“El otro día prendí la tele y cambié de canal porque pensé que me había equivocado y había puesto a Navarro o a Víctor Hugo…” El sarcasmo, que suele ser la vía más elegante para exorcizar la indignación, le permitió a mi amigo macrista tramitar decorosamente la pirueta olímpica que ensayó buena parte del periodismo militante oficialista pocas horas después de las últimas PASO. Un primo mío, menos proclive a la ironía, graficó su decepción con una frase más contundente: “No miro más tele”.
De este lado de la grieta (que se supone que debemos superar a partir de 2020) fuimos varios los que acompañamos con una sonrisa autocomplaciente ese fulminante tránsito, del estupor al reacomodamiento táctico, experimentado por quienes blindaron mediáticamente a Macri durante tres años y medio. Por los tiempos en que se manifestó –de la noche (del domingo) a la mañana (del lunes) dio la impresión de que fue una suerte de relámpago de la conciencia, una súbita iluminación de esa amplia zona que había quedado velada desde la asunción de Cambiemos en 2015. Pero no.
Con mi amigo, un macrista cínico que conoce las volteretas inherentes a los juegos de poder, compartí un emoticón condescendiente, ese que levanta los hombros y abre los brazos como diciendo: “¿y qué otra cosa podías esperar…?” A mi primo, más ofendido en su candidez “antipopulista”, la distancia me impidió enviarle una sincera palmada en el hombro. Porque entiendo su sentimiento de indefensión. Los periodistas de guerra inocularon en mucha gente un veneno que jamás inyectarían en sus propias venas. Un odio que ni siquiera sienten. Como contrapartida, despertaron en millones de personas una confianza en Macri que ellos mismos jamás le tuvieron, porque ni siquiera era necesario. Muchos ciudadanos se creyeron interpretados, más allá de su realidad cotidiana, por esa falsa sinergia del resentimiento. En la administración y manipulación de las emociones ajenas, estos “colegas” nunca perdieron de vista los intereses estratégicos de sus patrones. Algunos de ellos respondieron como empleados ejemplares de los grandes pulpos mediáticos; otros se manejaron como unidades corporativas básicas, habilitados para negociar “mano a mano” los favores de una generosísima pauta oficial.
Los dueños de los fierros advirtieron, la misma noche del domingo 11, que estos son tiempos de barajar y dar de nuevo. Enviaron inmediatamente a sus alfiles y a sus peones para incidir en la reconfiguración del tablero que se empieza a dibujar. Fue así como, con absoluta naturalidad, los mismos móviles en exteriores que hasta hace una semana daban cuenta de la “indignación de la gente” ante alguna huelga o corte de calle, ahora muestran la miseria de una feria de trueque en San Miguel. Cada cual conduce el viraje a su modo: está el que, siempre atento a los gestos y a las formas que tanto le molestaban del kirchnerismo, ahora pone el foco en “la falta de respeto” del presidente al voto popular, después de haber pasado por alto todos los atropellos del elenco gobernante a la tan mentada “calidad institucional”; está también el que le avisa a Macri (que ya no es Mauricio) sobre las causas por corrupción que lo esperarán cuando abandone la Casa Rosada; el programa que fue el cubo de basura de las operaciones de los servicios de inteligencia ahora habla de “post macrismo”; y no podía faltar, claro, el intachable que escarba en su poco entrenado saber médico para crucificar al líder de Cambiemos con el síndrome que le había diagnosticado a Cristina.
Los ejemplos, que abundan, sugieren la idea de que los medios hegemónicos están más preocupados por emitir señales políticas de cara a lo que se viene que por fidelizar a sus vapuleados televidentes/oyentes/lectores. Con agendas y negocios diversificados, nunca contemplaron la pérdida de rating como un retroceso. De hecho, en estos años, que millones de argentinos hayan dejado de seguirlos fue apenas un daño colateral en su guerra por mantener la hegemonía. Ahora también desprecian a los hombres y mujeres de a pie que se alimentaron de sus operaciones mediáticas. Les cuentan que Alberto da “muestras de moderación” y que Macri actúa como el niño rico y caprichoso que siempre fue. Sin transición. A los dueños de los grandes medios no les preocupa que sus peones pierdan credibilidad. Tampoco los asusta el despecho de los macristas paladar negro ni les estalla la libido ante la posibilidad de reconquistar a los que se desengañaron antes. Juegan en otro plano.
A mi amigo, el macrista cínico, le diría que no se preocupe. Cuando menos lo espere, esos mismos periodistas u otros parecidos le van a volver a contar lo que él quiere escuchar. Es solo una cuestión de tiempo y de circunstancias. A mi primo, más desencantado con los medios que con el gobierno, le aconsejaría que persevere en su decisión de tener apagada la tele y trate de reconstruir su juicio crítico a partir de lo que ve y no de lo que le cuentan. Se va a llevar más de una sorpresa. A la gente más afín, por último, le sugiero con humildad que ni se indigne ni se olvide. Y que cuando sienta que todos los periodistas están en el mismo lodo, manoseados, ejercite una sencilla prueba. Comprobará que los colegas especialistas en el salto con garrocha podrán criticar a Macri por inútil, por arrogante, inclusive por corrupto, pero jamás aludirán a los agentes económicos que lo pusieron en ese lugar y que se vieron favorecidos por el saqueo de estos últimos años. Porque ellos son sus verdaderos jefes.