Ahora, con los resultados en la mano y el macrismo a los tumbos, es fácil decirlo, pero en aquel momento la estrategia implicaba una apuesta. Alberto Fernández decidió un camino de unidad, apertura y reconciliación que terminó con su triunfo del domingo pasado. Arriesgó y ganó. Dos escenas lo condensan.
La primera ocurrió el miércoles previo a las PASO en el acto frente al Monumento a la Bandera. Los discursos habían finalizado y los dirigentes aplaudían y se abrazaban al ritmo de Mariposa tecnicolor. Alberto, que tras el discurso final había quedado ubicado en el centro del escenario, saludó al público y dio unos pasos hasta ubicar a Sergio Massa, apartado a un costado, y tomándolo de los hombros en un semi-abrazo amistoso lo llevó caminando despacio hasta donde estaba Cristina, que lo saludó con un beso. La unidad del peronismo en 15 segundos.
La segunda fue la decisión de cerrar la campaña en Córdoba, el territorio más hostil al kirchnerismo, que durante años, en una relectura invertida de Borges, concibió a la provincia como ni buena ni mala sino incorregible, y la abandonó a su suerte. Felizmente consciente de que un proyecto de mayorías no puede simplemente ignorar a una parte de la geografía nacional, como no puede ignorar a las clases medias o los productores agropecuarios, Alberto llevó su último acto al territorio comanche de Macri, el que le había permitido imponerse en 2015 y 2017, a la casa de Cambiemos. Un peronismo de centro para el centro del país.
Espontánea la primera, premeditada la segunda, ambas decisiones revelan el empoderamiento del candidato y funcionan como la teatralización de una estrategia que, decíamos, fue una apuesta. La coreo de la unidad de la noche del domingo en el bunker del Frente de Todos –Máximo le pasa el micrófono a Massa que se lo pasa a Axel que se lo pasa a Alberto- fue tan perfecta como segura: ya se conocían los resultados. En cambio, Alberto –y antes que él Cristina- tomó un riesgo al abrazar a Massa, al cerrar en Córdoba, al elegir a Matías Lammens, a Vicky Donda. Podía fallar. No falló.
La audacia comenzó el día en que Cristina anunció en un tuit fulminante y un video de doce minutos que daría un paso al costado para ungir a su ex jefe de gabinete como candidato presidencial, coronando un camino iniciado con el acercamiento a una serie de dirigentes, fuerzas y movimientos expatriados de la galaxia kirchnerista. La condición para la unidad del peronismo era la renuncia de la ex presidente a la máxima candidatura, porque su presencia generaba una división, tanto a nivel de la superestructura dirigencial como de la sociedad, que bloqueaba la posibilidad de una articulación única. Pero no era fácil. Había que conservar el apoyo de la minoría intensa y agregarle el voto blando de los desencantados y los tibios, y había que definir el orden. Fue la misma Cristina la que encontró la fórmula de sensatez y sentimientos.
Y así apareció Alberto, la “carta robada” de Poe, el dirigente en el que nadie había reparado, el racional que hasta el momento había acumulado toda la experiencia que la política es capaz de entregarle a una persona pero que no había encabezado ninguna campaña. Nunca había besado a un bebé, abrazado a una señora en Berazategui. Súbitamente elevado a presidenciable, comenzó por lo que sabía: llamó a los dirigentes, venció la resistencia de los gobernadores, se tomó miles de cafés. Tropezó con Mercedes Ninci al comienzo pero rápidamente fue enderezando la campaña hasta dar con su gran hit (los intereses de las Leliq) y protagonizar un cierre que, por masivo que fuera, no hacía pensar en una victoria de semejante magnitud. Como sugiere el manual de Durán Barba, fue de menos a más. Y contra lo que indica el paradigma de Durán Barba, entendió que los políticos no siempre tienen que seguir los dictados la sociedad. El enfoque ofertista de Alberto-Cristina consistió en construir primero una nueva propuesta para recién después reconfigurar la demanda: la sociedad estragada por la crisis tenía a quien votar.
