La entrevista termina cuando Carlos Sampayo propone un generoso convite, acaso para meterle clima a la tarde que se apaga: “Vení, escuchá”. Entonces, abandona el sillón y se dirige a la computadora, busca entre los archivos de su gran colección de jazz y, al poner play, la habitación de la calle Viamonte se llena con el sonido diáfano de los sueños orquestales del trombonista Jimmy Cleveland.
Durante los ocho minutos que dura "Jimmy's Old Funky Blues", el creador de Alack Sinner (junto con José Muñoz) y de Evaristo (con dibujos de Solano López), entre otros personajes de historietas, este sabedor del jazz -director de colecciones, hacedor de diccionarios y uno de sus articulistas más agudos-, interrumpe la escucha en dos oportunidades: para soltar un “Fabuloso” y para susurrar "¿Te quedaban cigarrillos?".
Es que a los 76 años, con paciencia y sin tabaco disponible, Sampayo conversó en su casa durante un largo rato acerca de sus dos nuevos libros: su esperada Discografía personal del jazz, un tomo que finalmente alcanzó las 500 páginas y que lanzará el sello Gourmet Musical, y El mundo perdido, más que novela, más que memorias de infancia, adolescencia y juventud porteña, una disonancia (“vicio que me acompañaría por años hasta convertirse en parte constitutiva de mi ser”) de ambos géneros, un relato sobre la pasión de existir, inclasificable como sus Memorias de un ladrón de discos (1999) o sus Nuevas aventuras de un ladrón de discos (2008).
“Sí, es cierto, tardé muchos años en terminar esa discografía, hay varias cosas allí, hay recopilaciones de textos de años de trabajo, reseñas adaptadas al libro y muchos escritos nuevos. Comienza en 1920 y avanza por décadas hasta el siglo XXI. En realidad, llega hasta 2010, no más allá porque sería interminable. Además coincide con mi regreso definitivo a la Argentina, después de 40 años de ausencia, y marca el tiempo también que dejé en Europa mi colección de discos”.
-Es de esperar que sea arbitraria…
-Absolutamente. En esta discografía no vas a encontrar, por ejemplo, a Kind of Blue, no vas a encontrar a Giant Steps, pero sí otros discos, muchos otros discos… Claro que están Davis y Coltrane, pero en relación a otras grabaciones, no a esas que ya conocés, que ya escuchaste y ya sabés qué son. Si te interesa, buscalas en otra parte, no aquí. Porque acá hay otros discos, otros músicos, una elección y selección muy personal. Siempre voy por otros caminos…
Quien haya leído sus trabajos en relación al jazz y a la historieta, quien haya tenido el privilegio (porque no son fáciles de conseguir) de disfrutar de sus novelas El lado salvaje de la vida (1991) y El año que se escapó el león (2000), o aquel lector que lo conoció por su más reciente conjunto de relatos La dictadura ilustrada (2016), sabe que Sampayo no es un narrador de atajos, y que los caminos que elige siempre son los de la aventura: “Quería vivir aventuras pero era tan torpe que no me había percatado de que lo que en realidad quería era escribirlas, aunque ya estuvieran escritas. Un juego incontrolable que se repetiría a lo largo de mi vida”, escribe en su último trabajo. Sampayo pertenece a esa rara estirpe de los creadores de la inquietud permanente, esos que crean por voracidad de vida, y esos que cuando cuentan historias lo hacen porque antes esas historias les atravesaron cuerpo y alma.
“Este es un libro iniciático escrito en la vejez; pensá que escribo cosas de la niñez, la adolescencia y la juventud a los 76 años. A veces dudé sobre si me iba a dar el pulso para escribir ciertas cosas. Cuando escribí Memorias de un ladrón de discos yo tenía 50 años, todavía era un hombre joven y deseante, ahora soy doliente”.
Pero en El mundo perdido –construido por capítulos breves a fogonazos de memoria– no hay nostalgia, sino el relato de un asombrado de la ciudad y su gente, de un hombre que abre los ojos en Buenos Aires en 1943 (fecha de su nacimiento) y los cierra en una butaca de avión cuando se va del país en 1970, por consejo de Haroldo Conti. Entre un movimiento de párpados y otro: Delfo Cabrera, Fangio, los hermanos Gálvez, el cruce entre Abel Cachazú y Esteban Osuna (“Esa noche descubrí la equidad y también, por qué negarlo, el arte”), las madrugadas en el bar Paulista y en el Ramos con Humberto Costantini, Oscar Steimberg, Enrique Wernike, Mariani, Héctor Yánover, y los que llenaban el cenicero al paso como Alejandra Pizarnik o Raúl Larra, y sobre todo el jazz (“El año de Fidel en La Habana, de Ingemar Johansson campeón, de Vilma y de la muerte de mi padre fue el mejor del jazz, aunque entonces no lo supiera”), también la poesía, el cine negro, la amistad con Conti, y los amores y desamores de la década del '60, sean mujeres, Piazzolla, Perón o las marcas de gomina. Un relato en primera persona con esa complicidad que sólo se encuentra al mirar el filo del cuchillo.
