Un gesto anacrónico inició un nuevo tiempo político en Argentina. Un libro de 600 páginas se convirtió en un fenómeno extraordinario que invirtió el sentido común de una época fascinada por el twitter, el facebook, el instagram, el big data, las fake news, el ejército de expertos en comunicación y marketing que, entre nosotros, catapultó a Durán Barba al Olimpo de los “genios” capaces, eso se creyó, de manipular sociedades enteras mientras supuestamente se pulverizaba, por anticuadas, las formas y las tradiciones de la política. Ya no quedaba lugar –eso se decía y se creía– para la argumentación ante el dominio abrumador de “lo afectivo”, el golpe de efecto, la frase reducida a su mínima expresión, el rechazo visceral de cualquier cosa que pudiera referir a un mundo de ideas y de proyectos y a la hegemonía blindada de los grandes medios de comunicación. Sujetos manipulados, círculos rojos alejados de la masa de “ignorantes” y tomando decisiones desde alturas inconmensurables. Fin de la política, muerte de las tradiciones capaces de remitir a valores igualitaristas y solidarios, dominio abrumador de la meritocracia y del emprendedorismo como marca registrada de una época desmemoriada y fascinada por lo efímero e insustancial. Un libro, artefacto que requiere de lectores con ganas de comprender y debatir, reintrodujo, para sorpresa de muchos que hace tiempo que abandonaron esos hábitos y sólo prefieren el vacío del slogan publicitario o la pantalla partida que vomita frases de alto impacto, lo político o, mejor todavía, puso en evidencia que por fuera de los grandes medios seguía palpitando un deseo de otro país. Entre la pasión y el argumento, entre la intensidad emotiva de una escritura que remitía al ejemplo de otra política y el entusiasmo que emergió de una relación nunca cortada entre Cristina y una parte sustancial del pueblo, se reconfiguró el apasionante camino que nos llevó al domingo 11. Una cultura que recobraba la política y una política que se dejaba decir por uno de los gestos culturales más extraordinarios y, por qué no, anacrónicos en medio de las redes sociales, internet, la digitalización del mundo y las distopías que prometen un futuro-presente espantoso. La política como una cultura del deseo y un libro que galopaba desde un suelo nutricio de luchas, movilizaciones y resistencias populares que también fueron una marca de este largo invierno macrista (pocas veces se produce el encuentro de la materialidad de los cuerpos en la vida histórica, sus potencias y sus angustias, con la larga escritura que repasa pasado y presente intentando abrir las puertas de otro futuro). Sinceramente manifestó esa conjunción que potencia lo político bajo la forma de lo que se muestra como punto de partida y como continuidad renovadora. Escritura que encuentra su corporalidad, ideas que se mezclan con el deseo y ese momento único en el que se intuye que algo nuevo está gestándose.
Una “decisión” impensada e inesperada, encerrada en un video de un poco más de 14 minutos, pulverizó el escenario político y dejó sin palabras, y casi sin reacción, a quienes se habían dedicado por años a denostar y calumniar a Cristina Fernández portadora, también, de ese nombre maldito capaz de regresar, una y otra vez, como santo y seña de una lucha interminable por la igualdad y la libertad: kirchnerismo. Nombre que, y gracias a una decisión clave, se ofreció como núcleo de una convocatoria cuya amplitud quedó reflejada en los resultados de las elecciones del domingo 11. Pero, sobre todo, en la invención de una fórmula que redefinió, de un modo notable y estratégicamente sorprendente, la actualidad de un país que no deja se ser, una y otra vez, un territorio que muchas veces combina el sueño y la pesadilla aunque en este último caso reabrió la potencialidad de una política emancipatoria en medio de la destrucción neoliberal macrista. No sólo se trató de nombres propios, cargados eso sí de historia y de un nuevo sentido, sino que se logró resituar, en el mapa político, a un peronismo unido como pocas veces había sucedido en su historia. El santo y seña de la unidad se logró sin dejar a nadie por fuera (apenas a algún sector residual y sin peso alguno), abriendo y abriendo un engranaje que tuvo en claro, desde un primer momento, aquello que, con el correr de la campaña sintetizó con una frase notable Alberto Fernández: “entre la gente y los bancos, elijo a la gente”. Así de simple y sencillo, sin alambicamientos, sin frases altisonantes pero vacías, el candidato presidencial del FdT expresó el abismo que separa un proyecto que se quiere democrático, de raíz popular y heredero de las grandes banderas del peronismo histórico y de todas las memorias de la igualdad y los derechos en el país, de la brutal restauración neoliberal que, desde el 10 de diciembre de 2015, viene desplegando, con modos destructivos y cínicos, el macrismo. Simbología de un regreso de la política en el camino iniciado por Sinceramente, continuado por la “decisión” y multiplicado por la envergadura que la figura de Alberto fue tomando a medida que avanzaba la campaña y que la lengua política encarnaba, con tonos propios, en el interior de su discurso. Una campaña que supo entrelazar la idea-fuerza, la intervención periodística, con la calle y la multitud. Que no desdeñó a las redes sociales pero que hizo de Rosario, una vez más, la geografía de un gigantesco acto en el que lo diverso se hizo presente bajo la impronta de la política como instrumento de transformación.