La perspectiva moderada del Frente de Todos –la propuesta de salir del laberinto por el centro- prevaleció sobre la apuesta polarizante del macrismo, aderezada ahora con el macartismo de Miguel Angel Pichetto. Por primera vez desde 2011, la gente eligió otra cosa. La macroeconomía de Nicolás Dujovne pudo con la microsegmentación de Marcos Peña. Y sin embargo, por debajo de triunfos y derrotas, la sociedad macrista persiste: un tercio de los argentinos dispuesto a votar a Macri aún en las peores circunstancias y un tercio dispuesto a pensar su voto de acuerdo a una serie de factores, de los cuales el económico, para felicidad de los politólogos, sigue siendo el principal. Y así como ese tercio duro, y en menor medida ese tercio blando, siguen presentes, también las corrientes sociales y las sensibilidades que les dieron vida: la meritocracia, el valor del esfuerzo individual, la desconfianza respecto del Estado, la idea de que ascender socialmente implica privatizarse (en salud, educación, seguridad de barrio cerrado); todo lo que –en fin- le permitió al macrismo ganarle al peronismo en dos oportunidades y ahora lo esperanza con la posibilidad de retener su tercio.
La sociedad argentina salta cruelmente de la hegemonía a la explosión. El alfonsinismo, el menemismo y el kirchnerismo también lo tuvieron todo en un momento, y nada o casi nada al día siguiente. ¿Qué quedaba del alfonsinismo en julio de 1989, después de la entrega anticipada del mando? ¿Qué del menemismo en junio del 2001, con el ex presidente paseando por los jardines de su prisión domiciliaria en la quinta de Gostanian? ¿Y qué quedaba de Cristina en diciembre de 2017, después de la tercera derrota consecuentiva en la provincia de Buenos Aires, antes de que decidiera iniciar el camino que terminaría en Alberto? Si en el pasado los ciclos políticos duraban décadas, hoy todo se acelera: Emannuel Macron también pasó de Napoleón al presidente peor valorado de Europa en unos años. Podemos pasó del sorpasso a la derrota. El tic tac late frenético, pero el “pueblo macrista” va a seguir ahí, incorregible, con sus choriplanes y sus Tigres Verón.
Encender la economía, restañar la herida social y cerrar la grieta, tal los mandatos de Alberto. Recuperar la impronta nestorista del 2003-2007, recrear un kirchnerismo pre 125, lo que a su vez plantea dos cuestiones. La primera es económica: ninguna de las condiciones que habilitaron el éxito de crecimiento y bienestar del primer kirchnerismo se verifican hoy (China ya no crece a tasas chinas, la soja vale la mitad y la Argentina no se encuentra en default, es decir que hay que seguir pagando la deuda). La segunda es política: el imperativo de Alberto es cerrar la grieta y abrir el gobierno, más que renovar la política. Porque además ya no está claro qué significa renovar la política, tras una década de ministros sub-40 y embajadores sin corbata, de importación de figuras de la sociedad, el deporte y la empresa. Entonces abrir, como en su momento hizo Néstor (con Alberto) sumando a una Graciela Ocaña, una Marta Oyhanarte, pero también buceando entre los restos del Frepaso, conquistando a los radicales de saldo. Quizás ahora el camino consista en pensar en territorios, sectores y sensibilidades descartados por el kirchnerismo, apelar a una pedagogía infinita para seguir yendo a Córdoba, recuperar el diálogo con el agronegocio y la clase media de Caballito. ¿Qué significa ser nestorista hoy? ¿Qué ESMA hay que convertir en qué museo? Y la pregunta que se viene: ¿cómo se construye un nestorismo de la escasez?
La posición constructiva de Alberto en estos días de dólar al palo e ingobernabilidad, la tranquila sobriedad de su diálogo con Marcelo Longobardi y el cruce telefónico con Macri revelan la ubicación de un dirigente consciente de que todavía no es presidente y que tiene la chance de estirar la victoria (hasta la Ciudad está hoy en disputa), pero que cuando asuma se encontrará con una situación complicadísima que exigirá mucha responsabilidad y litros de sangre fría.
* Director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur