Dividido entre su vocación de ofrecer un cine capaz de seducir a un público general (que no suele ser el mismo de festivales como Mar del Plata o Bafici) y su voluntad de brindar un espacio a films que se permiten ir más allá de las fronteras de la narración estándar, ayer concluyó la vigésima edición del Festival Internacional de Cine de Punta del Este. Integrada por catorce films, su competencia Iberoamericana reunió títulos, estilos y calidades bien diversas. Desde un cine rotundamente autoral como el de Gutavo Fontán en El limonero real, adaptación de la novela homónima de Juan José Saer, a los dramas de clara raíz regional como La caja vacía de la mexicana Claudia Sainte-Luce, La última tarde del peruano Joel Calero, o la chilena El Cristo ciego, de Christopher Murray, pasando por la estupenda y sensible Pinamar, del argentino Federico Godfrid o el negrísimo policial español Que Dios nos perdone de Rodrigo Sorogoyen, dicha competencia representa un catálogo amplio y ecléctico de la producción cinematográfica iberoamericana.
Como suele ocurrir en todos los festivales, de los más grandes a los más modestos, las decisiones del jurado suelen ser fruto de una esmerada arquitectura que busca repartir los galardones establecidos de un modo que se encuentra más cerca de la generosidad que de la justicia. Esta no fue la excepción. Integrado por el cineasta peruano Francisco Lombardi, el brasileño Werner Schünemann, la actriz uruguaya Mirella Pascual y su compatriota, el guionista Pablo Vierci, el jurado le concedió un premio a la mitad de las obras en competencia. Entre ellos el de Mejor Película para la española La próxima piel, un drama que no le teme a los juegos con el suspenso del director Isaki Lacuesta, o el de Mejor Director entregado a Sorogoyen (que también recibió el premio del público), cuya película cuenta una historia de violencia ambientada en la España indignada, durante una visita del papa Benedicto XVI a la ciudad de Madrid.
El jurado designó además dos menciones para las películas El Cristo ciego y el melodrama de origen cubano Santa y Andrés, de Carlos Lechuga. En tanto que el premio a la Mejor Actuación masculina fue para Juan Grandinetti por Pinamar y el de Mejor Actuación Femenina fue entregado ex aequo a Katerina D’onofrio y Julia Lübbert, protagonistas de las películas La última tarde y Rara, de la chileno-argentina Pepa San Martín. Más allá de los premios entregados es posible trazar un recorrido y atravesar la selección de manera longitudinal, para darse una idea general del material programado.
Comedia negra brasilera dirigida por el actor y dramaturgo Bruno Kott, El mate tiene la particularidad de contar con un argentino en el rol protagónico, el actor Fabio Marcoff, radicado en San Pablo desde hace años. Interpreta a un asesino a sueldo muy poco profesional, que tiene encerrado en el galpón de su casa a un ruso al que le encargaron secuestrar, a la espera de que alguien pase a pagarle por el trabajo. Pero por obra y gracia del guión termina involucrando en su crimen a un devoto evangelista que tuvo la mala idea de tocar el timbre a medianoche, para llevarle la palabra de Dios. Adaptación de una obra teatral escrita por los propios Kott y Marcoff, el film conserva elementos que delatan su origen y resultan disruptivos dentro de una narración cinematográfica que comienza con buen ritmo, pero pronto se ve complicada por las contradicciones de su propia puesta en escena.
Segundo trabajo de Lechuga, Santa y Andrés propone un relato con un componente político potente. Ambientada a comienzos de la década de 1980, una campesina es enviada por el partido a vigilar por tres días a un escritor que vive en una casucha en medio del monte. La idea es impedir que el poeta tome contacto con una delegación internacional que visita la isla, ya que tiene antecedentes de haber establecido contactos para difundir “propaganda contra revolucionaria”. Filmada con delicadeza –aunque a veces con una afectación levemente excesiva–, Santa y Andrés remite de manera libre a la historia de Reinaldo Arenas y se permite una escena muy tensa en la que el protagonista es repudiado por miembros del ejército y el partido. Escena que parecía impensable en un film cubano, pero que quizá deba leerse como un indicador claro de que el sistema de control dentro de la isla ha entrado en su etapa terminal. Un signo de los tiempos que corren.
También rabiosamente política, la opera prima del colombiano Felipe Guerrero, Oscuro animal, viene de ser premiada en la última edición del Festival de San Sebastián y pronto tendrá su estreno local. La película registra la historia de tres mujeres enmarcadas de diferentes maneras dentro del conflicto armado entre el estado colombiano y las FARC, ofreciendo un retrato de la violencia en el que el elemento femenino produce un efecto magnificador. Oscuro animal marca además la segunda participación dentro de esta competencia del notable director de fotografía argentino Fernando Lockett (también responsable de dicho rubro en Pinamar). Él se vale de la cristalina luz de la selva colombiana para construir un marco visual de nitidez abrumadora, que en combinación con un uso eficiente del fuera de campo consigue potenciar el crudo retrato de una realidad que todavía lastima.
Coproducción rioplatense, el thriller El sereno es la primera película de Jaoquín Mauad y Oscar Estévez, este último conocido como guionista de la exitosa película de terror uruguaya La casa muda, estrenada en el Festival de Cannes en el año 2010. De clima entre onírico y paranoico, con abundantes (excesivos) elementos que abonan a un paquete de metáforas vinculadas al universo psicoanalítico, El sereno cuenta la historia de un hombre encargado de custodiar durante la noche un laberíntico depósito en el que, por supuesto, pronto comenzarán a ocurrir situaciones inesperadas. Protagonizada por Gastón Pauls, secundado por el popular actor uruguayo César Troncoso, El sereno se juega a crear una atmósfera de tensión angustiante, a la que un giro del guión debilita tempranamente, exponiendo un elemento que revela más de lo que debiera. Una película que habría ganado mucho si no hubiera apostado por el imaginario del cine de terror (aunque consigue reconstruir sus climas con cierta solvencia) o por su excesivo catálogo de metáforas freudianas.
Dirigida por José Luiz Vilamarín, Remolino es una tragedia coral ambientada en Cataguases, pueblito de Minas Gerais emblemático para la historia del cine del Brasil a partir del llamado Ciclo de Cataguases, movida que abarcó la década de 1920, entrando en crisis con la llegada del cine sonoro y cuyo principal exponente fue el director Humberto Mauro. La referencia no es ociosa: Vilamarín ha reconocido que el título de la película está inspirado en un texto de Mauro y su nombre se menciona con ingenio, oculto dentro de la formación de un equipo de fútbol barrial que recuerda uno de los personajes. Adaptación de la obra Inferno provisorio, del escritor Luiz Rufatto, Remolino es el retrato de un conjunto de culpas que el tiempo se ha ocupado de sepultar entre las capas de lo cotidiano y de cómo aquello que ha sido reprimido consigue regresar con facilidad. Una historia que presenta un escenario de conflicto social y se empecina en someter a algunos de sus personajes a situaciones de extrema crueldad. Tal vez demasiada.