A los 93 años murió José Martínez Suárez, pero hay que comenzar por el pasado. Había una vez, hace muchos años, un cine argentino que era de oro, con grandes estudios dedicados a producir una película tras otra y estrellas que hacían brillar a la pantalla. Un universo que replicaba a escala un modelo importado puerta a puerta desde Hollywood, un reino del que ya no queda nada. Hoy la industria local del cine sobrevive gracias al impulso de los propios artistas, arrestos individuales que se vuelven colectivos en el acto de hacer películas, pero que en los últimos años, con el Instituto Nacional del Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) a medio vaciar, hasta ha perdido buena parte del apoyo que debería recibir del Estado. Y si era poco lo que todavía unía a este presente empobrecido con aquel pasado de gloria, con la muerte de Martínez Suárez ya no queda casi nada.
Puede decirse que Martínez Suárez, nacido el 2 de octubre de 1925 en el pueblo de Villa Cañás, provincia de Santa Fe, conoció como pocos los dos extremos de esa historia. En su vida dentro del mundo del cine recorrió ese camino de punta a punta: fue extra, chepibe, técnico, asistente de director, guionista, cineasta, maestro y responsable de uno de los festivales más importantes de América latina. Aprendió el oficio trabajando a las órdenes de los directores más importantes del período clásico del cine argentino, como Carlos Hugo Christensen, Manuel Romero, Lucas Demare, Fernando Ayala, Leopoldo Torre Nilsson y sobre todo Daniel Tinayre, con quien el destino le deparó estrechos lazos familiares. Y dirigió a actores de la talla de Narciso Ibáñez Menta, Aída Luz, Leonardo Favio, Bárbara Mujica, Lautaro Murúa, Olinda Bozán, Alberto de Mendoza, Ángel Magaña, Mecha Ortíz y otros.
Luego de tamaña enumeración parece bastante justo afirmar que con Martínez Suárez, conocido como Josecito por quienes lo querían (que en el mundo del cine eran casi todos), se va la última memoria viva de la Era de Oro del cine argentino. O tal vez no, porque lo sobreviven sus dos hermanas y tal vez lo mejor sería comenzar esta historia hablando de ellas. Es que a pesar de ser menores, las mellizas Rosa Aurelia y Rosa María, a quienes en casa llamaban Goldie y Chiquita, llegaron al cine antes que Josecito. De hecho él se encargaba de acompañarlas hasta los estudios Lumitón y EFA cuando las chicas eran apenas adolescentes y ya comenzaban a participar de sus primeros rodajes. Ambas debutaron con pequeños papeles en la película Hay que educar a Niní (1940), protagonizada por Niní Marshall, la actriz más grande de la historia del cine argentino. Las hermanas de Josecito aparecen en los créditos de ese film usando los nombres artísticos con los que pronto se harían muy conocidas: Silvia y Mirtha Legrand.
Apenas habían pasado tres años desde que la familia Martínez Suárez abandonara la Santa Fe natal para instalarse en Buenos Aires de manera definitiva y la popularidad de las mellizas Legrand comenzaba a crecer. Fue el rol de chaperón de sus hermanas el que selló el destino de Martínez Suárez en el cine: como siempre estaba ahí, esperando y mirando todo, empezaron a pedirle cosas. Así participó como extra en varios films. Su primera vez fue en La casa de los cuervos (1941), aunque él minimizaba esos pasos iniciales. “Por ahí me dijeron: pibe, ¿quéres ganarte cinco pesos? Bueno, andá que te van a dar un pantalón y una boina y lo hacés.” ¿Y qué papel le tocó en suerte? El de un niño que debía morir. “Tuve que morir cuatro veces. Al terminar la cuarta toma, el director Carlos Borcosque dice: ‘Ese chico con la camisa a cuadros, ese que ya murió cuatro veces delante de cámara: ¡qué no se muera más!’” Así le cuenta su debut el propio Martínez Suárez a Rafael Valles en el libro Fotogramas de la memoria, encuentros con José Martínez Suárez, editado por el INCAA y el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata del cual él mismo fue presidente durante más de una década, desde 2008 hasta su muerte (que siguiendo con la cuenta vendría a ser la quinta). Pero para eso faltaba un montón.
Es así como, cumpliendo con encargos sencillos para la producción de las películas donde trabajaban sus hermanas, las puertas del cine se abrieron de a poco para quien llegaría a ser un respetado director. Mirando y haciendo, sin nadie que le dijera por qué se tomaba tal decisión o se dejaba de hacer tal cosa, Martínez Suárez empezó a descubrir gajes y secretos de la actividad. “Eran descubrimientos empíricos que uno hacía a través de la práctica, no había nadie que te dijera: Bueno, Josecito, ahora la cámara se pone acá o del otro lado…” Ese conocimiento se completaba el día del estreno, cuando la propia película le mostraba los por qué de cada una de esas decisiones que nadie explicaba. Como ocurre con el del carpintero o el del albañil, por entonces el oficio del cineasta se aprendía desde abajo y con un único secreto: prestar atención.
Luego llegaron los años como asistente de dirección, en los que trabajó a las órdenes de aquella impresionante lista de cineastas ya enumerada. Su nuevo debut se produjo en 1949 con Un pecado por mes, de Mario Lugones, película que también representó el primer protagónico en el cine del gran Tato Bores. Ese mismo año participó de otros dos rodajes cumpliendo el mismo rol: Un hombre solo no vale nada y Miguitas en la cama, ambas también dirigidas por Lugones. Su labor como asistente continuó durante casi diez años, siendo uno de sus vínculos más ricos el que desarrolló con Tinayre, quien en 1946 se había convertido en esposo de su hermana Mirtha. Con él trabajó en tres films: Deshonra (1952, con Tita Merello y Fanny Navarro), Tren internacional (1954, protagonizada por Alberto Closas y la propia Mirtha) y La bestia humana (1957).
