el Presidente entró, ya habían formado. Antes de hacer silencio absoluto, algunos murmuraron, los conozco bien. ¿Quién se cree éste?, andarían pensando. ¿Cómo se atreven estas viejas? ¿Le soy sincero?, si no lo hubiera sabido de antemano, si el teniente general no me hubiera dicho que contaba conmigo, quizás a mí también se me daba por pensar cualquier cosa. En otro momento no lo hubiesen permitido, eso está claro, mire que hay que animarse a bajar el cuadro de un director del Colegio, de un militar con todos los honores.
No digo nada. El hombre toma aire, se acomoda en la silla y se concentra en sus manos.
–Algo así no cabía en nuestra cabeza –aclara cuando logra reponerse y me mira a los ojos–. ¿Vio cuando dicen que el aire se corta con una tijera?, peor… porque ni aire había.
Si bien me detuve en todas las fotos publicadas de aquel día y las del archivo del diario, no logro armar la escena. No hay ninguna donde se pueda ver el conjunto. Solo fragmentos de los allí presentes. Reconstruyo como puedo a partir del relato de este hombre y lo poco que encontré.
–En unos segundos, no se oyó nada más –continúa–. Todos esperábamos atentos. El Presidente nos miró, juraría que uno por uno. Después quedó de espaldas a nosotros, la vista al frente apuntando a los cuadros. Solo los cadetes y generales, que estaban de costado, pudieron verlo. Había que ver las caras de quienes lo miraban sin ser vistos. Algunos daban miedo.
El hombre me miró como esperando algo. Yo no llegué a decir nada cuando él continuó:
–¿Sabe qué me decía mi padre cuando era chico?
Pensé en mi viejo, la falta que me hacía. Qué recomendación me hubiera dado. Pero otra vez, no dije nada. Ante mi silencio, el hombre sentenció, como supuse, lo habría hecho su padre:
–No se puede dar lo que no se tiene.
Y volvió a hacer una pausa, una vez más, a la espera de algo.
–Es cierto –dije. Solo eso. Podría haberle aclarado que nunca lo había pensado así, que sonaba lógico.
–Esa gente tenía miedo. Y él lo sabía –me aclaró–. ¿Sabe qué es lo que asusta a la gente?
–¿Qué gente? –le pregunté, sin decirle que nunca me convenció esa manera, tan actual, tan vacía, de nombrar y nombrarnos.
–Gente como usted, con respeto se lo digo –volvió a aclararme, y mientras su voz comenzaba a sonar detrás de mis pensamientos como una música de fondo, gente como la que está en el Colegio, yo, sin ir más lejos, pensé en mis miedos.
Miré el grabador que había apoyado a un lado, la cámara sobre mis rodillas, mi libreta completamente en blanco y el eco de mi jefe retumbando en mis oídos. Nunca sería un buen periodista. Eso me asustaba.
–Ella –dijo el hombre con una contundencia que no me quedó otra que mirarlo y deshacerme por un instante de mi reflexión. Ese hombre señalaba hacia la ventana donde se podía ver detrás de la cortina a su mujer.
Imaginé la foto que podría sacarle: su contorno a contraluz detrás de la tela. Pero ni amagué a tomar la cámara. Ese hombre me agarró del brazo y con un leve movimiento giré el cuerpo hacia la calle.
–A los chiquilines esos, no –me dijo señalando a los pibes que jugaban a la pelota–. Ellos todavía no se asustan.
–Seguro nos asustan cosas muy distintas –le respondí un poco aturdido.
–No crea, la gente tiene miedo de que le cambien las cosas de lugar, las cosas que existen y las que no. Que le pongan en duda que la tierra gira alrededor del sol. ¿O no le costó la vida a ese que quería convencer a todos de que la tierra no se apoyaba sobre tortugas? Y ojo que cuando le hablo de gente no hablo de pobres. Pobres dejamos de ser el día que nos llaman como a los demás. Casi toda mi vida en el Colegio Militar, más de cuarenta años. Fui la esperanza de mi madre y no creo haberle cumplido.
El hombre hace una pausa. Apenas un instante.
–Mírela –me dice y gira para ver a su mujer, que sigue allí, detrás de las cortinas–. Ella es la que me hace dudar… ¿sabe?
Sin darme tiempo a responder, avanza en esa conversación que, diría, mantiene consigo mismo desde hace tiempo.
–La esperanza de mi madre también tiene que ver con el miedo. Mi trabajo un poco se lo fue quitando. A ella se le iba y a mí me iba creciendo pero no me daba cuenta. Si algo se termina aprendiendo en el Colegio, ya le dije, es que nada se improvisa, nada –repite enfáticamente– pero sobre todo que nada puede estar fuera de lugar. Iluminar la realidad, si lo habré escuchado tantas veces. Educar para ser faros. Luces que no muestran solamente dónde están las cosas, sino dónde deben estar. Te pareceré ingenuo, ya sé. Este viejo no entiende que matar es otra cosa, pensarás. Claro que entiendo… pero para convencer a muchos hay que hablar el idioma de todos y todos creemos saber lo que es el orden.
