Suele decirse que la trayectoria de Martín Palermo fue idónea para una ficción. De realizarse, ese proyecto tendría un problema de base. Sus goles inverosímiles, lesiones complejas, encanto mediático y glamour sudado ya se vieron en vivo y en directo. Por eso es más lógico el arribo de Apache: La vida de Carlos Tévez. La entrega de ocho episodios (desde el viernes dispuesta en Netflix) decide enfocarse en los primeros años de vida del actual jugador de Boca y muy lejos de su consagración como deportista. Una niñez hecha a las patadas en el potrero, llena de carencias y en un barrio pesado. Nada más prototípico, en definitiva, para el género de la biopic deportiva que ir a los inicios del mito. “La niñez es algo puro. Y es en esa pureza, rodeada de una violencia desmadrada, donde hay en Tévez un niño que sobrevive y triunfa”, le dijo Adrián Caetano (director y guionista de la serie producida por Torneos) a este mismo diario días atrás.
El propio Tévez es el primero que aparece en cámara, quebrando la cuarta pared, refiriéndose al accidente doméstico que le dejó una marca en la piel a pocos meses de haber nacido en 1984. “Nunca tomé dimensión sobre si mi vida corrió peligro, la muerte me pasó muy de cerca”, dice el futbolista con la postal de Fuerte Apache por detrás. Ese acontecimiento, entonces, sirve como disparador y darle un marco oficial al relato. Luego pasará a mediados de los ’90. Dos nenes le tiran unos soberbios gargajos a un minusválido desde el techo de una vivienda. Uno de ellos es Carlitos (Balthazar Murillo) quién aún llevaba el apellido Martínez. La narrativa saca provecho de esa clase de situaciones donde mandan el desamparo y la resiliencia. Sofía Gala interpreta a la madre abandónica, mientras que Alberto Ajaka y Vanesa González se encargan de componer a Segundo y Adriana, los tíos que le dieron cobijo y lo criaron. Apache es una historia sobre identidad y superación entre picados de guachines, rateadas de la escuela, pobreza, pruebas en inferiores y bofetadas de un pibe de doce años.
La puesta en escena de Caetano se vale de los recovecos de esa zona carenciada y no busca oficiar de guía turístico a la villa, se cuece en ese hábitat y postales de San La Muerte, Gauchito Gil, ladrillos a la vista y mucha cumbia. Eso sí, la imagen y el sonido devuelven unos mediados de los ’90 bastante actuales en la composición y las jergas de sus representados. Las actuaciones, por otra parte, son dispares, aunque la de Murillo es notable en su naturalidad. El interés sobre la niñez conecta a esta producción con el neorrealismo más clásico.
El mayor inconveniente de Apache, sin embargo, pasa por no quebrar su zona de (dis)confort. El recurso de insertar a Tévez deja con ganas de más y termina sirviendo a la iconografía del jugador del pueblo. Toda escena, personaje, diálogo y la altisonancia musical refieren una y otra vez a lo mismo: Carlos Tévez tuvo una infancia que nadie merece. Apache se moldea como la versión definitiva de su formación cuando en realidad es otro relato más, como lo fueron el libro de crónicas que escribiera Sonia Budassi –Apache: En Busca de Carlos Tévez- o el muy buen documental TVZ, El Apache.
Pero además del foco sobre el futuro ídolo, la ficción le dedica sus buenos minutos a personajes que subsisten en los márgenes o directamente se caen al fondo. Desde ese marco coral no faltan el amigo inseparable, los piolas vagos y otros que se dedican al delito. La pelota aparece pero no es el centro de la trama. El interés es pintar ese lugar a través de su representante más célebre al punto que lleva como apodo el nombre de ese rincón de Ciudadela. “Fui tocado por la varita mágica, porque de no ser por el fútbol, estaría muerto o en cana o tirado en la calle por ahí, drogado”, dijo Tévez alguna vez. Esas palabras son un extracto de lo que muestra en Apache.