La pintura puede ser muchas cosas, pero hay un rasgo entre sus posibles al cual siempre vuelvo: su capacidad de ser pura presencia, su “ser ahí” que, cuando ocurre, nos lleva “ahí”.
Estuve frente a varios Rubens. A Rubens es fácil cruzárselo; se lo encuentra en todos los museos (de hecho, tenemos uno pequeño en Buenos Aires). Sus cuadros gigantes, llenos de carne transparente, alegorías, curvas y composiciones espiraladas me llegaron a empalagar, y la velocidad de su pincelada me hacía pensar más en alguien que pinta por encargo y busca efectividad en el trabajo, en lugar de en alguien que ganó –a fuerza de entendimiento– una intimidad con la materia.
Y como hay tantos pintores a los que amar, me había convencido de que “a mí no me gusta Rubens”. Sus relaciones como embajador, su diplomacia, su éxito, lo habían hecho casi invisible, una figurita más en el álbum de la Historia.
Pero hace unos meses visité por primera vez la National Gallery de Londres y encontré un paisaje. Ya había notado (con sorpresa) que empezaban a gustarme los paisajes más que otros géneros. Algo en la figura de los humanos en los cuadros me empezó a resultar un poco pesado. Pero el paisaje (sobre todo el nórdico post-reforma) trae una atmósfera, ese “estar ahí”, como si se tratara de un “mínimo-máximo”, justo lo necesario para una respiración. Ojo-pulmón. Entre el cansancio de los conceptos y el ruido ensordecedor de las intenciones artísticas, un paisaje se me presentaba como puro despojo, invitación silenciosa de un amigo a respirar juntos. Nadie tratando de convencer de nada a nadie. Una voz que sólo invitaba a estar ahí empezó a sonar como lo único posible de ser escuchado.
El tiempo en este paisaje se hace especialmente palpable. Rubens lo pintó al final de su vida, en su casa de vejez. Ya no trabajaba por encargo. Había tenido una vida larga, se le atribuyen más de 1500 cuadros. Sin embargo, quiso seguir pintando. Quien pasó la vida cumpliendo encomiendas dictadas por otros (reyes, nobles, iglesias) esta vez parecía haberse sacado esa voz de encima.
Me lo imagino levantándose a la mañana, saliendo al jardín a ver el estado de la luz, y preparándose para pintar, sin otro programa que el de participar en esta escena. Siento una empatía con ese momento. La pintura es una práctica de amistad y, como pasa con los buenos amigos, no hay cansancio en sostenerla. Rubens, después de haber pintado todo, quiere, de todos modos, levantarse a pintar eso que tiene enfrente, que no iría a vender, que se quedaría para sí. Pintar es una manera de estar. Todo parece estar conectado en esta pintura: el cielo con la tierra, las nubes se convierten en copas de árboles, y los árboles se hacen raíz que cubren el primer plano, y de nuevo de la tierra al cielo. Me acerqué. Las pinceladas transparentes dejaban ver capas y capas de insistencia. Detenerse en un detalle, un yuyo, una gota de amarillo sobre el rosa: presencia. Lo puedo ver buscando la vibración de un color, tratando de habitar ese encuentro entre la luz y las cosas. Materia, transparencia, respiración. “El tiempo no sería más que el espacio en mutación, y el espacio, el tiempo momentáneamente en reposo”, dice Francois Cheng sobre el paisaje en la pintura china. La imagen es, también, un instante: pasan unos campesinos en una carreta, dos pájaros juegan cerca de las copas de los árboles, alguien se adentra en el cuadro, dispuesto a cazar (¿será ese pequeño personaje una pista?). Frente a esa pintura, convirtiéndonos en ojo del mundo, viajamos desde los pies hasta los horizontes lejanos, participando de este juego de existir. Hay una eternidad: la luz ilumina aquello que no deja de mutar. Permanecí mucho tiempo mirando esa pintura. A mí, que no me gustaba Rubens... Poco importó el nombre propio. Simplemente estaba. “Algo” estaba ahí.
A veces consigo ver a mi cabeza pensar, seguirle el hilo a esas derivas. Muchas veces me creo el juego que se arma, que puede presentarse como una totalidad. Pero siempre hay un excedente, algo que se escapa. Indescifrable. Indecible. Eso, con sus mil amaneceres, sus millones de respiraciones. Se vive desde la propia pobreza: este ser limitado. Una mañana, un sol, un cuadro. Puedo jugar a transformar ese límite en riqueza, es el juego del pequeño yo. Pero aquello que Spinoza llamaría “inmanencia” no piensa desde la pobreza. En este momento brillan las luces sobre millones de yuyos, de árboles, raíces, nubes. Que un ser, alguna mañana, se haya parado frente a ese mismo infinito, y haya amado esa riqueza sintiendo el impulso de invitar a otros a respirarla juntos, es casi nada. Pero en ese momento a ese casi nada, nada le faltó.
Lula Mari nació en Buenos Aires en 1977. Es pintora y profesora de pintura. Egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Desde el 2010 desarrolla los Recitales de Pintura: una intervención en el modo de mirar, donde el tiempo y las condiciones de observación de un cuadro pasan a ser términos de la pintura misma. Su obra fue exhibida de forma individual en Zavaleta Lab Arte Contemporáneo, Galería Sputnik, AlphaCentauri, Galería Modos. Pintó, junto a G. Ciotti, un mural de 100 metros en la estación Malabia, del subte B. Actualmente participa de la muestra Una historia de la imaginación en Argentina en el museo de Arte Moderno de Buenos Aires, donde realizó una serie de Recitales en el mes de junio, que repetirá el próximo septiembre. Desde el 2001 dirige su taller de pintura y dibujo, “La común”. Vive y trabaja en Buenos Aires.