"Un texto potente, que recupera desde la lírica el tiempo de su paso por la experiencia política del encierro", escribe el editor del sello Casagrande en una red social. "Después saldrán los de imprenta", anuncia sin demasiadas precisiones.

En un universo paralelo que fuese justo, la memoir La chica, del escritor y músico rosarino Eugenio Previgliano (nacido en 1958), sería "el" relato literario de los años de plomo en la Argentina. Pero en ese universo no hubieran sucedido los injustos hechos que el autor de La chica narra en primera persona con un rigor estético que les devuelve la densidad de experiencia vivida tan necesaria para que se hagan carne en la memoria transmitida.

Como si informara sobre una pesadilla, el autor apunta en presente los detalles que recuerda, casi con indiferencia, sin tratar de darles sentido: "A veces se grita la palabra sopa. (…) A mí me daría igual que recitaran el ave maría o la quinta enmienda. No pienso".

Previgliano termina por contar tan poco y a la vez tanto en ese poco, que cada detalle narrado aporta una parte fractal de un todo infernal.

Lo que narra son absurdidades crueles capaces de desbaratar para siempre en un sujeto la sensación de adecuación entre razón y acontecimientos. De ese daño da testimonio desde su rota forma misma la prosa de Previgliano en esta valiente obra. Valiente ya no tanto a esta altura porque denuncia, sino porque además lo hace eludiendo todos los tópicos morales y jurídicos que si bien sirvieron para buscar y obtener justicia en lo político, cristalizaron para la narrativa y la memoria el horror de la dictadura en un repertorio frío y distante de términos genéricos sin sujeto.

De descongelar se trata: de reponer la dimensión subjetiva, singular, humana de lo que atravesó cada uno de esos chicos y esas chicas de esta ciudad y de este país que pasaron torturados y violentados en un sótano, a plena luz del día y con el aval de la ley, del Estado y de la ciudadanía, lo que tendrían que haber sido sus mejores años. La chica se nombra desde el anonimato para entregar (atención a este verbo) un relato eficazmente minimalista, cuya credibilidad depende de lo que deliberadamente escamotea: nombres, crímenes específicos y todas esas otras precisiones e indicios cuyo lugar natural se halla en la denuncia y el testimonio, no en la obra literaria entendida como refracción de lo real antes que como reflejo de una realidad.

Entre lo que no se permite decir por pudor o modestia o por respeto a la autonomía de la obra, y lo que no puede decir porque tanto la capacidad de espanto como la de poder pensar alguna relación razonable entre causa y efecto parecen haber sido destruidas en su psiquis por los hechos mismos, Previgliano termina por contar tan poco y a la vez tanto en ese poco que cada detalle es una parte fractal de un todo infernal. "Contate un hecho", le piden cada noche unos presos comunes, delincuentes seguramente endurecidos, a un chico de diecinueve años sin filiación política, arrasado en su subjetividad por el encierro, que no sabe qué hace en una cárcel, no entiende nada de su situación ni tiene cómo entenderla, simplemente porque no tiene sentido; y entonces inventa, pero no nos dice qué es lo que inventa. Cabe agregar que esa es la parte más llevadera del relato, casi maníacamente feliz en comparación con lo anterior.

El libro empieza con un mano a mano: el narrador no sabe dónde está, el lector tampoco. No sabe quién es ni cómo se llama ni qué se hizo de la chica del título, cuya función en la trama sería un spoiler revelar. No sabe si la mataron o no, y volverá sobre esa obsesión a cada paso. Lo que no sabe ni supo ni logra comprender ni recordar, tampoco lo inventa. Hay en esos silencios una ética admirable. La chica es la obra literaria que los sobrevivientes del terrorismo de Estado en la Argentina y sus coetáneos nos debíamos. Por su universalidad (universalidad que es el paradójico resultado de su rigurosa estética de la singularización), está a la altura de la narrativa del totalitarismo soviético, es decir de obras maestras como Una soledad demasiado ruidosa, del escritor checo Bohumil Rabal.

Como un tataranieto perdido de Kafka, Previgliano evoca los ribetes grotescos de la absurda maquinaria estatal que fabricó muerte y dolor durante años, a la que no le encuentra más motivos que la producción del mal por el mal mismo. El que uno de los libros secuestrados por milicos y paramilitares lleve el título de La Cuba Electrolítica, por ejemplo, es un chiste que suma horror desde el humor más oscuro.

 

El que su prosa carezca de toda estridencia va pintando un gris que grita por defecto: La chica es ante todo una inmersión en la memoria viva de alguien cuya capacidad de gritar quedó deshecha, o al menos eso se infiere de cómo narra. Es el lector quien deberá conectar los puntos que unen, por ejemplo, el amor del autor por la música clásica y la irreversible pérdida de la audición en uno de sus oídos a causa de un culatazo que fue la respuesta a una pregunta que a su vez fue la respuesta a una pregunta. Aquel trágico diálogo de sordos ("¿Cuál es su nombre de guerra?" "¿Qué guerra?") es también recordado en otro libro, La cuerda (2015), que es a La chica lo que un cuaderno de apuntes a un logrado cuadro al óleo. El nuevo libro se cierra con una esquirla de realidad, un poema carcelario del que se explica con qué materiales fue escrito, en una nota al pie que resulta abrumadora por su insignificancia: mucha atención a la letra chica, porque nada, absolutamente nada en este libro magistralmente asordinado es menor.