La década de 1960 representó un quiebre global en todos los campos de la cultura. Los Estados Unidos y la Unión Soviética comienzan la carrera espacial. En Inglaterra aparecen The Beatles y tiran la bomba del rock. Casi al mismo tiempo, en Francia un grupo de críticos desbordados de amor por el cine le da forma a la Nouvelle Vague: su influencia se hace sentir en todo el mundo, incluida la Argentina. Debuta una generación de directores jóvenes llamada a renovar el escenario cinematográfico local. Es el tiempo de la primera versión del Nuevo Cine Argentino (NCA): Manuel Antín filma La cifra impar, adaptando el cuento de Julio Cortázar “Cartas de mamá”; Murúa hace lo propio con Shunko y Martínez Suárez con El crack, una comedia dramática ambientada en el mundo del fútbol. Enseguida se suman David Kohon con Tres veces Ana (1961) y Rodolfo Kuhn con Los jóvenes viejos (1962), y más tarde Favio con Crónica de un niño solo (1965).
Como suele ocurrir con la mayoría de las generaciones o escuelas, el NCA modelo ’60 no representó un movimiento programático, sino apenas la coincidencia temporal de un puñado de voluntades dispersas. Es cierto que Martínez Suárez y sus congeneracionales compartían una mirada estética que tenía como modelos el Neorrealismo italiano y, sobre todo, a la Nouvelle Vague. Pero a diferencia de lo que había ocurrido en Francia, donde el surgimiento de esta última estuvo íntimamente ligado al desarrollo teórico y crítico que sus miembros habían desplegado antes en la mítica Cahiers du Cinema, en la Argentina ni siquiera se contaba con un Instituto del Cine a la altura del desafío de renovar el panorama. El tomo III de las Obras incompletas de Homero Alsina Thevenet reproduce un informe que el crítico uruguayo publicó en la revista Primera Plana en 1965. Titulado “Cine argentino. Conspiración de silencio”, el mismo da cuenta de un estado de situación que penosamente recuerda al actual: reglas del juego poco claras en el estímulo de la producción, manejo discrecional de los fondos públicos y apoyo insuficiente a los cineastas noveles, a quienes por entonces se acusaba de filmar películas que eran reconocidas en festivales de todo el mundo, pero que nadie iba a ver cuando se estrenaban en el país. Un reclamo que en la actualidad ha vuelto a bajar desde lo más alto del INCAA (y más allá).
No hay dudas de que semejante escenario es una de las causas de que la carrera de Martínez Suárez como director se desarrollara de forma discontinua. Dos años después de su ópera prima llegó Dar la cara (1962), un drama protagonizado por Favio y Murúa con guión original de David Viñas, en el que un grupo de amigos se esfuerzan por generar sus propios caminos en la vida tras haber cumplido con el servicio militar. “Yo me permito suponer, como si la película fuera de otro, que si alguien necesita saber cómo se hablaba, cómo se vestía, cómo se comía, cómo se bailaba o cómo se hacía el amor en aquella época, hay que ver Dar la cara”, dijo hace algunos años el propio Martínez Suárez durante la emisión televisiva de su película en el ciclo Filmoteca, que Fernando Martín Peña conduce en la Televisión Pública desde hace varias temporadas. Esa sensibilidad para captar el espíritu de su propio tiempo fue la característica más destacada de aquel NCA en general y muy especialmente en el caso de Martínez Suárez.
Las dificultades para producir cine con el sistema de estudios en crisis, un deficiente apoyo estatal y las constantes turbulencias políticas (gobiernos de facto incluidos) obligaron al director a dejar de lado su oficio durante 13 años. Su tercera película recién pudo gestarse durante la primavera creativa que el cine argentino vivió en el lapso inicial del tercer gobierno peronista. Así fue que en 1975 estrenó Los chantas, una comedia dramática que de forma lúcida supo ver el sino trágico de aquellos años. En una escena emotiva en la que dos amigos charlan sobre desengaños, Tincho Zavala le dice a Norberto Aroldi: “Somos la generación quemada”. Una profecía que ya había comenzado a hacerse realidad. Un año después llegaría Los muchachos de antes no usaban arsénico, la comedia negra que Juan José Campanella volvió a contar en la reciente El cuento de las comadrejas. Una historia de asesinatos y desapariciones que por una oscura casualidad fue la primera película que se estrenó en el país tras el golpe de estado de 1976. A nadie se le ocurrió censurarla.
Martínez Suárez recién volvería a filmar con el retorno de la democracia. En 1984 se estrenó la que sería su última película, el policial Noches sin lunas ni soles, cuyo guión está basado en la novela homónima de Rubén Tizziani. Después de eso el maestro dejó de filmar para dedicarse a dar clases. “Cuando comencé con el taller me preguntaban por qué no dirigía más. Yo les decía que estaba dirigiendo todos los días en conjunto con mis alumnos”, dijo el director, quien sabía perfectamente que los buenos maestros reencarnan en sus alumnos. Entre ellos se cuentan Lucrecia Martel, Gustavo Taretto, Ana Poliak, David Oubiña, Leonardo Ci Cesare y el propio Campanella. Los últimos 11 años Martínez Suárez se los dedicó al Festival de Mar del Plata, bajo cuya presidencia terminó de establecerse como el más importante del país junto al Bafici, y por qué no también de América latina. Un cargo que ocupó hasta ayer, porque así de vitales eran los 93 años de José Martínez Suárez. Un director que filmó poco pero bien, que supo renovarse a través de la docencia y de su querido Festival de Mar del Plata, y a quien todos seguirán llamando Josecito.