Ningún conocedor de los rudimentos de los problemas económicos de la Argentina y un mínimo de su historia económica podía desconocer que los resultados de un nuevo programa neoliberal serían los de siempre: mega deuda e inestabilidad macroeconómica por restricción externa, los mecanismos que empobrecen a los trabajadores mientras le permiten al capital extranjero y al concentrado nacional comprar las empresas locales a precios de ganga.
Suele decirse que quien predice una crisis económica nunca falla, porque las crisis siempre llegan, pero durante los gobiernos kirchneristas los operadores económicos titulares de consultoras pronosticaron sin pausa una crisis que nunca llegó. Y tanto la desearon que sobre el final inventaron la legendaria crisis asintomática. Que lindo sería hoy tener una crisis como aquella. Pero a diferencia de la estabilidad relativa de los doce años previos, el macrismo abrió con una devaluación de 10 a 16, a la que nombró “exitosa salida del cepo”, luego postergó la crisis externa por la vía del megaendeudamiento y consiguió un 2017 tranquilo. Finalmente, a partir de marzo de 2018, con el crédito externo cortado y con el FMI nuevamente adentro, comenzó la crisis sin fin. Ya en 2019 el oficialismo intentó, como en 2017, utilizar al dólar como ancla inflacionaria hasta la explosión de esta semana. El aumento de la divisa durante el régimen macrista ya suma el 500 por ciento.
Debe remarcarse que el salto de los últimos días no fue por desconfianzas. Tampoco que se frenó en torno a 60 pesos por confianzas. Lo que ocurrió fue que quienes habían apostado a especular un par de meses más abandonaron en manada sus posiciones en pesos al percibir que el modelo tenía los días contados. La información falsa distribuida por consultores inescrupulosos y que había engrosado el viernes los números de la bolsa también chocó contra la muralla de votos. A estos fenómenos se sumó la pasividad de la autoridad monetaria. Se sabía que un triunfo opositor generaría presiones sobre el dólar, pero el Banco Central no tuvo un plan de contingencia.
En el mercado cambiario, antes que las “confianzas” y los “climas”, siguen mandando los números. Era mentira que en un país con déficit crónico de cuenta corriente no importaba tomar desaforadamente deuda en dólares, que no importaban las bolas de Lebac primero y de Leliqs después, que no importaba tener tasas de interés estratosféricas o destruir sectores completos de la economía porque se hacía en aras de la eficiencia. Tal como se preveía cuando en diciembre de 2015 se sinceró formalmente el programa de gobierno cambiemita, la economía se quedó sin dólares y explotó incluso con el gigantesco pulmotor del FMI. Los tan temidos indicadores “venezolanos” fueron alcanzados toditos por el macrismo y en tiempo récord.
Y todavía falta lo peor. La población no necesita que se lo expliquen, viene de experimentar en carne propia los efectos de llevar el dólar de 20 a 40 pesos, lo que en pocas palabras significó aumentos de precios más rápidos que de los salarios, caída de la producción por caída del consumo y el consecuente deterioro de los indicadores sociales. Son resultados inexorable y son los que siempre provocan las devaluaciones. Y dicho sea de paso, no hubo aumentos en las exportaciones salvo las vinculadas a la mejora de la cosecha.
De estos fenómenos se desprende que, más allá de las declaraciones políticas, no existe cosa tal como un tipo de cambio “de equilibrio”, idea que supone un precio de encuentro entre la oferta y la demanda, aunque sin preguntarse, por ejemplo ¿a que nivel de liquidaciones de exportaciones? No obstante, existe una relación entre cuentas externas y precio del dólar. Si se parte de una situación deficitaria de la cuenta corriente del balance de pagos, siempre existirá una cotización que, por un breve período, equilibrará los pagos. El equilibrio externo se alcanza centralmente por la caída de las importaciones, tanto porque aumentan de precio en moneda local, como por la caída de la actividad económica y de la demanda. Pero, en términos marginalistas, se trata de un “equilibrio sumamente inestable”, que no se mantiene en el tiempo, porque la devaluación, al restar poder adquisitivo, pone en marcha la puja distributiva, es decir la lucha de los trabajadores por recuperar las pérdidas salariales. Sólo las mega-devaluaciones, como las de 2018 o la de esta semana, pueden lograr “equilibrios un poco más estables” ya que destruyen empleo y por lo tanto frenan por un tiempo la puja distributiva, un fenómeno que puede graficarse con la amenaza desembozada de Alfonso Prat Gay, el primer ministro de Economía macrista, cuando dijo que “los trabajadores deberán elegir entre ganar más o mantener el empleo”. Dicho de otra manera, en economías sindicalizadas no hay “tipo de cambio de equilibrio competitivo y estable” sin la contrapartida de la destrucción del mercado de trabajo. Por eso el objetivo de los gobiernos neoliberales para consolidar la distribución regresiva del ingreso es la flexibilización laboral. Por eso el sueño de las oligarquías es terminar con el peronismo.
Resulta evidente, entonces, que el tipo de cambio es también una variable distributiva, ganan los exportadores y pierde el salario. En función de ello los saltos devaluatorios deberían ser acompañados siempre por aranceles a las exportaciones compensatorios, tanto para que el Estado participe de sus beneficios, como para reducir su impacto inflacionario. En cualquier caso, el precio del dólar, siempre con un ojo en las cuentas externas, puede fijarse políticamente en el contexto de un plan económico, es decir, con las relaciones de fuerza en la lucha de clases ordenadas. El plan supone contar con un Banco Central con poder de fuego y, preferiblemente, con el desarrollo de un mercado de crédito en moneda local, como por ejemplo el construido por Brasil, una tarea de largo plazo.
Finalmente, la inestabilidad cambiaria crónica es un círculo vicioso. Es la razón de la llamada fuga de capitales. “Tener la guita afuera” no responde a la maldad de los dueños del dinero, sino a que la moneda local no funciona como reserva de valor. Esta demanda de dólares para atesoramiento o resguardo refuerza a su vez la demanda de divisas en un mercado donde ya es escasa, lo que retroalimenta la inestabilidad.
Recapitulando, hoy el gobierno no puede tomar la decisión política de cuál es el nivel deseado para el tipo de cambio porque perdió su poder. Por eso fue importante que Alberto Fernández, el poder emergente, mandara una señal sobre ese nivel. No obstante, el salto al escalón de 60, que no es “de equilibrio”, no será compensado por el paquete de medidas anunciado, lo que pondrá en marcha las dinámicas descriptas, tanto de caída de la actividad como de puja distributiva. El tránsito hasta el 10 de diciembre es altamente impredecible. Falta demasiado tiempo. El acuerdo con el FMI se rompió de hecho, las subas de tasas perdieron poder de fuego y la total desregulación le facilita a los capitales calientes la escapada del mercado argentino. Y si el dólar sigue subiendo la hiperinflación está a la vuelta de la esquina.