“La memoria funciona de modo fragmentario, nunca es unidireccional e ininterrumpida, eso es una mentira literaria. Los hechos acuden en modo fragmentario; de no ser así, te volverías loco, repetirías tu propia vida. Por lo tanto, escribí esto espontáneamente, si se puede usar ese término, tal como acudieron esos hechos a mi mente: me sentaba y escribía lo que llegaba. Cada situación que la memoria trajo y en el orden que los trajo, están ahí. No hay un armado posterior, no hay edición, y por lo tanto no hay melancolía”.
-Es el retrato de un mundo donde la velocidad era otra cosa.
-La velocidad de antes era algo excepcional. ¿Ahora qué es? ¿Una carrera de Formula 1 vista en alta definición con Hamilton ganando siempre? ¿Eso es? La estrategia de cuando cambia las ruedas no tiene nada que ver con la velocidad a la que yo aspiraba, a la que aspiro como autor de las memorias. No era la velocidad del mundo que ofrece este teléfono celular. Para nosotros era lo inalcanzable y para mí más porque tenía pie plano.
-Velocidad y ritmo: eso es tu escritura.
-Sí, la velocidad de la escritura a lo Kerouac, esa que está sólo en el Ángel subterráneo. En el resto de sus novelas todo está muy pensando, en cambio en esa se siente que fue escrita en tres días, impresionante. Estas memorias mías están escritas de manera paciente, pero cada fragmento, cada mini capítulo, está escrito todo de una sola vez. Empezaba y concluía con cada recuerdo en una misma jornada, sin levantarme del teclado. No me había sucedió eso antes, fue una sensación de plenitud, no de vértigo, porque nunca me había zambullido sin saber a dónde tenía que llegar. Lo que me sucedió a veces es que al traer de la memoria a ciertos personajes que fueron personas y que ya no están, me produjo un vacío. No vértigo, ni melancolía.
-La ciudad como movimiento permanente…
-Siempre hablamos con un amigo del poco atractivo que tiene la ciudad ahora, no sólo por sus cualidades desaparecidas, sino la ciudad en sí. Porque la ciudad es deseo y ahora la sensación que da la ciudad es que hay que cuidarse.
-¿Y qué es lo que ya no está?
-El aire. A mí se me cortó con mi viaje a Europa todo vinculo real y durante casi quince años ni vine en la época terrible de Argentina. Y en ese tiempo -en esos quince o en esos cuarenta-, se perdió el aire que había, la atmósfera que había en la ciudad. Hay muchos ejemplos que están en el libro, pero el más concreto es el de los cafés; eso ya no existe de ninguna manera. Existen locales, pero esa vida ya no. No hablo de bohemia sino del modo de relación con los iguales. Eso despareció. No me refiero solo a la gente que se ocupaba de literatura, pintura, etcétera. Los cafés de barrio también, ese es un mundo que ya no está.
-Cuando escribís: “Lugones no pasó por la mesa del bar Ramos, de eso se ocupaba Viñas en La Paz, mucho menos nos importaba Rubén Darío”, no hablás de rivalidad, sino de otra manera de concebir la literatura.
-Sí, otro recorrido, una literatura de acceso más libre; más casual, incluso. No quiero tener, o nunca quise admitir, una formación académica. He sido sistemático en mis lecturas, pero todo lo sistemático que se puede ser sin una guía académica, porque no me interesa eso; estoy al margen de la crítica y la teoría. Esto siempre lo hablamos con mi amigo Juan, hay cierta literatura de difícil acceso que no nos interesa… Ese joyceanismo sin Joyce. Tal vez suene un poco alejado del tiempo porque Joyce tiene un siglo, ¿no? Me refiero a la adhesión casi maníaca a romper el molde hasta ese momento académico, que es otro modo de academicismo. Hay muchos escritores que se hacen los cancheros. Yo prefiero contar a ponerme a hacer juegos de lenguaje que pueden interesar a algún curioso o a alguien que quiere seguir en esa línea de ingenio intelectual. Prefiero escribir y leer, sobre todo, no claridades expositivas sino hechos que fueron posibles, aun de ciencia ficción. Y acá aparece Blaise Cendrars, a quien tengo muy en cuenta a partir de su libro El oro. ¡Qué libro! A veces pienso quién carajo soy yo para hablar de mí como personaje. Soy una persona mínima, en un espacio mínimo, no pertenezco a ninguna capilla. Yo cuento la experiencia de una persona a través del lenguaje escrito y es la única que conozco. ¿De quién voy a escribir?
-¿La edición de tu discografía personal es de algún modo una forma de evocar la colección de discos que dejaste en Europa?
-Pienso mucho en eso. Yo era un maníaco de la colección de discos, un coleccionista minucioso. Y con mi vuelta al país desapareció eso, me separé de mi colección y desapareció esa historia. A veces extraño un poco los objetos, pero de ninguna manera estoy adherido a ellos como lo estaba antes, como una parte constitutiva de mi vida cotidiana. Desapareció porque despareció también la relación que tenía más o menos asidua con otras personas que coleccionaban el mismo tipo de discos que yo. En realidad, es el ejercicio por saber quién la tiene más grande…. Pero hoy casualmente me escribió por Facebook mi amigo Guillermo Hernández de Minton´s y me dijo: “Pensé en vos, ahora tengo el original”, y me mandó la foto del disco A Map of Jimmy, año1958. Me gustó ese mensaje. Vení, escuchá…
Y entonces la conversación con Carlos Sampayo se apaga como la tarde con el sonido diáfano de los sueños orquestales de un negro trombonista nacido en el lejano Tennessee.