Lo miro mientras habla. Tengo la cámara en una mano, en la otra una birome que no llego a usar. Confío en el grabador, como si volver a escuchar la voz de este hombre me asegurara una buena nota.
–El Presidente lo entendió, o dígame si no, ¿para qué sacar ese cuadro? Por algo había que empezar, ¿no?
Ese hombre deja de fregarse las manos y cierra ambas en un movimiento único. Así apretaba los puños antes de hablar. Y miro mis manos. Quietas. Y a los chicos que siguen jugando a la pelota en el baldío.
–Pero, sabe –me dice– se lo hicieron a propósito: llevarse el original y ponerle una fotocopia ampliada.
Ahora sí, pienso, y sin darme cuenta me enderezo, me acerco con el cuerpo hacia dónde él está. Lo sabía. Ese hombre sabía lo del rumor. Sería cierto, entonces. Antes de que pueda preguntarle si sabe dónde está el original, continúa.
–Él lo supo a tiempo. Y no le importó. Auténtica o copia, ¿acaso hay diferencia? El asunto era atreverse a tocarlos. El Presidente dio la orden.
Contundente: la mano extendida, la palma frente a sus ojos y la voz firme. Proceda, escucho una y otra vez. Imagino a las abuelas, las madres. Imagino a los que esperaron este momento. Pienso en mi viejo, su cara cuando le dije que sería periodista. No te olvides de dónde venís, me dio cómo único consejo. Ese hombre no dice nada. Yo tampoco. No nos miramos. Recordar lleva tiempo, pienso. Y olvidar también, si acaso es posible.
Aprovecho a detenerme en las casas vecinas. Son todas bajas. Los techos de chapa atajan los últimos rayos de sol y pintan el barrio de anaranjado. Ahora observo detenidamente a uno de los pibes: pisa la pelota con el pie y le amaga al contrincante con una sonrisa provocadora. El rival se calienta. Intenta un codazo y el otro lo esquiva, sin siquiera rozarlo, con pelota y todo. Sale corriendo y a cuatro metros del arco, en diagonal, hace un gol definitivo. El hombre parece no percatarse. Por unos segundos olvido por qué estoy ahí y quisiera meterme en la cancha.
–Mi madre quería algo grande para mí –me dice–. Ella me consiguió el puesto en el Colegio. La patrona de su hermana era casada con un general y entré antes de terminar el secundario. No nací para pasar a la historia. El teniente general estaba subido a la escalera. El Presidente, a unos pocos metros. No hubo ensayo. Él no lo hubiera permitido pero yo lo necesitaba: me paré esa misma mañana, bastante temprano, a unos pasos del cuadro, hice de cuenta que el teniente general me lo estaba pasando y despacio lo apoyé en el piso. No podía errar. Habría muchos allí. Funcionarios, personalidades, esas mujeres. Y las fotos, cantidad de periodistas. Él me lo había dicho, ni una arruga, más impecable que nunca lo quiero.
El hombre hace un breve silencio. Yo lo veo, lo imagino sosteniendo el cuadro apenas el teniente general se lo pasa. Me descubre en el pensamiento. Abre las manos y tengo la sensación de que lo sostiene. Lo acomoda en el aire y avanza por ese pasillo que nadie sabe a dónde conduce.
–Hice todo tal como había practicado –continúa–. Después, los aplausos. Cuando el acto terminó, el teniente general me dijo llévelo a mi despacho.
Lo imagino apoyando el cuadro lentamente en el piso para que el marco no se dañe. Lo imagino, también, dejando caer ese cuadro que revienta contra el piso y el vidrio estalla en cientos de pedazos.
Hacemos silencio. Quiero que me cuente qué hicieron después con esos cuadros porque eran dos aunque yo lo imagine bajando solo uno.
Su mujer nos mira desde la puerta. Ya no se esconde detrás de las cortinas. El hombre se levanta y mientras jugueteo con la cámara, me dice:
–Para un hombre, basta un gesto.
Me sonrío. Suena a frase tanguera. Pienso en mi jefe, su suplemento homenaje. Me detengo en esas palabras que deslizó hace apenas unos segundos: no nací para pasar a la historia. Tengo el título de la nota.
–Eso también me lo decía mi padre –me aclara.
–Me lo imaginaba.
Del otro lado de la calle, un pelotazo revienta contra la medianera de una casa. El gol nos distrae a los dos. Algunos se agarran la cabeza, otros festejan.
–¿Cuándo sale? –me pregunta con cierta timidez–. Por ella –digo y mira hacia donde está su mujer–. Guardó todas las fotos de los diarios. Cada tanto las vuelve a mirar. Nunca me dice nada.
Ante aquella confesión inesperada, quedo atontado. Son apenas segundos.
–Este domingo –le respondo, ahora de pie, dándole mi palabra de que las suyas no han sido en vano.
Aunque no sepa qué piensa hacer mi jefe. Si lo convencerá esta forma de homenaje. Si un hombre cualquiera alcanza para contar la historia.