La imagen avanza por el pasillo de un PH. Pasa la puerta entreabierta y mientras atraviesa una perspectiva de libros apilados, cajas de apuntes, papeles de índole diversa y estratos de posado desorden, se escucha un piano que evoca la melodía agridulce de una murguita. Así comienza Alejandro del Prado. El eslabón perdido, el documental de Mariano del Mazo y Marcelo Shapces. En ese clima de tiempos acumulados se irán desplegando las puntas de una historia que no termina, la épica dinámica y potente de un paladín de lo pendiente. Del creador fulminante que con sus canciones fundó una zona franca en la que músicas y palabras de distintos tiempos y espacios se encontraron en un lenguaje común. Tras recoger unánimes elogios, El eslabón perdido se proyectará en el Espacio Incaa Sala Gaumont, Rivadavia 1635, todos los días a las 19.15 (hasta el próximo miércoles).
Ni realizado ni agotado, más misterioso que oculto, parcialmente ausente y silenciosamente vigente, Alejandro del Prado es de los que se asoman al mundo con recelo. Mezcla de arrojo, pudor y desconfianza, se parece mucho a sus canciones. Su vida y su obra están ensambladas por esa compleja forma de despreocupación que manejan los que viven al margen del tiempo y sus espirales. Hijo de Calé –el dibujante de Buenos Aires en camiseta y Rico Tipo–, profesor de educación física, Del Prado es creador de unas trescientas canciones. Son pocas las que se conocen, pero bastan para dar cuenta de un talento tan extraordinario cuanto indómito.
En casi treinta años, Del Prado registró sólo tres discos solistas. Dejo constancia (1982), Los locos de Buenos Aires (1984) y Yo vengo de otro siglo (2008). Los tres son trabajos extraordinarios, no sólo por la bella profundidad de sus canciones, sino porque además en cada uno de ellas se dosifica, de manera diferente, el poeta, el compositor, el cantor y el visionario. En la brillante síntesis de esos temas, podrían estar Los Beatles escuchando tangos, las murgas cantando canciones. Lo foráneo acriollado, lo criollo enrarecido. En tiempos en los que para muchos jóvenes el tango era poco más que una postal de ausencias y una biaba de luminosa tonalidad caoba, Del Prado elaboró una forma en la que se conjugaban de manera poética la mística sencilla de barrio, donde dos más dos es cuatro, y una forma de juventud en la que cuatro se puede dividir de muchas maneras.
El eslabón perdido logra interpretar esa mezcla de nostalgia y rebelión, contando una historia bien articulada, mientras atraviesa un territorio plagado de improbabilidades. Misterios y revelaciones se equilibran en un relato consistente, sostenido con interesantes materiales de archivo y entrevistas. La admiración por el personaje nunca se desborda, del mismo modo que el afecto no necesita descender hasta la piedad. El propio Del Prado va contando su historia. En el mismo plano, su hija Malena y su hermano Horacio –músico y periodista– van acercando memorias como contrapuntos o complementos, e impresiones que muchas veces quedan suspendidas en preguntas. ¿Por qué Alejandro no terminó de ser el artista masivo que prometía ser a comienzos de la década del ’80, cuando en los albores de la recuperación de la democracia sus canciones revelaban un pasado cargado de futuro? ¿Por qué no porfió por un lugar, en nombre de sus convicciones? ¿Está conforme con sus canciones?
El poeta Jorge Boccanera, a quien Del Prado musicalizó en las canciones de Dejo constancia, lo mira desde la experiencia mexicana, donde fue, entre otras cosas, uno de los guitarristas de Alfredo Zitarrosa. El productor Diego Zapico trata de explicarlo desde su compleja relación con la materialidad de las cosas. Rodolfo García y Dani Ferrón se esmeran en encontrar una explicación de por qué lo del trío Posporteños, que formaron con Del Prado en 2003, no prosperó. Su hermano Horacio intenta encontrar motivos en lo que describe como los “Hiroshima y Nagasaki” que conmovieron la vida del artista: la temprana muerte del padre, Calé, de quien en un momento Del Prado dice “me hubiese gustado ser su amigo”. Y más tarde la de Susana, madre de Malena y compañera en la vida y en la música (“la voz argentina de mujer más linda que yo escuché jamás”, la recuerda).
En uno de los regresos a Villa Real, el barrio de la infancia, sentado en una vereda de la calle Ramón Lista, se lo ve leyendo un poema de Raúl González Tuñón. Es un gran momento de la película, como el collage con distintas versiones de Los locos de Buenos Aires. Enjambre de dudas y certezas, El eslabón perdido es el retrato afectuoso de un artista singular y escurridizo, un personaje cuyo encanto se define en lo que no termina de decir, en lo que oculta porque tal vez ni él mismo conoce. Pero intuyó hace tiempo.