Pero la política, ese lenguaje esencial de la democracia, también recorrió, junto con Axel Kicillof, decenas de miles de kilómetros a lo largo y ancho de la provincia de Buenos Aires y en tiempos de intemperie y derrota, cuando cundía cierta desesperanza y los grandes medios de comunicación blindaban y embellecían la figura de una gobernadora convertida en la Heidi de la vida argentina, suerte de hada madrina dispuesta, con su dulzura coucheada, a comportarse como una Cenicienta devenida en garantía de futuro más allá del posible desdibujamiento de Mauricio Macri. Axel simplemente se detuvo en cada pueblo, dejó que las palabras y el diálogo construyeran un hilo laberíntico que se desplegó por toda la provincia hasta convertirse en un aluvión de votos que nacieron no del simulacro, el couching, los “equipos” de publicistas ocupados en formatear cada gesto y cada palabra de Vidal, sino de la lengua política, aquella que nace de las convicciones y que se nutre de las grandes tradiciones populares. La política siempre es gestualidad, pero también es la marca que dejan las ideas, los proyectos, las herencias y la memoria. Y Axel fue un enorme alquimista que logró, a través de los alambiques de la política, que el gesto de cercanía no fuera un producto del marketing sino expresión de una voluntad reparadora. Casi todo en su campaña de más de dos años y decenas de kilómetros recorridos con un auto sencillo hubiera sido rechazado por los ceos del duranbarbismo, por los magos de la publicística dominada por los expertos en couching y los censores de cualquier frase con intenciones de interpelar a un sujeto capaz de reflexionar por sí mismo. La campaña de Axel como reivindicación de la política, como una artesanía en medio de productos en serie desangelados. Pasión y convicción, ideas y entusiasmo, la política como razón y mito.
Hitos y marcas para destacar que el domingo 11 el triunfo electoral fue, también y fundamentalmente, una gran reivindicación de la política, de su lengua democrática, de su potencia transformadora. La evidencia de que hay vida después del aluvión malsano del neoliberalismo. Pero, sobre todo, de que se trata de rescatar la importancia que en una parte muy significativa de nuestra sociedad ha tenido y sigue teniendo la tensión creadora de la memoria histórica y las irrupciones conmovedoras de un presente que desafía dogmas y conservadurismos. No es cuestión, como quieren algunos, de mirar solo hacia el futuro dejando atrás el pasado. Tampoco se trata de fascinarse con las nuevas tecnologías de la comunicación convertidas en la “piedra filosofal” de los nuevos alquimistas del marketing. No es, tampoco, bajarle el precio al voto diciendo que es el resultado pura y exclusivamente de lo que le pasa al bolsillo, tratando de desplazar a la política por un economicismo pueril que reduce al soberano a un sujeto que sólo se mueve por pasiones oscuras o por las demandas del interés económico, y sin restarle importancia, a su vez, al brutal impacto de las decisiones económicas del macrismo para la mayoría de la sociedad. Es, apenas –y esto ya es muchísimo– una reactualización de la política como una cultura de la emancipación que se muestra capaz de hacer equilibrio entre las tradiciones y la innovación, entre las huellas de la memoria y los deseos del mañana. En el voto aluvional del domingo 11, ese voto que sorprendió, lo que se puso en evidencia es que el soberano, con sus heridas y sus sueños, sigue haciendo de la política una herramienta indispensable.