Acaba de estrenar su segunda temporada la serie que logró revolvernos el estómago solo a fuerza de diálogos: en los primeros episodios de Mindhunter, dos detectives del FBI se dedicaron por primera vez a entrevistar criminales peligrosos —que eventualmente empezarían a llamarse “asesinos seriales”— para establecer perfiles psicológicos que pudieran ayudar a anticipar futuros asesinatos. Era la segunda mitad de la década del 70, la institución no estaba del todo convencida y, como era de esperarse, los protagonistas Holden Ford y Bill Tench se pasaron de la raya. La segunda temporada ofrece algo distinto a esos primeros capítulos de diálogos intensos, casi dolorosos, en los que el malestar extremo en el aire era palpable y donde también se hizo énfasis en la relación de los varios asesinos con sus víctimas mujeres; cómo las veían, por qué sentían que podían disponer de los cuerpos de ellas a voluntad, qué visión de las mujeres se habían formado en la infancia. Ahora Ford y Tench siguen con las entrevistas pero éstas ocupan un segundo plano y son, en algunos casos, decepcionantes: no todos los asesinos tienen la elegancia y la brillantez de Kemper; los hay vulgares, mediocres o incluso charlatanes como el plato fuerte de esta temporada, que al parecer iba a ser Charles Manson.
Pero Mindhunter toma otra dirección, y esta vez los detectives intervienen por primera vez en un caso que todavía está abierto, en Atlanta. El escenario es complejo: la ciudad es gobernada por un intendente negro, la comunidad afroamericana se siente representada pero al mismo tiempo es más vulnerable que nunca porque están desapareciendo chicos negros a raudales. La ficción se basa en una serie de asesinatos de chicos que sucedieron en Atlanta entre 1979 y 1981; fueron 28, y cuando finalmente se pudo arrestar a un sospechoso, solo se lo procesó por dos de esas muertes. El caso le sirve a Mindhunter para desplegar la cuestión racial en un ámbito contradictorio, a medio camino entre la conquista de derechos y la actuación del KKK, donde las madres saben que si los chicos asesinados fueran blancos la publicidad y atención dada al caso serían inmediatas. Donde se pone de relieve, en pocas palabras, que algunas vidas valen menos que otras. Holden Ford, aplicando lo aprendido durante las entrevistas, construye un perfil de un sospechoso negro con el argumento de que los asesinos nunca cruzan las barreras raciales, y ahí está servido todo el conflicto. Del encierro de las entrevistas de la primera temporada se pasa a las calles de Atlanta, donde la pobreza es una factor de peso para que los chicos anden vagando sin vigilancia y a veces hasta ofrezcan ciertos servicios a cambio de un billete.
El caso abarca varios capítulos de esta temporada y pone de relieve la torpe burocracia del FBI, que se cobra vidas mientras los detectives tienen que llenar papeles para cada paso de la investigación. El que lo lleva adelante es Ford, que en cierta forma ocupa el lugar del artista en Mindhunter, el que tiene un don, muchas veces incomprendido por su compañero y más aún por sus superiores. Alrededor de esa trama se tejen otras menores, y también menos logradas: Wendy Carr, la psicóloga lesbiana que no puede salir del closet sin correr el riesgo de perder el trabajo y ser vista como una desviada, se enamora de una chica que trabaja en un bar, y se le ofrece como único conflicto un pobre problema de pareja, además del aburrimiento de que la confinen al trabajo de oficina. Tench tiene un conflicto mucho más sórdido en su casa que involucra al hijo adoptado, y pone sobre la mesa el tema de la responsabilidad y la inocencia, de si se puede influenciar a otro para matar, de cómo se reparten las culpas, que se mezcla de manera muy poco sutil con las entrevistas a personajes como Manson. De todas formas Mindhunter merece una tercera temporada, y en su insistencia en considerar a los asesinos como expresión de la sociedad en que se forman se muestra más moderna que las noticias del día.